Silvia Gusmerini
Siempre soñé con
viajar.
Siempre sentí que
el mundo iba más allá de los límites de mi casa.
Me preguntaba cómo
serían otros lugares, cómo serían otras costumbres, cómo sería otra gente.
Y decidí
intentarlo. Desde un rincón de mi cuarto, de mi alma y de mis sueños, iba a
llegar a esos sitios que tanto había imaginado. Abriría al universo la pequeña
ventana de mis trece años para volar lejos. Solo necesitaba lápiz, papel y
nombres. Muchos nombres. De aquí, de allá, del mundo entero. ¡Lo iba a lograr!
La vetusta e
impoluta biblioteca de la Cultural Inglesa sería el medio eyector hacia mi
mágica aventura y de manos de Teresita, la bibliotecaria, encontraría la
herramienta para ponerlo en práctica.
Dinamarca,
Inglaterra, México, Indonesia, Túnez, Japón, Checoeslovaquia, Palestina,
República Democrática Alemana, África. Sí, todos ellos sabrían de mí y yo de
ellos. ¡El mundo a mis pies!
Y, así, comenzó el
viaje. Mi inglés en formación sería la llave que me abriría todas las puertas.
Llegué primero
hasta Hanz en Halle, República Democrática Alemana. Supe a través de él que su
país estaba dividido y su capital Berlín también. Un muro la separaba en dos
partes: la occidental y la oriental. Hanz vivía su adolescencia con la
despreocupación de los dieciséis años y desde ese lugar compartimos intereses
musicales, hobbies y experiencias.
Luego, volé a
Palestina. Allí estaba Fariz viviendo en Nablus, ciudad de 3.000 años de
antigüedad en la costa oeste del río Jordán. A cuarenta kilómetros de allí se
encontraba Jerusalén, me dijo, donde tanto musulmanes como cristianos tenían lugares
sagrados como La Mezquita de Al’Aqsa y el Domo de la Roca, los primeros; y El
Santo Sepulcro, entre otros, los segundos.
De ahí, fui a
encontrarme con Jivi en Praga, Checoeslovaquia. Con él aprendí que en su país
había dos nacionalidades: estaban los checos, que vivían en Bohemia y Moravia,
y los eslovacos, que vivían en Eslovaquia, cuya capital era Bratislava. No
obstante, estas divisiones, la capital de toda la nación era Praga. Jivi
estudiaba diez idiomas, entre ellos español y también japonés.
Me despedí de Jivi
para ir en la búsqueda de Mituo en Tokyo, Japón. Sus hobbies, me contó, eran:
practicar budo (mezcla de karate y judo), esquiar y jugar golf. Me asombré al
saber que Japón era un país insular de cien millones de habitantes y que Tokyo
tenía una población de diez millones. Descubrí que su gente amaba la
naturaleza, era optimista y desarrollaba el arte floral (bonsai y bonkei).
Luego, fui a Túnez
(África del Norte) a conocer a Naffati. Me entristeció mucho compartir su
realidad: una familia muy pobre de doce hermanos, un papá agricultor y una vida
con muchas carencias Con orgullo me dijo que, a pesar de su situación, había
podido terminar sus estudios secundarios. Mucho más no pudimos comunicarnos,
pues él solo podía hacerlo en francés.
Crucé el norte de
Africa y aparecí en la costa oeste, en Sierra Leona más precisamente,
protectorado británico por ese entonces. Llegué a Sefadu donde vivía Pipyn. Ella
tenía diecisiete años, era inglesa, su papá trabajaba para el gobierno y había
sido trasladado a este lugar. Estaba muy feliz allí, aunque había dejado todos
sus amigos en Inglaterra. Mientras duró nuestro intercambio, Pipyn se mudó
nuevamente. Esta vez el traslado fue a las Islas Turks and Caicos, territorio británico
de ultramar, por ese entonces, un lugar solitario donde solo había edificios
gubernamentales. Mi amiga allí comenzó a trabajar.
La dejé a Pipyn
para ir ahora sí a Inglaterra, cuna de Los Beatles, y sentirme así más cerca de
ellos. Steve, mi amigo inglés era de Thorne, localidad en el centro este del
país. Tenía catorce años y en su foto mostraba un corte de flequillo al más
perfecto estilo beat. ¡Un sueño para mí! Me mandó fotos, recortes de revistas y
artículos que hablaban del furor del momento: ¡La Beatlemanía! ¡Qué más pedir!
¡Bye Steve! A
Indonesia ahora. En Djakarta, su capital, me esperaba Tjoe. Era 9 de febrero y estaban
celebrando el año nuevo. Djakarta, me contó, era una ciudad de cuatro millones
de habitantes en el centro del país, donde llovía siempre y especialmente en el
mes de febrero. Tjoe tenía dieciséis años y su hobby era coleccionar postales y
escuchar música moderna.
De ahí, a
Dinamarca a ver a Gustav, que era muy buen futbolista; y a México al encuentro
de Adia, que coleccionaba estampillas.
En ese ir y venir,
la llegada del cartero, con postales o con la típica correspondencia vía aérea
con su contorno a rayas multicolor, formaba parte de la emoción de la aventura.
Fueron cinco años,
el viaje llegaba a su fin. Entre continentes, países y costumbres sentía que ya
lo había visto todo.
Así, se esfumaron
los sueños y se llevaron con ellos la ilusión. La Tierra volvió a tener
fronteras y la realidad a ser mi límite. La juventud atropellaba a la
adolescencia con otros intereses y proyectos más realistas y concretos tal vez.
Una etapa se cerraba
dejando abiertas puertas y mi alma en plenitud. Ya no era la misma. La riqueza
y el valor de la enseñanza dejada marcaría más adelante el camino por recorrer
formando en parte a la joven que luego fui, a la adulta que la sucedió y a la
mujer madura de hoy, que sigue soñando y dándole oportunidades a la vida para
que la ilusión nunca se acabe y las fronteras estén siempre abiertas ante los
ojos y el corazón.
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