Era el año 1970 y nosotras éramos seis amigas que nos criamos juntas, en esa infancia en la que compartíamos el barrio, la escuela, el club, las salidas. Nos veíamos todos los días y las una de la otras sabíamos hasta los más mínimos detalles. Entre nosotras no había secretos.
Nuestros padres también se conocían entre sí, lo que favorecía la relación, ya que como no nos dejaban ir solas a ningún lado; y siempre conseguíamos que se juntaran dos o tres madres y nos acompañaran.
Unas de las salidas más esperadas eran los bailes de carnaval, cuatro noches seguidas al año que tanto disfrutábamos. El lugar elegido: Náutico Sportivo Avellaneda.
Era la noche del sábado, la primera, los preparativos empezaban tipo seis de la tarde. “¿Qué te vas a poner?”, “¿me prestás tu remera blanca?”, “¿nos pintamos un poquito?”. La ilusión se ponía en marcha.
Cuando llegábamos al club, las madres de turno se sentaban en una mesa y nosotras, con la consigna de reportarnos cada media hora y no separarnos, salíamos a dar vueltas por el lugar. Estaban la pista de arriba, donde generalmente estaba la orquesta; la de abajo, donde sonaban los lentos y era más oscura; y la de la arena, que para nosotras era la prohibida.
Éramos casi todas de la misma edad, pero entre nosotras estaba Martita. Ella era la mayor, pero lo que la hacía diferente era que fue la primera que tuvo novio y, por supuesto, él estaba también en el club esperándola.
La noche transcurrió sin problemas.
Al momento de irnos, siempre antes de terminar el baile, nos juntamos y faltaba Martita. La salimos a buscar tratando de cubrirla para que las madres no se dieran cuenta, pero Martita no aparecía. Ya rozábamos en la desesperación, cuando una de las madres se dio cuenta de la situación y, reto de por medio, nos mandó a recorrer todo el club hasta encontrarla.
Pasaban los minutos y Martita seguía sin aparecer hasta que, de pronto, se hizo un silencio en todo el club, paró la música y por alto parlante se escuchó una voz que dijo: “A la señorita Marta Flores, por favor presentarse en la puerta de entrada que su madre la está esperando”.
Por supuesto, ante semejante requerimiento, apareció enseguida, muerta de vergüenza y de miedo, diciendo que estaba en el baño, cosa que nosotras sabíamos que era mentira y que las madres tampoco creyeron.
Ese año, el carnaval para nosotras tuvo una sola noche. Las madres enojadas, a modo de penitencia, dijeron que no nos acompañarían más.
Martita se sintió muy culpable y, aún hasta hoy, cada vez que lo recordamos se disculpa, solo por haber estado con su noviecito y olvidarse de los mandatos y consejos que nos imponían en esa época
¿Era para tanto?
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