Nora Rotger
Acá estoy, sentada en la sala de espera de un consultorio, lugar que
durante los últimos quince años de mi vida se ha hecha cotidiano, diría que
casi es mi segunda casa. Es que cuatro veces por semana paso mis tardes esperando
a Clara de sus sesiones de fonoaudiología, terapia ocupacional, psicología y
alguna más que siempre se agregan.
A veces tejo, a veces leo y hoy escribo. Escribo, por supuesto, sobre mi
hija, mi hija y su condición; y esta penitencia de estar horas y horas que,
para mí, son improductivas; pero que para ella son vitales y eso hace la
diferencia.
Alguien alguna vez me dijo: “El autismo no duele”. Y yo reflexiono: “¡Sí
que duele!”. Duelen las miradas vacías, duelen los silencios profundos, duele
el no saber si está triste o contenta; y, ahí, me empiezo a poner triste yo;
pero de pronto siento una ruidosa carcajada y aparece Clara por la puerta y,
con su mejor y más luminosa sonrisa, me regala un mandala que acaba de pintar
para mí; y, entonces, me olvido de todo porque me doy cuenta que todo vale la
pena.
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