Mónica Mancini
Era algo mayor para tener sus propios hijos. Sentía un gran vacío en su
vida y conservaba un enorme caudal de amor en su interior, que andaba dando
vueltas por ella, y que nunca encontró dónde o en quién depositarlo. Su soledad,
al alejarse de toda su familia natal, la del campo, la hizo una gringa fuerte… que
sabía lidiar con sus nostalgias y encarar la vida con decisión.
Será por todo eso que, cuando llegó su vecina con esa bebé recién nacida
en sus brazos y le pidió que la sostenga unos minutos, sintió que algo cambiaba
dentro de ella.
Anidar la niñita de solo unos días, calmar su llanto, la conmovió tanto,
que deseó no devolverla y retener esa sensación para siempre. Fue en ese momento
en que ambas construimos un lazo que nunca se deshizo.
Fue un bálsamo en mi vida.
Intentó instruirme en la fe, leyéndome la Biblia, inculcándome sus valores,
pero sobre todo tenía la capacidad de transmitirme ese amor maternal que
aprendió a descubrir a mi lado. Aún resuena en mí el rumor de su arrullo cuando
me cantaba para que me durmiera y tampoco se pierde en mi memoria el olor
especial que había en su casa cuando ella cocinaba, ni el de sus manos ávidas
por dar caricias.
Las tardes de lluvia, en su compañía, se transformaban en una aventura.
Nos sentábamos en el hall de su casa, ella en su sillón hamaca y yo en un
banquito de madera casero, y desde abajo la observaba y la escuchaba leer
historias que elegía cuidadosamente. Consideraba que no fueran tristes, para
que no me causaran daño.
Su lectura era casi infantil. Deletreaba y, a menudo, me costaba seguir
el hilo de la historia, pero eso era lo de menos, porque yo gozaba mucho de la
situación, del tiempo que ella me dedicaba y del trato que me daba. Usaba
algunas palabras de su dialecto para nombrarme y yo no las entendía, pero
sonaban como otra más de sus caricias.
Le encantaba peinarme y trenzar mi pelo, planchaba las cintas blancas de
mi uniforme, con infinito cuidado; luego, hacía los moños comparando que las
puntas quedaran simétricas, lustraba mis “siete vidas”, de manera que siempre
parecían nuevos, recortaba mi flequillo, forraba mis cuadernos con el azul
araña y escribía las etiquetas con una caligrafía dibujada. Se ocupaba de
preparar flores para que le llevara a mi maestra, deseaba que todos me
quisieran y me trataran bien, hablaba de mí como si fuera una niña superdotada,
realzando mis virtudes y negando totalmente mis defectos.
En su casa, había dispuesto de un cuarto especial para mí en el que no
había juguetes costosos, pero juntaba una colección de frasquitos y cajas, con
las que yo construía una granja similar a la del barrio; y ella era siempre la
clienta que me compraba ávida todo lo que yo vendía. En el otro extremo del
cuarto había instalado un pizarrón, con una prolija cajita con tizas de colores,
de las caras, de esas que te dejaban los dedos fucsias o azules; y, por
supuesto, ella era mi alumna, mutando según las circunstancias en la traviesa o
en la excelente.
De los innumerables momentos que compartimos, muchos están atesorados en
mi memoria, otros han ido desapareciendo, pero quedan las sensaciones, los olores,
los lugares que recorríamos juntas y el deseo, siempre presente, de parecerme a
ella.
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