miércoles, 4 de junio de 2014

Trabajo en equipo (Una tarde de domingo)

Por Susana O.

Domingo. Silencioso. Quieto. Nadie en la calle ni en la plaza San Martín, excepto los chicos que nos reuníamos allí después de almorzar. Un día de principios de otoño, cálido, sin viento, con las primeras hojas amarillas de los plátanos alfombrando las veredas…
Mamá y las tías ya habían tomado el té. El té de los domingos en casa de la abuela. Té con scones bañados en azucarado de limón, natillas, pastelitos rellenos de crema…
Mis hermanos y yo acabábamos de regresar de jugar en la plaza con nuestras bicicletas, mi hermano menor con la pelota, y habíamos entrado el cochecito con el bebé para que mamá lo cambiara y le diera la mamadera. Rojos de excitación y de calor, contando cómo habíamos ganado la mayoría de las carreras y los goles apuntados por mi hermano. Nuestros pequeños grandes éxitos.
—¿Qué hay para comer, abuela?
—Ya está la leche… Sírvanse. Hay montones de cosas ricas que hizo tía Agueda y que a ustedes les encantan.
—Yo quiero empezar con pan y manteca con azuquita arriba…
—Y yo…
—Y yo…
—Bueno, ahora traigo pan. ¿Lo quieren tostado?
—No. Cortadito en rodajas, abuela.

Diálogos del pasado. Ecos sonoros de la infancia. Mis hermanos y yo, la única mujer. La única que jugaba a la pelota, andaba en bicicleta y sabía ganar las carreras, que jugaba a las bolitas y al “Rango y Mida” con los varones, que trepaba al Monumento del General San Martín y que corría a esconderse en tropilla detrás de los árboles cuando venía el guardián.
La abuela. La casa de la abuela. Tan grande. Con los patios profundos y brillantes, con las tinajas, con el gallinero al fondo, con la plaza enfrente para jugar mientras las tías y mamá conversaban y adelantaban en el estor.
—Mirá cómo te has puesto el vestido, nena. Está todo lleno de tierra y le arrancaste el ruedo. Y mirate las rodillas, están negras. ¡Y los zapatos! Te fuiste a la plaza con los zapatos de la escuela…
—Después me baño, mamá.
—Andá a lavarte las manos antes de tomar la leche y apurate que tenés que ayudarnos.
—¡No! ¿Otra vez? No me gusta hacer labores, no las sé hacer, me aburren.
—No me importa. Te quiero acá enseguida

Se reunían en el comedor, porque la mesa era grande y cabía todo el estor estirado. Allí participaban todas las tías. Hasta Palmira que vivía en Roldán y le costaba acercarse, si el tío Juan no la traía en auto. Además, estaban las chicas, sus dos hijas adolescentes que se aburrían con nosotros y preferían quedarse para salir con sus amigos.
La abuela quería cambiar las cortinas del comedor y la sala. Así que dedicaban la tarde del domingo para charlar, contarse anécdotas de las escuelas donde trabajaban y adelantar en el estor.
Habían calcado los dibujos en papel manteca –complicados arabescos diseñados por Isabel– y habían pegado los pedazos de manera que era algo enorme, del tamaño de una ventana. Cada una se ubicaba en una esquina y completaba el dibujo. Había de todo: trencilla tejida al crochet, frivolité para unir las volteretas de la trencilla, puntillas y encajes hechos también al crochet.
—¿Qué me toca acá, Agueda?
—El abaniquito de siete varetas, Isabel… Te conviene hacerlos aparta y después levantarle los puntos.
—Ahora que decís levantarle los puntos, Agueda… ¿me llevaste las medias que te separé para levantarle los puntos que se habían corrido?
—Sí, María Ignacia… Solo que van a estar para el martes o miércoles de la semana que viene. Por eso, no te las dejé en tus cajones.
—Seguro no las llevaste a Garmón, porque allí te las hacen de un día para el otro.
—Y no… no llegué hasta allí. Las llevé a la tiendita de Dorrego y Rioja.
—¡Agueda! Es un par de cuadras más…
—Tenía que hacer las compras y amasar los ravioles para hoy…

—¡Nena!
—Sí, mamá… Ya voy. Estoy con los chicos jugando con los trompos. No puedo hacer bailar el mío de púa, siempre me queda de cabeza… Estamos en el patio de las tinajas.
—Bueno, vení que acá te estamos esperando…
—¿Para qué, mamá? Yo no sé hacer encaje al bolillo. No me gusta. ¿Por qué no vienen también Chichina y Cuky para ayudar con el estor? Ellas pueden quedarse en Roldán con sus amigos y hacer lo que quieran… Yo quiero jugar en el patio.
—Ellas son grandes y además están estudiando. No hacen lo que quieren. Ah, Agueda, se me acabó el hilo. ¿Me alcanzarías otro ovillo? ¿Dónde los pusiste?
—Está todo en el musiquero. Saqué las piezas de música y las puse en el bargueño.
—Pero Agueda. El musiquero está en la sala junto al piano. Fijate, si queremos sacar las piezas de música, tendremos que venir al comedor donde está el bargueño. Y ahora hay que ir a la sala a buscar los ovillos.
—Bueno, no hay problema, voy yo, Palmira.
—Cuando tengás un momentito libre volvé a llevar las piezas de música al musiquero…
—Bueno, esta noche antes de acostarme lo hago… Me pareció más cómodo el musiquero, más grande, además con los estantes… A veces también sacamos la mesa al patio y trabajamos allí. La puerta de la sala da al patio.
—Ahora que viene el frío no lo vamos a hacer.


El bargueño, el musiquero. Los muebles de la casa de la abuela. Ambos eran preciosos muebles tallados en madera…

5 comentarios:

  1. Demasiado triste la vida de Agueda. Cuánta resignación y entrega!

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  2. Siempre me dio mucho dolor esa vida desperdiciada. ¿Habrá sido desperdiciada para ella? Creo que era feliz con su familia.
    Gracias por leer mis escritos, Ana María
    Susana Olivera

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  3. Susana, creo que en esa época en todas las familias había una tía Agueda. Además creo que eran felices por el rol que cumplían.

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    1. Estoy de acuerdo con que ella fue feliz... Tal vez seamos nosotras, mujeres de este siglo, que nos duele esa vida desperdiciada, perdida en recetas de cocina, mandados y limpieza- y nada más... No escribía - como lo hago yo- historias nostalgiosas!!!
      Cariños
      Susana Olivera
      Susana Olivera

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  4. Y continuas con la saga de las tías, dibujando en cada párrafo una época y costumbres inentendibles en la actualidad.

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