José Mario Lombardo
En la sodería,
había una hamaca. Las dos largas cadenas que sostenían su asiento de madera,
pendían de la robusta rama de uno de los eucaliptus que bordeaban el solar
trasero.
Nos hamacábamos
parados hasta llegar a alturas, que nos permitían ver los techos de chapa del
galpón y de la casa. Luego, nos sentábamos y, aprovechando el momento en que la
hamaca se detenía por un instante allá arriba, nos descolgábamos temerariamente
tratando de aterrizar lo más lejos posible.
Era como volar.
Y siempre había un
salto superador. Siempre alguien llegaba “más allá”.
También era como
aterrizar.
Al tocar tierra,
el saltador de turno debía llevar los dientes apretados, los puños ateridos y
los talones esgrimidos cual recios muñones para aguantar la clavada.
En el patio de la
sodería había siempre una parva de pasto. Librábamos encarnizadas batallas a su
alrededor tratando de subir a ella a sangre y fuego, a sable y lanza, a puño
limpio y rodillas sucias.
Nos empastábamos
parva arriba con la mira puesta en la luz de la victoria, o parva abajo
perdidos en la noche de la amarga derrota.
Era el juego.
Era como soñar.
Y en la sodería
teníamos un circo. Que era como volar. O jugar.
Era como soñar:
En nuestro circo,
el equilibrista no podía caer nunca del alambre. En nuestro circo, el
equilibrista caminaba en el aire llevando con sus dos manos la pesada y larga
pértiga que le permitía mantener la perfecta posición vertical; pero si algún
desgraciado movimiento atentaba contra su demostración de arrojo y valentía,
nuestro equilibrista podía clavar la larga y pesada pértiga en el cercano suelo,
evitando la vergonzosa caída. ¡Cuántas veces quedó nuestro equilibrista allá
arriba, trabado entre el camino de alambre y su pértiga salvadora hincada en el
suelo, mientras nuestro eficiente personal de pista corría presuroso en su
auxilio! ¡Y cuantas otras, aquella esbelta vara fue a dar sobre el azorado
público de la primera fila, cuando en algún momento de debilidad, que los tenía
a menudo, nuestro héroe la abandonaba para proteger su buena estampa! (Y su
integridad).
En nuestro circo,
los animales amaestrados compartían la platea con el estimado público esperando
el momento de su actuación: el “Chal” era el gato más dúctil del universo. Por
ejemplo, en las funciones de matinée, era trapecista, porque lo colgábamos del
trapecio y ante el asombro del estimado público, lo hamacábamos rudamente,
mientras el inteligente felino no se soltaba ni loco del movedizo barral. En
cambio, en las funciones de la tarde, cuando la sombra de los árboles ya había
ganado todo el patio, el “Chal” se transformaba en el tigre de la malasia que
obedecía dócilmente las indicaciones del “domador y su mágico látigo”, elemento
especialmente diseñado para domesticar tigres de la malasia. El domador
preparaba el “látigo mágico” atando en su punta un pedazo de sabroso chorizo
colorado.
El “Chal”
culminaba su número cuando el domador lo ubicaba en el suelo y, entre sus
piernas, le mostraba sus brazos unidos en arco a la altura de la cintura con
sus manos entrelazadas y el gato, en lugar de huir como cualquier gato, optaba
por saltar ágilmente por sobre las manos del domador buscando acaso horizontes
más afines a su condición, sin agradecer los aplausos del público, que no comprendía
del todo las razones por las que el gato realizaba aquel salto. En realidad, seguro
que el gato tampoco las podría explicar.
En nuestro circo,
los trapecistas se convertían en personal de pista algunas veces o en payasos
otras; y, cuando el público era poco, también pasaban a ser parte del mismo,
porque sabíamos que un circo sin público no era un circo. Pero cuando les
llegaba el momento de la actuación, sacaban a relucir las lujosas lentejuelas
que siempre portaban en sus almas de artistas y subían a toda altura de la
carpa, tratando cuidadosamente de no romperse precisamente el alma.
El circo no tenía
carpa, de modo que “toda la altura de la carpa” era un modo de decir. De esa
manera, la tarea de nuestros trapecistas no era ni más ni menos riesgosa que la
del boletero o la del acomodador, pues “las alturas” las manejábamos con
criterio, para evitar lamentos por algún alma averiada.
Y porque nosotros
sabíamos que un circo sin público no era un circo, preparábamos palcos, plateas
y gallinero para comodidad del “estimado”, ofreciendo entradas a precios
populares: diez guitas al sol y veinte guitas a la sombra.
Así era nuestro
circo que aún atesora, desde allá lejos y hace mucho tiempo, el grato recuerdo
de un grupo de purretes jugando en aquel patio con olor a tamarindo y
eucaliptus, con gallinas en el fondo y la parva de pasto en el centro.
Aquel circo, guarda
nuestra historia entre los pliegues de una carpa que nunca existió, la misteriosa
vida de cada uno de sus ocupantes y el presentido derrotero de pintorescos carromatos
invisibles. Entonces hoy, vida transcurrida y recuerdo atesorado se juntan y
danzan al conjuro de una extraña música que suena en el fondo del tiempo.
En la función de
mañana, entre personal de pista, payasos, malabaristas, trapecistas, domadores
y el estimado público, allí estarán el Jorge, el Juanca, el Gallego, el Negro,
el Cacho, el Bocha, el Mario, el Fernando, el Horacio, el Chamigo, el Ronco, el
Coco, Alida, Rosa, Inés, el Chaca, Mabel, el Garufa, los Rossi, los Rasse, el Bubi,
el Rodo, el Gueley, Ester, el Martín, más todos los que seguramente estoy
olvidando, junto con el gato “Chal”.
Al finalizar la
función, última de la temporada, habrá desfile de la compañía.
Quedan todos
invitados.
(*) Este relato, cuando lo
escribí, fue publicado en el diario “Actualidad “de General Villegas el 5 de
junio de 1996; es decir, hace 23 años. Los sucesos que se narran ocurrían a
mediados de los años 50 y en el momento de su publicación tenían unos 40 años.
Hoy, los transcribo para volver a recordar.
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