lunes, 19 de agosto de 2019

El Circo (*)


José Mario Lombardo
 
En la sodería, había una hamaca. Las dos largas cadenas que sostenían su asiento de madera, pendían de la robusta rama de uno de los eucaliptus que bordeaban el solar trasero.
Nos hamacábamos parados hasta llegar a alturas, que nos permitían ver los techos de chapa del galpón y de la casa. Luego, nos sentábamos y, aprovechando el momento en que la hamaca se detenía por un instante allá arriba, nos descolgábamos temerariamente tratando de aterrizar lo más lejos posible.
Era como volar.
Y siempre había un salto superador. Siempre alguien llegaba “más allá”.
También era como aterrizar.
Al tocar tierra, el saltador de turno debía llevar los dientes apretados, los puños ateridos y los talones esgrimidos cual recios muñones para aguantar la clavada.
En el patio de la sodería había siempre una parva de pasto. Librábamos encarnizadas batallas a su alrededor tratando de subir a ella a sangre y fuego, a sable y lanza, a puño limpio y rodillas sucias.
Nos empastábamos parva arriba con la mira puesta en la luz de la victoria, o parva abajo perdidos en la noche de la amarga derrota.
Era el juego.
Era como soñar.
Y en la sodería teníamos un circo. Que era como volar. O jugar.
Era como soñar:
En nuestro circo, el equilibrista no podía caer nunca del alambre. En nuestro circo, el equilibrista caminaba en el aire llevando con sus dos manos la pesada y larga pértiga que le permitía mantener la perfecta posición vertical; pero si algún desgraciado movimiento atentaba contra su demostración de arrojo y valentía, nuestro equilibrista podía clavar la larga y pesada pértiga en el cercano suelo, evitando la vergonzosa caída. ¡Cuántas veces quedó nuestro equilibrista allá arriba, trabado entre el camino de alambre y su pértiga salvadora hincada en el suelo, mientras nuestro eficiente personal de pista corría presuroso en su auxilio! ¡Y cuantas otras, aquella esbelta vara fue a dar sobre el azorado público de la primera fila, cuando en algún momento de debilidad, que los tenía a menudo, nuestro héroe la abandonaba para proteger su buena estampa! (Y su integridad).
En nuestro circo, los animales amaestrados compartían la platea con el estimado público esperando el momento de su actuación: el “Chal” era el gato más dúctil del universo. Por ejemplo, en las funciones de matinée, era trapecista, porque lo colgábamos del trapecio y ante el asombro del estimado público, lo hamacábamos rudamente, mientras el inteligente felino no se soltaba ni loco del movedizo barral. En cambio, en las funciones de la tarde, cuando la sombra de los árboles ya había ganado todo el patio, el “Chal” se transformaba en el tigre de la malasia que obedecía dócilmente las indicaciones del “domador y su mágico látigo”, elemento especialmente diseñado para domesticar tigres de la malasia. El domador preparaba el “látigo mágico” atando en su punta un pedazo de sabroso chorizo colorado.
El “Chal” culminaba su número cuando el domador lo ubicaba en el suelo y, entre sus piernas, le mostraba sus brazos unidos en arco a la altura de la cintura con sus manos entrelazadas y el gato, en lugar de huir como cualquier gato, optaba por saltar ágilmente por sobre las manos del domador buscando acaso horizontes más afines a su condición, sin agradecer los aplausos del público, que no comprendía del todo las razones por las que el gato realizaba aquel salto. En realidad, seguro que el gato tampoco las podría explicar.
En nuestro circo, los trapecistas se convertían en personal de pista algunas veces o en payasos otras; y, cuando el público era poco, también pasaban a ser parte del mismo, porque sabíamos que un circo sin público no era un circo. Pero cuando les llegaba el momento de la actuación, sacaban a relucir las lujosas lentejuelas que siempre portaban en sus almas de artistas y subían a toda altura de la carpa, tratando cuidadosamente de no romperse precisamente el alma.
El circo no tenía carpa, de modo que “toda la altura de la carpa” era un modo de decir. De esa manera, la tarea de nuestros trapecistas no era ni más ni menos riesgosa que la del boletero o la del acomodador, pues “las alturas” las manejábamos con criterio, para evitar lamentos por algún alma averiada.
Y porque nosotros sabíamos que un circo sin público no era un circo, preparábamos palcos, plateas y gallinero para comodidad del “estimado”, ofreciendo entradas a precios populares: diez guitas al sol y veinte guitas a la sombra.
Así era nuestro circo que aún atesora, desde allá lejos y hace mucho tiempo, el grato recuerdo de un grupo de purretes jugando en aquel patio con olor a tamarindo y eucaliptus, con gallinas en el fondo y la parva de pasto en el centro.
Aquel circo, guarda nuestra historia entre los pliegues de una carpa que nunca existió, la misteriosa vida de cada uno de sus ocupantes y el presentido derrotero de pintorescos carromatos invisibles. Entonces hoy, vida transcurrida y recuerdo atesorado se juntan y danzan al conjuro de una extraña música que suena en el fondo del tiempo.     
En la función de mañana, entre personal de pista, payasos, malabaristas, trapecistas, domadores y el estimado público, allí estarán el Jorge, el Juanca, el Gallego, el Negro, el Cacho, el Bocha, el Mario, el Fernando, el Horacio, el Chamigo, el Ronco, el Coco, Alida, Rosa, Inés, el Chaca, Mabel, el Garufa, los Rossi, los Rasse, el Bubi, el Rodo, el Gueley, Ester, el Martín, más todos los que seguramente estoy olvidando, junto con el gato “Chal”.
Al finalizar la función, última de la temporada, habrá desfile de la compañía.
Quedan todos invitados.



(*) Este relato, cuando lo escribí, fue publicado en el diario “Actualidad “de General Villegas el 5 de junio de 1996; es decir, hace 23 años. Los sucesos que se narran ocurrían a mediados de los años 50 y en el momento de su publicación tenían unos 40 años. Hoy, los transcribo para volver a recordar.




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