domingo, 19 de junio de 2022

El barrio



Marisa Orlandi



El barrio en los años 70 era otro universo en Rosario, zona sur, a una cuadra del Hospital Español y otra de Avenida San Martin, zona de comercios y gran actividad económica, y casas donde vivían las familias de los mismos comerciantes. El hogar era el barrio y el barrio eran los vecinos y el sentido de comunidad, de pertenencia. Los chicos eran hijos de esos padres que trabajaban en esos negocios y se conocían entre todos y nos conocíamos y teníamos edades similares y nos dejaban juntarnos a jugar. Crecer en el barrio tenía ese sabor a simpleza, a algo servido en la palma de la mano, natural y seguro. Como la infancia.

Y luego, el tiempo. De un año a otro, de un día a otro, de un momento a otro, la pubertad. Y la realidad distorsionada como en un espejo curvo, y ya nadie sabía dónde ubicarse, qué pasaba con el cuerpo, si los juegos infantiles eran válidos, se escuchan comentarios irrisorios de adultos que no se entendían, las miradas pesaban, la ropa parecía inapropiada, el constante sentido del ridículo.

En el grupo de chicos del barrio teníamos casi todos la misma edad, con pocos años de diferencia.

Estaba, siempre estuvo, ese chico de ojos azules que todo el mundo en el barrio sabía que nos gustábamos, pero nunca se animó a decirme nada. Crecimos juntos. Era un año mayor que yo. Una tardecita festejó su cumpleaños numero 12 con una reunión en el patio de su casa, con todos los chicos y las chicas del barrio invitados. Los más grandes pusieron música y él, como era el cumpleañero, bailó con todas las chicas una canción.

Yo nunca había bailado con un chico antes. No era algo que siquiera estuviese en mis pensamientos. Para mí, era la primera vez que veía bailar en pareja. Lentos, en aquellos tiempos en que se bailaba música lenta. Recuerdo con claridad el momento en que extendió su mano hacia mí y pensé que era mi turno. No sabía lo que estaba haciendo y con total naturalidad lo tomé con ambos brazos por la cintura. Bailamos una canción completa. Él nunca dijo una sola palabra. Era un muchacho sencillo, respetuoso y bastante tímido. Mientras bailábamos, veía a las chicas más grandes reír y hacer comentarios entre ellas y hacerme señas a mí: no tenía idea de qué pasaba. Terminada la canción y mi primera experiencia en la vida de bailar con un chico, regresé a mi lugar. Y las chicas me explicaron el supuesto papelón que había hecho. No saber tiene un peso particular, nadie me explicó, pensé. Caí en la cuenta como un rayo que llevaba puesto mi hermoso vestido blanco con florcitas y bolados, vestido de niña. Fue el momento en que lo entendí. Amaba ese vestido como todo lo que representaba y abruptamente había sido puesto en cuestión. Me encontré en la encrucijada, la de esa edad de la historia, donde hay que tomar decisiones y siempre algo se pierde para que algo nuevo arribe. No me pesó haber hecho el ridículo, no era relevante. Era el vestido, lo inexorable de su destino y lo desconocido, aun por descubrir. Y por supuesto, el chico de ojos azules, con quien bailé por primera vez.

2 comentarios:

  1. Que relato tan tierno.

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  2. Soy Gloria De Bernardi la del comentario. No me había fijado en anónimo.

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