lunes, 16 de junio de 2014

Casa de mujeres

Por María Elena Domenech

Había que estar a horario en la parada de la línea “E” para no perder el colectivo que desde la zona sur nos llevaba por distintas zonas de la ciudad hasta el barrio Echesortu donde yo cursaba el primer grado en una escuela de monjas. Era casi una expedición para mis cinco años y tardé en entender por qué mi mamá me había anotado en un colegio que quedaba tan pero tan lejos de casa.
De lunes a viernes, de marzo a diciembre se repetía el apuro por tener el guardapolvo con tablas y moño atrás, impecable, para subir a un transporte que la mayoría de las veces iba repleto de trabajadores, que anhelaban llegar a sus hogares para almorzar y descansar unas horas para retornar luego con el hastío en la mirada.
En mi caso y en el de mi mamá, a esa hora comenzaba nuestro trabajo: yo en la escuela y ella esperando cinco horas hasta mi salida para hacer el camino inverso en el mismo colectivo, que por repetición se convertiría en un ambiente familiar.
En esta rutina laboral, éramos dos las que subíamos pero bajábamos tres, porque a medio camino mi mamá se asomaba por donde podía y hacía una seña que significaba “estamos acá”. Entonces, Marga, que esperaba en una esquina a la hora convenida, se despedía de su madre y se unía a nosotras hasta llegar a la escuela, mundo desconocido y al principio atemorizante, donde la luz se traducía como pinturitas de colores y papel araña en los cuadernos. Así, durante dos años hasta que mi abuelo le cedió una casa a mi vieja y nos mudamos a la vuelta del colegio.
La “E” seguía pasando pero ahora con marga y su madre.
Con el tiempo, ella también se mudó y habitó una casa sobre mi misma calle, pero a 10 cuadras de distancia. A esa altura 9 de julio se levantaba orgullosa de su arquitectura, con sus casas alineadas, iguales, distinguidas ¡con balcones para serenatas!

Así, conocí a Margarita
Entre a su casa recién de adolescente, no sé por qué no antes, y allí me relacioné mucho con su familia.
El padre era viajante de una fábrica de calzado, por lo tanto permanecía mucho tiempo fuera de casa. Guardo la imagen de un hombre alto con unos ojos celestes clarísimos y semblante muy serio, que llegaba con un maletín y con muchas pilas de cajas de zapatos atadas que quedaban depositadas en una habitación que cumplía el rol de escritorio, oficina, depósito y lugar donde nos juntábamos a charlar con las amigas, siempre y cuando él no estuviera.
El espacio era reducido y las cajas apiladas trepaban las paredes, a veces mi imaginación volaba tanto que sentía un insoportable olor a pata sucia. De todos modos, me encantaba estar en esa casa.
Las tardes en el hogar de Marga eran muy cálidas. Su mamá, siempre con una sonrisa, mejillas rosadas, ojos chispeantes y cantando canciones españolas, nos preparaba una leche con bizcochos exquisitos que tomábamos en la gran mesa de la cocina, un ambiente amplio con mucha luz y con varios sectores: la máquina de coser siempre abierta y con alguna costura empezada en un rincón, los útiles escolares de las tres hermanas desordenados sobre una mesa pequeña al lado de un armario que guardaba libros y más libros; y el sector de la abuela, una española muy menuda, siempre vestida de luto que a mí me parecía centenaria pero que tuvo mucha vida por delante. Yo la veía como un adorno, no se movía de su sillón ni dejaba de escuchar la radio a pesar del bochinche de nuestras conversaciones. Las dos hermanas de Marga, menores que ella, siempre estaban compartiendo la gran mesa y contando anécdotas de la abuela y del loro.

Casa de mujeres era esa casa. Solo voces femeninas en su interior, solo llamados telefónicos de otras mujeres: primas, tías, amigas. Solo visitas de más amigas y un solo hombre, el padre, que rara vez estaba y se lo veía.
Solo mujeres para resolver y decidir, para poner resistencia y defenderse, como esa vez muchos años después en que tocaron el timbre y Marga, que se había tirado a descansar un rato ya que debía seguir preparando una materia para rendir en la facultad de Filosofía y Letras, se levantó intuyendo la noche que se venía junto a la noche y vio desde el balcón de su cuarto dos coches marca Ford Falcon. ¡Quién no asociaba esos coches siniestros con la desaparición y la muerte! ¡Oscura década de los 70! ¡Sangrienta e inolvidable década!

Mi amiga nunca fue una persona que se caracterizara por su agilidad o liviandad de cuerpo, todo lo contrario; pero en ese segundo supo que si no aprendía a volar se condenaba a desaparecer.
Un instante después había trepado y saltado el muro del patio de su casa y se perdería en la noche, mientras varias personas a los gritos y con atropellos destrozaban todo lo que podían.
Un puñado de mujeres abrazadas, sin defensa pero íntegras, observaban la escena.
El padre fue terminante: compró un billete de avión a Madrid, le armó un pequeño bolso y le puso unos pesos en el bolsillo de su abrigo.
Dos días después, estaba Marga, parada frente a la Plaza de Cibeles, con su bolso y su tapado, que apenas la protegía del frío madrileño, sin saber qué hacer ni dónde ir.
En mi madurez, cuando estuve en Madrid y en esa plaza, pude ver tu figura recortada en ese paisaje y me pregunté cómo hiciste para vencer el desamparo, para derrotar las nostalgias, para enfrentar otra sociedad estando tan sola, cruelmente sola amiga mía siendo tan pequeña.
La calle 9 de julio, hilo conductor de tantas idas y vueltas, se bifurcó para mí hacia la nada.

En Rosario, unos años más tarde, se casaba la más chica de las hermanas. Al tiempo, tuvo una hija, se separó y volvió a la casa materna... con otra mujer.

Todo el brillo de los ojos y la sonrisa de su madre, estaban presentes en Marga. Todo era dicho con la gracia bien administrada que transmitía la genética.
Salimos de la escuela primaria para seguir juntas la secundaria. Para ello, bastó dar dos pasos a la derecha y seguir bajo la misma tutela de la congregación que nos educaba. En ese momento empezaban a construir el nuevo edificio y nosotras fuimos ascendiendo de piso junto con los golpes de martillo y los obreros que se balanceaban en los andamios.
 Atravesamos nuestra adolescencia con muchas carcajadas. Marga me enseñó a reírme de mí misma, a ver lo ridículas que podíamos ser a veces y a encontrar divertidas ciertas situaciones dramáticas en las que nos involucrábamos.
En el colegio ella se sentaba delante de mí y cuando estábamos aburridas inventábamos historias. Nada quedaba escrito, todo era oral y espontáneo. Así nació entre otras, la historia del Cholo, un cuarentón con mentalidad infantil que no hacía nada y vivía explotando a su madre, cuatro huesos envueltos en un batón florido que ni nombre tenía porque siempre fue “la madre del Cholo”.
La que tenía una idea sobre la aventura de ese día, la disparaba y la otra la iba completando hasta armar escenas disparatadas que nos hacían reír hasta las lágrimas. Por primera, vez sentí las carcajadas de María Rosa, una flacucha muy tímida y silenciosa que sentada detrás de mí escuchaba algo de las aventuras del Cholo.
Desde siempre, Marga demostró devoción por los libros y la literatura, y en esa etapa del secundario era la única que brillaba en los análisis literarios, que yo odiaba porque no entendía ni el título de la tarea a realizar.
Por ejemplo, el análisis de “El Quijote” hizo que nos instalásemos con otras amigas en casa de Marga durante semanas enteras para completar el trabajo. Ella nos explicaba con gran generosidad.
Los vientos siguieron entrando en la casa de la calle 9 de julio, barriendo a veces y otras no tanto, las dificultades que cada día traía consigo.
La muerte del único hombre de la familia, sin la presencia de la mayor de las hijas, quebró por un tiempo la estructura hogareña, pero la resistencia matriarcal saltó las oscuras crestas de los miedos y la casa recobró el ritmo de las costuras y carcajadas.
La hermana del medio, ya separada y con tres hijas mujeres que criar, sumó su presencia a los cuartos de estar donde transcurría la vida de las hembras mayores, mientras que las menores corrían entre rodajas de pan con dulce de leche y cuadernos con tareas escolares.
Marga, en Madrid, terminó su carrera universitaria y trabajó en distintas redacciones como administrativa.
No sentía rencor por las circunstancias que habían decidido su destino ni por su padre, pero al morir éste se sintió desprotegida como nunca.
En un momento de su vida sintió que era hora de hacer algo que tuviera su sello, entonces organizó y puso en marcha un diario barrial.
Esto le llevaba mucho esfuerzo, pero también ocupó el tiempo que no ocupaban los hombres. Tuvo muchas relaciones pasajeras y algunas estables con personas en las que se recostaba con una entrega ingenua, regalando su mejor vuelo de mujer apasionada: pero siempre terminaba mal, agotada en su propio fracaso.
Estaba sola igual que todas las mujeres de su familia y alguna noche se preguntó quién había decidido que esto fuera así.
Pasaron varios años durante los cuales no hubo un solo día en que, a la distancia, no se fundieran en un abrazo las alegrías con los dolores.
La casa de Rosario albergaba cuatro generaciones de mujeres que en algún momento de sus vidas habían quedado a cargo de las crías y la casa de Madrid retenía a una mujer que, por más que se esforzara, no podía contener las ganas de volver con su familia.
Cada casa era la fortaleza en el día y la debilidad en las noches, cuando los silencios se hacen tan fuertes que es necesario romperlos con el pensamiento para no sucumbir ante ellos. Cada mujer era un mundo de recuerdos y proyectos que dejaban instalada la mayor de las incertidumbres
Tantos fueron los destellos como las sombras que cubrían el alma, tantas las ganas de alcanzar como la resignación a lo inalcanzable, simple vida que sólo sumaba días, que templaron el carácter de la soledad: mezcla de abandono, intolerancia y melancolía.
¿Cuándo se apagaron tus carcajadas, Marga? ¿Cuándo perdiste el sentido del humor? ¿Cuándo decidiste que ya no importaba recuperarlos?
Marga volvió con el tiempo a cuestas y en el regreso se encontró con que debía enfrentar otros tiempos: los del desarraigo. Lo que añoraba ya no existía. De sus veinte años nadie se acordaba, sus espacios estaban ocupados por otras figuras irreconocibles; había que empezar de nuevo y eso le resultó tan difícil como el día en que había tenido que partir.
Para contener tanta fragilidad estaba la casa de las mujeres y cada noche se escuchaba una canción de cuna que escapaba a través de las puertas del balcón.
Ya no somos las de entonces ni pretendemos serlo con las décadas sumadas en nuestras vidas. El destino falló a favor y en contra de cada una de nosotras. Marga sigue junto a sus mujeres y yo tengo una familia propia, pero ni tiempo ni distancia ni pareceres diferentes, empequeñecieron nuestra amistad



9 comentarios:

  1. María Elena qué historia llena de circunstancias vividas y sufridas en nuestro país!!! Me dieron muchas ganas de conocer a Marga y de abrazarla...Me gustó mucho tu relato.Gracias
    Elena Risso

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    1. Muchas gracias a vos, sobre todo por querer conocer a Marga!

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  2. María Elena qué bién ensamblado tu relato, muy buenas metáforas y tanto tiempo transcurrido y resumido con tantos matices. Me gusta como escribís y ese poder de síntesis conteniendo tanta realidad y poesía. Gracias. CARMEN G.

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    1. Muchas gracias a todos por los comentarios. Me hace bien saber que les ha gustado.
      Ma. Elena

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  3. He quedado impresionado por esta historia de coraje, la cantidad de matices con que la relatas, desde aquella niñez tan feliz que fuera rota por la locura y la intolerancia hasta el regreso donde solo queda tratar de olvidar y volver a comenzar...
    Tu prosa, excelente...

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    1. Gracias Luis, siempre admiré el coraje de las personas que a pesar de las caídas se levantan y siguen aunque tengan que cargar pesadas mochilas toda la vida.

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  4. Como narración me pareció muy, pero muy buena. Afectivamente me dejó mucha tristeza. Cariños.

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    1. Gracias Ana María. Es una historia de risas y amarguras y veo que te ha llegado profundamente.

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  5. He disfrutado del relato, pero más que nada del lenguaje lleno de imágenes tan sugerentes. Me han quedado grabadas "hastío en la mirada", "la luz se traducía como pinturitas de colores y papel araña", "Yo la veía como un adorno", "intuyendo la noche que se venía junto a la noche"... Hay otras, pero no quiero copiar acá tu texto.
    Cariños
    Susana Olivera

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