lunes, 19 de agosto de 2019

Muñecos


Susana Olivera

Había salido a caminar después de almorzar y me había alejado bastante del pueblo. Quedó atrás el camino arbolado. Por un trecho continuó señalado el sendero, pero después desapareció la huella y todo era pasto duro y alto que crujía bajo mis pies. “Debe haberlo secado la última helada que fue muy dura –pensé-. Mejor no me alejo demasiado. Esto está muy solitario”.
Me detuve un momento, porque era hermoso ver el horizonte, cosa que no es posible viviendo en la ciudad. Me llené de silencio y de sol tibio que me daba de lleno en la cara. Decidí caminar lentamente para demorar el regreso y en eso estaba cuando vi algo semioculto, casi enterrado en los pastizales. Era un muñeco grande con cabeza y miembros de pasta y cuerpo de trapo, vestido con ajadas ropas de bebé. Le faltaban los ojos y una pierna. ¿Quién lo habrá perdido en estas soledades? ¿Cómo llegó allí?
 Me sobrecogió el encuentro. Tal vez, fue el silencio o la soledad. O el imaginarme qué pequeñas manos lo habrían acunado. ¿Alguien lloraría su pérdida? ¿Por qué ese destino de abandono?
Volé hacia atrás en el tiempo. Muy atrás. A mi infancia, a mis muñecos. Tenía muchos. La “Marilú” con brazos y piernas articuladas y con ojos movibles de largas pestañas. Preciosa. Unos muñecos de goma mellizos que tomaban mamadera y hacían pis. La “Nancy Lee” que era más bonita que la Marilú, pero no tenía articulaciones. Una muñeca de paño lenci con largas piernas “La Chichoma”. “La Keka”, que caminaba llevada de la mano; pero era más pesada que “Linda Miranda”, llamada así porque “es linda, mira y anda”, como decía una publicidad de entonces. Y, entre otros, un bebote como el que yacía abandonado en el camino.
Se llamaba Tomi. Tenía su cuna con colchón, almohada y sábanas floreadas hechas por la tía Águeda.
Y recordé. Recordé que sucedía algo extraño con él. Siempre aparecía con los ojos hundidos. Mi padre con sus manos hábiles los reparaba constantemente.
—¿Qué le hacés? ¿Lo golpeás? Hace dos días que lo arreglamos y esa no fue la primera vez. Ya lo habías traído pocos días atrás.
—No sé papá- respondí. Lo encuentro así. Tapadito en su cuna, pero sin ojos.
—Cuidalo. No le golpees la cabeza. Los ojos no se le hunden solos.
“Claro que no”, pensaba yo. Si yo lo dejo en su cuna, al lado de mi cama, no puede ser que cuando me despierto y lo voy a buscar no tenga los ojos.
Y volvía a ocurrir. A veces, después de una semana; otras, a los dos o tres días. Últimamente, a diario.
—No lo arreglo más. Así que cuidalo. Me da mucho trabajo. Primero, sacarle toda esa ropa que vos le ponés. Después, quitarle la cabeza y arreglarle los ojos. Pero para eso debo poner a calentar a baño maría la lata con la cola, esperar que esté lo suficientemente blanda para ponerla sobre el mecanismo que sostiene los ojos, sujetarlo adentro de la cabeza hasta que se endurezca la cola y después volver a poner la cabeza. Y eso no es fácil: primero hay que reemplazar el cordón que la sostiene al cuerpo y después coserla otra vez. No lo arreglo más.
—Lo voy a cuidar mucho. Pero yo no sé qué pasa. Se acuesta a dormir bien y cuando me despierto tiene los ojitos hundidos.
—Solos no se hunden. Cuidalo.
Algo debía hacer. Decidí que dormiría conmigo. Y esa fue la solución por unos días. Creí que el problema estaba acabado; pero ese día, cuando desperté, Tomi estaba en su cuna sin ojos.
Fui llorando a la habitación de papá y mamá.
—Alguien sacó a Tomi de mi cama, lo puso en su cuna y le hundió los ojos.
—Yo lo saqué- dijo mamá. Estabas incómoda. Pero tenés que tener la seguridad de que yo no le hundí los ojos…
—Tomi se quedará cieguito- dijo papá muy serio. Yo no te lo arreglo más. Y dejá de llorar.
Mimé a Tomi como las mamás miman a su niño enfermo. Le cambié su ropa, que era la que había quedado chica a mi hermano menor. Y jugué con él todo el día. No acepté compartir nada con mis hermanos.
Así siguieron las cosas. Yo no dejaba a Tomi ni un momento. “No puede hacer nada, así como está”, me decía.
Una mañana de domingo lo fui a buscar a su cuna y ¡tenía sus ojos! Corrí a contarle a papá y él, sonriendo, me dijo: “No lo golpees. Cuidalo”.
—Claro que sí… ¿Vos lo arreglaste, verdad?
—No podía verte triste, pero ahora sí, cuidalo.
Me sentía feliz. Tomi estaba sano y papá lo había arreglado para mí. Esa noche lo acosté con todo cuidado en su cuna, lo abrigué y me dormí con una sonrisa.
Pero a la mañana siguiente se me borró la sonrisa: otra vez la pesadilla. En la cara del muñeco, dos agujeros negros.
Lloré. Primero quedito, como si fuera solo para Tomi, pero después a los gritos con sollozos escandalosos. Vinieron todos: mis padres, mis hermanos. Les mostré el muñeco. Mamá lo alzó y preguntó a los chicos si ellos sabían algo. Pepe, el más chico, se sonreía ocultándose detrás de los mayores, que negaban automáticamente con la cabeza.
—Pepe se está riendo, ma.
—¿Vos sabés algo Pepe?
—Ella pisó mi mejor granadero y lo rompió. Y pateó a todos los otros soldaditos. Por eso también muchos se rompieron o perdieron sus tambores o sus cascos.
—Fue sin querer. Tropecé y me caí. Estaban desparramados por toda la galería.
—¿Por qué yo no supe de todo esto?- quiso saber papá.
—Nosotros casi no jugamos con soldaditos de plomo. Se los hemos pasado todos a Pepe. Y no sabíamos del “accidente”.
—Pepe me pidió cinco pesos para no decir nada- comenté. Dijo que con esa plata iba a reponer los soldaditos rotos.
—Devolvé ese dinero- dijo papá. Vamos a ir juntos a la juguetería y se acabaron los ojos hundidos.
Se restableció la paz y se acabó el misterio del muñeco sin ojos.
Parece mentira. ¡Qué nimios parecen estos hechos recuperados por una emocionada memoria! Causa ternura esto de recordar nuestros juegos compartidos más de una vez: yo era el general de la fortaleza enemiga y los varones eran los papás de las muñecas; y, tras eso y como condimento, nuestras peleas.

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