Mónica Mancini
En el año mil novecientos setenta y ocho, dos chicas acababan de
recibirse de maestras de Educación Especial; con la fuerza que da el entusiasmo,
decidieron “fundar” una escuela para niños con dificultades en el aprendizaje.
No tenían local, ni bancos, ni alumnos. No consideraron a eso un
obstáculo.
Con coraje se animaron a solicitar a los curas del “Sagrado Corazón”
unos salones de la escuela “San Miguel Garicoits”, para comenzar allí su
proyecto. Les aseguraron que solo sería un corto tiempo, hasta que consiguieran
un lugar propio.
Los alumnos llegaron y se fueron sumando docentes, constituyéndose así
la Escuela “Nuestra Señora de Betharram”, que consiguió ser reconocida por el
Ministerio de Educación. Recién en mil novecientos ochenta y tres comenzaron a
tener salarios.
Tuve la suerte de incorporarme ese año a la institución y solo trabajé
unos meses sin cobrar.
En el año mil novecientos ochenta y siete, todavía no nos habíamos
podido ir del lugar prestado. Eran más de siete años ocupando un espacio que
compartíamos con la escuela común, lo que traía aparejado múltiples problemas.
Ambas instituciones no paraban de crecer.
Los generosos curitas ya no sabían cómo decirnos que nos teníamos que
ir. La situación era desesperante, estaba en juego nuestra fuente de trabajo y
el lugar escolar de más de cincuenta niños con patologías variadas.
La cooperadora trabajaba a full:
empanadas, polladas, rifas, aportes personales. Nada alcanzaba para llegar a
comprar una casa que nos aloje.
Fue entonces que llegó Sandro a Rosario… Sí, Sandro; es decir, Roberto
Sánchez.
A una de las chicas se le ocurrió ir a pedirle que hiciera un recital a
beneficio de la “escuelita”. Por supuesto que contó con la risa y el
escepticismo de las demás.
—¿Vos crees que
Sandro te va a atender?
—¿Dónde vivís, nena?
Bla ,bla, bla…
Y, así, fuimos sacándole la idea de la cabeza y todas nos negamos a
acompañarla.
Pero ella fue. Sandro se alojaba en un hotel céntrico. La atendió
amablemente, todo un caballero. Le explicó que era imposible hacer un recital,
porque para eso necesitaba movilizar a muchísima gente y que, aunque él lo
haría, no podía pedirle a su equipo semejante esfuerzo.
En cambio, hizo una promesa. Mandaría desde Buenos Aires un televisor a color
de 29 pulgadas para que lo rifáramos, los talonarios impresos y nos
promocionaría el sorteo en los próximos recitales, que haría en Rosario.
Ella volvió excitada a contarnos su experiencia con “el gitano”. Primero,
dudamos, pero no tardamos en darnos cuenta que era verdad; aunque pensamos que
lo de la rifa era una excusa para salir del paso. Al poco tiempo, ya nos
habíamos olvidado y seguíamos frenéticamente buscando la forma de juntar
dinero; hasta que un día llegamos a la escuela y nos encontramos con una caja
gigante, una figura tamaño natural de Sandro y talonarios con rifas impresas.
Sandro cumplió su promesa.
Empezó el operativo. Todas las tardes lo sacábamos al Gitano a la puerta
de la escuela (Dorrego y Mendoza) y una de nosotras, portando guardapolvo y
talonario en mano, ofrecía las rifas a los que pasaban. Muchas de sus “nenas”
se sacaban fotos y nos ofrecían dinero por su imagen (ya estaba comprometida a
la directora de la escuela común con la que compartíamos el espacio).
Ese año hubo varios recitales a los que asistíamos gratis, con
guardapolvo vendiendo rifas en la puerta. Después, disfrutábamos de su
actuación, cantando y bailando todos sus hits –especialmente” Rosa-Rosa” y
“Tengo”–, en un palco preferencial.
Juntamos bastante dinero con su donación. No fue suficiente, pero ayudó
mucho. No solo con su aporte, sino también a través de su acto generoso, nos
dejó una gran experiencia, la que podríamos sintetizar con varios refranes,
pero yo elijo este: “A donde el corazón se inclina, el pie camina”.
Dos años después logramos comprar una vieja casa antigua en barrio
Belgrano.
Sandro hizo lo suyo.
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