Hugo Longhi
Ese miércoles me
levanté a la hora señalada. Ya venía despierto desde hacía rato, escuchando las
noticias de la radio en la cama. No era cuestión de ir al campo de batalla,
léase discusiones de política en la oficina, sin estar bien preparado.
Mi rutina siguió con
la ducha, el desayuno y dejar algo listo para comer al mediodía en que pasaría
a los santos piques. La empresa me concedía cuarenta y cinco minutos para el
almuerzo y, por decisión propia, yo los respetaba, como también lo hacía con
los horarios de ingreso y salida, por más que ahora en ese aspecto se observaba
total laxitud en la patronal.
Por lo tanto, a las
9.47 puse la llave en mi departamento y bajé los tres pisos de la escalera
dispuesto a transitar las cinco cuadras que me separaban del trabajo. Pero ese
ritual, que llevé a cabo casi sin pensar durante cuarenta bien contados años,
hoy sonaba diferente. Ese miércoles iba a ser mi último día en la compañía.
Habían dispuesto darme de baja por “viejo”.
La jornada comenzó normal,
aunque todos sabían que no lo era. Igual me dispuse a trabajar; es decir,
completar las escasas tareas que quedaban a mi cargo dado que desde los aproximadamente
seis meses previos, por orden gerencial, me fueron liberando de actividades. Fue
como si la empresa hubiese prescindido de mí con antelación.
Un par de semanas
antes había cumplido años y era habitual celebrarlo llevando algunas medialunas
y/o sándwiches. En aquella oportunidad postergué el evento para el trance final
y de paso agradecer a mis compañeros por la linda cena de despedida, que me
habían ofrecido noches antes.
Fue así como a media
mañana lancé la convocatoria y, como siempre que había algo para comer, esta
fue muy exitosa. Se reunió todo el piso o, por mejor decir, el sector más cercano.
Solo unos pocos, los más nuevos y parcos, no se acercaron. En plena reunión, tras
el rumor de las distintas conversaciones y el mastique incesante, un compañero
hizo un llamado a la atención. Parecí ser el más sorprendido.
Y la sorpresa fue
total, ya que me rodearon completamente y me regalaron un hermoso reloj como
recuerdo. Y eso no fue todo. Fue seguido por un fuerte y –yo creo que fue así–
sincero aplauso. Me vi obligado a pronunciar unas palabras que no pude concluir,
porque la emoción me venció. Yo, que había soportado tantas luchas allí,
aflojaba justo en ese momento.
Casi siempre una
despedida laboral motivaba un mensaje general, que se podía expresar de
diversas maneras y tonos. Yo elegí utilizar una herramienta tecnológica de
reciente incorporación en la compañía, una especie de Facebook interno. Envié unas breves líneas anunciando mi partida y
adjunté la imagen de mi primer recibo de sueldo fechado allá por noviembre de
1978.
La idea gustó dado
que recibió cantidades de “me gusta”, diversos comentarios y buenos deseos,
incluso de colegas de otras sucursales que no me conocían. Seguramente, por esa
vía habrá sido que el director general del grupo empresarial se enteró y bajó a
saludarme, cuestión que valoré mucho; como también sucedió, minutos después,
con un miembro de Junta Directiva, que hizo lo mismo en nombre de la mesa
ejecutiva. Con ambos había tenido activa relación otrora cuando eran
prometedores empleados.
La jornada siguió su
curso, aproveché para desearle suerte a otro compañero que también se retiraba
para finalmente apagar mi PC ya vacía
de contenidos.
El reloj se acercaba
a las 16.30, saludé abrazando a los más cercanos y me dirigí escaleras abajo
hacia la playa de estacionamiento. Fue en ese tramo que mi mente y mi espíritu
fueron atravesados por los recuerdos.
Dejaba atrás cuatro
décadas de mi vida, no cualquieras, aquellas que fueron llenados por
incontables anécdotas, alegrías, tristezas, broncas, amistades, sueños y
frustraciones. Como la vida misma. Comenzaba a desprenderme de todo eso,
cerraba una etapa. Términos épicos, pero en definitiva una realidad que había
que resolver. Y el paso del tiempo iba a ayudar.
En ese momento, me
costaba, pero seguí caminando sin mirar atrás hasta encontrarme con el reloj
marcador, ahora electrónico, el cual tras apoyar mis huellas digitales me dijo,
en su timbre castizo y por última vez aquel miércoles, “acceso correcto”.
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