domingo, 19 de junio de 2022

Mi barrio y los vecinos. ¿Con ojos de niña?



María Cristina Piñol



Elijo rememorarlos con los ojos del alma, porque estos nunca envejecen ni guardan los recuerdos como un simple álbum de fotografías reflejando solo un momento. Son ojos que los atesoran completos sumándoles a las imágenes las palabras, los aromas, las caricias, el frío y el calor, lo dulce y lo amargo, lo bueno y lo malo.

Así, con esos ojos de mirada vasta y clara veo a Doña Clementa, parada firme en el umbral de su puerta, muy atenta a todo lo que ocurre y la escucho saludando calurosamente a una vecina: “¡Buen día Doña Concepción! ¿Viene de la verdulería?”. (Es muy obvio porque la señora trae una bolsa llena de papas, lechuga y tomates). Y, casi sin dejarla responder arremete con la frase mágica: “¿Se enteró de lo que le pasó al Sr. de la esquina?”. Y comienzan, entonces, una larga conversación sobre un hecho que contiene partes de verdad y otras no tanto. Los vecinos la llaman cariñosamente “El Repórter Esso”, como el nombre de un noticiero de radio y televisión patrocinado por la petrolera que, según se dice, propaga las más jugosas noticias de último momento.

Domingo por la mañana, pasa el diariero repartiendo La Capital al grito de: “¡Diario, diariero!”. Los hombres de la cuadra salen a recibirlo y algunos se quedan en la puerta leyendo los titulares y ojeándolo apenas lo suficiente para que surja entre ellos una charla sobre algún hecho trascendente publicado, o sobre el partido que se jugará por la tarde o de las carreras de autos. Don Costa tiene el mate en la mano y, ahí nomás, de parados, se arma un encuentro entre mate y mate que ya es tradición de estas mañanas soleadas, relajadas y sin tiempos.

También ese día se lavan y arreglan los autos. Mi papá, Nicola y Don Armando se abocan a estas tareas y es común que entre ellos se intercambien herramientas, conocimientos, y quizás alguno ponga manos expertas en el motor de los coches de los otros.

Doña Pancha, señora regordeta y muy alta se dedica este día a arreglar el jardín del frente de su casa, y cuando termina la tarea, reparte entre las vecinas ramitos de rosas y margaritas que va armando mientras las corta.

Por algunas ventanas comienzan a filtrarse aromas deliciosos de salsas y de tortas. Todos sabemos desde que cocina proviene cada uno. En cuanto se asoma Doña Eloísa, alguien le pregunta, -¿Qué tal quedó hoy la torta? ¿La hizo con la receta de Doña Petrona que me comentó el otro día? El olorcito a salsa se cuela desde la casa de mi amiga Betty, su papá es el experto en boloñesa con vino tinto, inconfundible, seguro voy a recordarlo por siempre.

Como ya saben, vivo en una cortada en el Barrio de Pichincha. Todas son casas unifamiliares, solo hay un par de pasillos con dos departamentos cada uno, y eso contribuye a que nos conozcamos todos y no solo “de vista”. Sabemos, por ejemplo, donde y de qué trabaja cada vecino.

Mi amiga Cristina vive justo enfrente de mi casa. En la planta baja habitan sus abuelos, Don Juan, que es sordo y usa un audífono y Doña Concepción, una gallega menudita que es la imagen de la “abuelita de los cuentos” pero con un genio terrible. En la planta alta vive ella, mi amiga, con sus padres, Doña Margarita y Ricardo. El papá es guarda en el tranvía y su mamá trabaja desde su casa para Caille y Vola, la gran imprenta rosarina situada en Moreno y Weelwhright. Su trabajo consiste en armar y pegar las cajas que le envían.

Esta es mi segunda casa en el barrio. Hay tantas cosas para ver y hacer que me paso horas en ella. Su abuelo tiene en la terraza un palomar, cría y adiestra palomas mensajeras. Es todo un tema el cuidado, la limpieza y el alimento. Comen maíz pisado y, de tanto en tanto, dependiendo el humor del abuelo, nos permite arrojarles los granos a las palomas. Don Juan participa en torneos y tiene muchísimos trofeos que exhibe con orgullo en una vitrina de su living. Me fascina ver como les pone los anillos en las patitas. También en el jardín trasero tienen gallinas ponedoras. Pero “la magia” está en el garaje devenido en espacio de trabajo. Allí, se pliegan, pegan y embalan sobre una gran mesa las cajas que manda la imprenta y todo se hace manualmente. Entre algunas de esas cajas están las de “Píldoras Radicura” que son las más pequeñas y mi amiga y yo las podemos armar, otras de Aros de pistón Perfect Circle y las enormes, coloridas y brillantes cajas de presentes navideños. Durante las horas de trabajo la compañía para todos es la radio, donde se va intercalando música con noticias, aunque lo más importante son las radionovelas. A esa hora, tomamos la chocolatada con galletitas “Lincoln” o “Manón” y en el más absoluto silencio seguimos las voces de la radio.

Otra de mis casas favoritas es la de mi amiga Estela. Su mamá y su papá trabajan todo el día, y ella y su hermana quedan al cuidado de su abuelo, Don Antonio, que nos atiende y mima a las tres como reinas. Un día nos hace jugos con las naranjas que corta de su jardín, otro chocolate caliente y en primavera, cuando su planta de moras da los frutos, nos prepara unos licuados espectaculares y mermeladas exquisitas.

Así son mis vecinos y sus casas de “puertas abiertas” y esto dicho en modo literal, ya que en su mayoría tienen zaguanes cuyas puertas se abren por la mañana y se cierran por las noches y hasta la cancel queda sin llave.

Están todos presentes y dispuestos a colaborar, ya sea para darte por ejemplo, una taza de azúcar, prestarte una herramienta, arremangarse y dar una mano para algún arreglo en tu casa, cuidar de cualquiera de los hijos de los otros, correr en busca de un médico o hasta facilitarte un medicamento. Claro que también nos pueden ir a buscar a la escuela si hace falta. Entre todos nos cuidan a los niños cuando jugamos en la calle y, más de una vez, nos curan alguna herida producto de una travesura mientras avisan a nuestros papás.

También es bastante común que varios nos ayuden en las tareas escolares, siempre hay algún papá o mamá que es más ducho que otros en Matemática, Lengua o Geografía, o en alguna manualidad, sea bordado o carpintería; y ahí están para darnos una “clase”, entre ellos también mis padres que siempre tienen algún alumnito en casa.

También pasan cosas tristes, a veces alguno muere y los velatorios se hacen en las casas que se colman de gente y de mucho dolor. Cuando eso sucede la cuadra queda vacía y muda en respeto hacia los que sufrieron la pérdida. Los niños no podemos salir a hacer “de las nuestras” a la vereda, los adultos acompañan siempre a los deudos y, por supuesto, si en ese hogar hay niños y no tienen con quien dejarlos son acogidos, reconfortados y cuidados por los vecinos.

Quizás, quienes no hayan tenido la suerte de criarse y crecer en un entorno como este que les cuento no comprendan, tengan dudas y no valoren este vínculo especial, sano, limpio y solidario entre vecinos.

Cierro ya mis ojos del alma y con los otros miro el hoy.

Nada es igual, ni aún en “mi cortada”, a pesar de que varios de los que vivimos somos nacidos y criados en ella.

Las casas unifamiliares de a poco van siendo reemplazadas por edificios dentro del ejido urbano, y se triplica así la población en cada barrio y al mismo tiempo se deshumanizan las relaciones vecinales. Un consorcio puede albergar a 50 o 60 personas en 10 departamentos, si hablamos de uno pequeño, pero a su vez esas personas, esos vecinos tienen su vida atada a un reglamento de copropiedad que rige todos sus pasos. Muchos de ellos solo se cruzan en un ascensor y con un simple “buenos días” tienen cumplida la relación con su vecino. Los caños, desagües, muros y espacios comunes suelen ser motivos de grandes disputas en tormentosas asambleas; las denuncias de ruidos molestos, de basuras, de expensas y todo lo relacionado con la seguridad son temas que lejos de unir en comunidad aumentan los puntos de conflicto y desunen aún más. La desconfianza y la despersonalización sin dudas minan las relaciones.

Invito a mirar el pasado y a nuestros recuerdos con los ojos del alma. No tiñamos el ayer con los miedos o prejuicios del hoy, es inútil.

Que no seamos hoy lo que éramos ayer, solamente nos muestra que hemos cambiado; más no le quita a nuestro pasado ni valor ni respeto.

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