Por Susana O.
Domingo. Silencioso. Quieto.
Nadie en la calle ni en la plaza San Martín, excepto los chicos que nos
reuníamos allí después de almorzar. Un día de principios de otoño, cálido, sin
viento, con las primeras hojas amarillas de los plátanos alfombrando las
veredas…
Mamá y las tías ya habían tomado
el té. El té de los domingos en casa de la abuela. Té con scones bañados en
azucarado de limón, natillas, pastelitos rellenos de crema…
Mis hermanos y yo acabábamos de
regresar de jugar en la plaza con nuestras bicicletas, mi hermano menor con la
pelota, y habíamos entrado el cochecito con el bebé para que mamá lo cambiara y
le diera la mamadera. Rojos de excitación y de calor, contando cómo habíamos
ganado la mayoría de las carreras y los goles apuntados por mi hermano.
Nuestros pequeños grandes éxitos.
—¿Qué hay para comer, abuela?
—Ya está la leche… Sírvanse. Hay
montones de cosas ricas que hizo tía Agueda y que a ustedes les encantan.
—Yo quiero empezar con pan y
manteca con azuquita arriba…
—Y yo…
—Y yo…
—Bueno, ahora traigo pan. ¿Lo
quieren tostado?
—No. Cortadito en rodajas,
abuela.
Diálogos del pasado. Ecos sonoros
de la infancia. Mis hermanos y yo, la única mujer. La única que jugaba a la
pelota, andaba en bicicleta y sabía ganar las carreras, que jugaba a las
bolitas y al “Rango y Mida” con los varones, que trepaba al Monumento del
General San Martín y que corría a esconderse en tropilla detrás de los árboles
cuando venía el guardián.
La abuela. La casa de la abuela.
Tan grande. Con los patios profundos y brillantes, con las tinajas, con el
gallinero al fondo, con la plaza enfrente para jugar mientras las tías y mamá
conversaban y adelantaban en el estor.
—Mirá cómo te has puesto el
vestido, nena. Está todo lleno de tierra y le arrancaste el ruedo. Y mirate las
rodillas, están negras. ¡Y los zapatos! Te fuiste a la plaza con los zapatos de
la escuela…
—Después me baño, mamá.
—Andá a lavarte las manos antes
de tomar la leche y apurate que tenés que ayudarnos.
—¡No! ¿Otra vez? No me gusta
hacer labores, no las sé hacer, me aburren.
—No me importa. Te quiero acá
enseguida
Se reunían en el comedor, porque
la mesa era grande y cabía todo el estor estirado. Allí participaban todas las
tías. Hasta Palmira que vivía en Roldán y le costaba acercarse, si el tío Juan
no la traía en auto. Además, estaban las chicas, sus dos hijas adolescentes que
se aburrían con nosotros y preferían quedarse para salir con sus amigos.
La abuela quería cambiar las
cortinas del comedor y la sala. Así que dedicaban la tarde del domingo para
charlar, contarse anécdotas de las escuelas donde trabajaban y adelantar en el
estor.
Habían calcado los dibujos en
papel manteca –complicados arabescos diseñados por Isabel– y habían pegado los
pedazos de manera que era algo enorme, del tamaño de una ventana. Cada una se
ubicaba en una esquina y completaba el dibujo. Había de todo: trencilla tejida
al crochet, frivolité para unir las
volteretas de la trencilla, puntillas y encajes hechos también al crochet.
—¿Qué me toca acá, Agueda?
—El abaniquito de siete varetas,
Isabel… Te conviene hacerlos aparta y después levantarle los puntos.
—Ahora que decís levantarle los
puntos, Agueda… ¿me llevaste las medias que te separé para levantarle los
puntos que se habían corrido?
—Sí, María Ignacia… Solo que van
a estar para el martes o miércoles de la semana que viene. Por eso, no te las
dejé en tus cajones.
—Seguro no las llevaste a Garmón,
porque allí te las hacen de un día para el otro.
—Y no… no llegué hasta allí. Las
llevé a la tiendita de Dorrego y Rioja.
—¡Agueda! Es un par de cuadras
más…
—Tenía que hacer las compras y
amasar los ravioles para hoy…
—¡Nena!
—Sí, mamá… Ya voy. Estoy con los
chicos jugando con los trompos. No puedo hacer bailar el mío de púa, siempre me
queda de cabeza… Estamos en el patio de las tinajas.
—Bueno, vení que acá te estamos
esperando…
—¿Para qué, mamá? Yo no sé hacer
encaje al bolillo. No me gusta. ¿Por qué no vienen también Chichina y Cuky para
ayudar con el estor? Ellas pueden quedarse en Roldán con sus amigos y hacer lo
que quieran… Yo quiero jugar en el patio.
—Ellas son grandes y además están
estudiando. No hacen lo que quieren. Ah, Agueda, se me acabó el hilo. ¿Me
alcanzarías otro ovillo? ¿Dónde los pusiste?
—Está todo en el musiquero. Saqué
las piezas de música y las puse en el bargueño.
—Pero Agueda. El musiquero está
en la sala junto al piano. Fijate, si queremos sacar las piezas de música, tendremos
que venir al comedor donde está el bargueño. Y ahora hay que ir a la sala a buscar
los ovillos.
—Bueno, no hay problema, voy yo,
Palmira.
—Cuando tengás un momentito libre
volvé a llevar las piezas de música al musiquero…
—Bueno, esta noche antes de
acostarme lo hago… Me pareció más cómodo el musiquero, más grande, además con
los estantes… A veces también sacamos la mesa al patio y trabajamos allí. La
puerta de la sala da al patio.
—Ahora que viene el frío no lo
vamos a hacer.
El bargueño, el musiquero. Los
muebles de la casa de la abuela. Ambos eran preciosos muebles tallados en madera…
Demasiado triste la vida de Agueda. Cuánta resignación y entrega!
ResponderEliminarSiempre me dio mucho dolor esa vida desperdiciada. ¿Habrá sido desperdiciada para ella? Creo que era feliz con su familia.
ResponderEliminarGracias por leer mis escritos, Ana María
Susana Olivera
Susana, creo que en esa época en todas las familias había una tía Agueda. Además creo que eran felices por el rol que cumplían.
ResponderEliminarEstoy de acuerdo con que ella fue feliz... Tal vez seamos nosotras, mujeres de este siglo, que nos duele esa vida desperdiciada, perdida en recetas de cocina, mandados y limpieza- y nada más... No escribía - como lo hago yo- historias nostalgiosas!!!
EliminarCariños
Susana Olivera
Susana Olivera
Y continuas con la saga de las tías, dibujando en cada párrafo una época y costumbres inentendibles en la actualidad.
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