domingo, 19 de junio de 2022

Censista



Hugo Longhi



La ley marca que los censos se deben hacer una vez cada década y, por lo general, en años “redondos”; es decir, aquellos terminados en cero.

No siempre esto es posible de cumplir, pero ese octubre de 1980 parecía que sí. Todo iba bien encaminado y yo me aprestaba a vivir mi segundo censo como simple encuestado.

Faltando más o menos una semana para la fecha indicada, los organizadores del evento se dieron cuenta de que les faltaba gente para ir a recorrer hogares y recoger los datos pertinentes. Con la desprolijidad que caracterizaba a los gobiernos militares, decidieron de apuro y arrebatadamente. Incorporarían personas como fuese y apuntaron a ciertas empresas, entre ellas, adonde yo trabajaba.

Y la compañía no se iba a negar a colaborar con el gobierno. Rápidamente se dispuso a recolectar voluntarios. Por aquel entonces, ser censista era una carga pública y no rentada.

Apuntaron a los más jóvenes. El argumento fue que éramos los más hábiles para desarrollar esa tarea. Obvio que la realidad era que al ser los más novatos fuimos más dóciles para ser manejados.

Y seguro que ya adivinaron: la barita mágica me tocó. Vaya alegría. De quedarme tranquilamente en casa esperando, me tocaría recorrer algún barrio dudoso y ejercer una tarea desconocida.

Fue así como el gerente técnico me hizo llamar y con palabras muy de ocasión me comunicó que había tenido el orgullo de ser designado como censista-encuestador. Todo un título. Era la primera vez que pisaba esa insigne oficina y me retiré deseando que fuera la última.

Por aquel entonces yo contaba con juveniles 22 años, cumplidos apenas días antes, y vivía en Granadero Baigorria. Ni el argumento de que todo me quedaría lejos importó. Yo era uno de los apuntados y no habría tachaduras ni enmiendas.

Recuerdo que esa tarde volví a casa al anochecer y casi ni quise saludar a mis padres, tal mi pésimo humor. Mi mamá, que me conocía demasiado, me dejó correr. Pronto se me pasaría, pensó. Pero la bronca no iba a ir tan rápido. Apenas les conté la buena nueva comprendieron. Enseguida, intentaron levantarme el ánimo diciendo cosas como que no era nada tan grave, que iba a ser rápido, que seguro me iban a auxiliar. En fin, nada servía. Para mí, era como un castigo. Ineludible, para colmo. E injusto.

Debido al escaso tiempo solo pude concurrir a dos jornadas de entrenamiento en las que una docente, de muy pocas pulgas, nos dio las instrucciones básicas. Con los compañeros que corrieron la misma suerte que yo, nos mirábamos sin entender demasiado, pero esa especie de maestra-sargento no lucía con mucho ánimo de responder preguntas, así que acordamos que lo que no entendíamos lo haríamos como sea.

En ese entrenamiento, nos enteramos de que el barrio a visitar sería Acindar. Bueno, creo que era Acindar, pasando 27 de febrero hacia el sur yo soy un desastre. Digamos que era esa zona de Ovidio Lagos y Jorge Cura, donde hay muchas calles en diagonales.

Los días previos fueron de mucha lluvia por lo que las calles lucían anegadas y hasta embarradas en algunos casos. Por suerte, ese miércoles 22 de octubre hizo buen clima, fresco pero sin chaparrones y fue una excepción, porque las precipitaciones continuaron en las jornadas siguientes.

Salí super temprano de casa. Portaba una credencial que me habilitaba a viajar gratis en colectivo ese día. Llegué a eso de las ocho de la mañana a un punto que estaba convenido. Allí, la maestra-sargento nos entregaría las planillas, lápices, goma de borrar y una cantidad equis de calcomanías que deberíamos pegar en la puerta del domicilio censado como elemento probatorio. ¿Se acuerdan del logo del lapicito? Decía “Yo participé”.

Me tocó una media manzana y, tratando de no perderme en esa jauría de diagonales novedosas para mí, comencé mi labor. Me paré frente a la primera puerta, respiré hondo y toqué timbre. Tardaron algo en abrirme por lo temprano pero la pareja, un matrimonio de edad mediana, me atendió bien. Respondieron con prontitud y justeza a mis consultas y hasta me ofrecieron un café. Eso me dio confianza. A la segunda puerta ya tuve menos miedo.

Y fue así como llegando poco más allá del mediodía ya estaba concluyendo. Pasó un poco de todo. Desde familias que ya tenían la mesa lista para almorzar y tuve que apoyar mis planillas en un florero, chicos que querían la calcomanía para tenerla de recuerdo, una señora separada que me hablaba pestes de su ex, hasta un señor que se enojó feo y me amenazó porque no quería que le censara un terreno baldío. Decía que yo era de la DGI -hoy Afip- y que le iban a cobrar impuestos. Resolví darle la razón para que se fuera con sus amenazas a otra parte; pero luego, ya lejos del peligro, al terreno lo incluí como correspondía. Estaba decidido a cumplir mi misión al pie de la letra.

Solo me quedaba volver al puesto base y entregar la papelería a la sargento que, por primera vez, me dedicó una sonrisa de agradecimiento. Fui de los primeros en terminar y por suerte no me dieron más hogares que censar. Me retiré caminando hacia Ovidio Lagos. La compañía donde trabajaba había designado a un compañero para abastecernos de un sándwich y una gaseosa a modo de premio por colaborar con la patria.

El resto fue exhibir una vez más mi credencial para que el chofer no corte boleto y llegar a Baigorria a eso de las quince, donde mi mamá, ansiosa, me esperaba para llenarme de preguntas. A diferencia de aquella noche, mi talante era tranquilo y hasta de buen humor. Al fin y al cabo, ser censista no había sido tan difícil y hasta alcanzaría para guardar anécdotas como las que humildemente traté de reflejar aquí.

3 comentarios:

  1. Como para no asustarse y enojarse cuando te eligen para una tarea no deseada! Pero supiste sacarle satisfacción a la experiencia. Mb.

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  2. Soy Gloria De Bernardi la del 1er comentario.

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