Gustavo Fernández
Muchas veces he
oído decir que si no te enterás de que tenés una enfermedad, nunca enfermás de
ella.
Mito, realidad,
quién lo sabe... ¡Yo, seguramente!
Para poder
comenzar a entender esta historia, debemos remitirnos muy atrás en mi niñez. Yo
tendría cinco o seis años de edad, estaba en primer grado de escuela y hacía mis
primeros dibujos.
En mis cuadernos
de esa época, que aún conservo, hay vestigios de mi mal, que se reflejan en los
colores aplicados a aquellos dibujos: árboles de tronco rojo, frondas amarillas
o quién sabe qué color. Claro, en esa edad podemos pensar que eso se debe a la
gran imaginación de nuestros pequeños cerebros, que ven al mundo con colores
propios, pero obviamente no era mi caso.
A pesar de esa
enfermedad, que no sabía que padecía, mi vida transcurría de manera normal. Bueno,
al menos desde mi punto de vista, ya que todos los colores que veía eran para mí
hermosos. Lo que no sabía con certeza era qué colores eran…
Fue así como descubrí,
poco a poco, ¡qué porquería era el daltonismo!
Desde no poder
decirle a la chica que me gustaba qué hermosos ojos color ¿…? tenía, o qué
bello cabello color ¿? tenés, un sinnúmero de situaciones tragicómicas fue
incorporándose a mi vida como por arte de magia.
Fue así como en la
revisación médica de la colimba, y
como por cosa del destino, vine a enfermar de daltonismo al enterarme por boca
del oftalmólogo que lo era.
Recuerdo que
mencionó que era una enfermedad hereditaria, transmitida por las mujeres y no
padecida por ellas; y que existían muchísimas variantes de la misma, desde
confundir colores específicos, gamas o hasta ver en blanco y negro. A esto
último se lo llama monocromía.
También me dijo
que en general no me traería graves problemas. ¡Qué poco sabía de mi futuro
padecer!
Fue así como poco
a poco comencé a transitar el camino de ser daltónico.
Semáforo de la
calle, posición superior (rojo) detenerse, posición media (amarillo, para mí
verde claro) y posición inferior avanzar (verde, para mí blanco), en su
defecto, esperar los bocinazos cuando debía avanzar o ¡detenerme!
Ropa de uso común
o de salir, problema mayor, mi actual esposa me recuerda que cuando comenzamos
a salir le caía a nuestras citas vestido en tonos que para mí eran combinaciones
de azul. Léase… camisa celeste, chalina violeta y probablemente buzo lila, lo
que me recuerda que lo único azul que llevaba puesto era el pantalón vaquero.
Ni que hablar
cuando conseguí trabajo en una afamada tienda de ropa, donde azorados los
clientes miraban cuando les traía una camisa o corbata “al tono”, lo que los
dejaba pensando si lo mío era una broma o, como en muy pocos casos, yo era “un
Pierre Cardin” innovador de la moda. Poco duró esa aventura de color.
Luego vino la
facultad, estudié Ingeniería Eléctrica y recuerdo aún los ojos de asombro de mi
profesor de Electrónica cuando debí seleccionar resistencias para un circuito
cuyo valor se medía por escala de colores. Gracias a Dios, existía un control
previo. De lo contrario, pudo haber sido fatal.
Y, así, fui
adaptando mi existencia a mi mal… Ya profesional, debí contratar muchas veces
una persona que verificara por mí los colores de los cables, y todavía recuerdo
estar cambiando un tablero de un edificio de departamentos de cien unidades al
cual llegaban más de doscientos cables, por supuesto, de distintos colores,
pero eso no es todo, bajo la asombrada mirada de un habitante del consorcio, ex
gerente técnico de la EPE, que supervisaba nuestro trabajo, ¡pude entender lo
que es una mirada preocupante!, qué obviamente tenía esta persona cada vez que
tomaba en mis manos un cable a conectar y solicitaba a Javier, mi empleado, que
me dijera de qué color era. Recuerdo imborrable: aprendí en ese momento a leer
la mente, esa persona pensaba, no sin razón, ¿funcionará o explotará?
Pero, bueno, la
vida nos demuestra a diario de que desde el primer día estamos preparados para
enfrentar sus desafíos, y es por eso que sigo por esta vida con mis “colores
propios”, pero feliz y agradecido de disfrutarla.
Por último, ¿a que
no imaginan de qué color pinté mi primer departamento de casados? O ¿de qué
color era mi primer Fiat 600 gris? Pero esas son otras historias.
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