domingo, 19 de junio de 2022

En la calle Chacabuco

 Gladys Fernandez

La casa donde viví hasta mis nueve años no desentonaba en la cuadra. Todas eran esos clásicos chalecitos de techos de tejas y detalles de la piedra, que durante decenios fue la marca identitaria de la arquitectura marplatense.

En el fondo tenía un ciruelo enorme que alternativamente me sirvió de casa de los Robinson, palo mayor del barco pirata, morada de Tarzán, nave espacial del Señor Spock. También un galponcito guarda tutti, donde podíamos jugar cuando hacía frío.

A dos casas de la mía vivía el Colo, hijo único de mamá miedosa, que aprovechaba toda oportunidad de escape a la vereda.

Enfrente Juan José y Graciela, pasando el patio había un enorme galpón donde fabricaban almohadas. Para rellenarlas usaban copos de goma espuma, que estaban en una especie de corral y formaban una enorme montaña a nuestros ojos de niños. Cuando el galpón quedaba solo, nos subíamos a una escalera que usábamos de trampolín para zambullirnos en tan mullido mar de copos.

Mi hermana mayor trajo un pequeño disco que nos enloqueció para siempre, eran Los Beatles y su “Twist y gritos”. A bailar en el comedor con el tocadiscos a todo volumen.

Sin darnos casi cuenta, un fenómeno increíble estaba por suceder en la casa de al lado. Sara y Paco, los dueños, se mudaron por cuestiones de trabajo y decidieron alquilarla.

 Así desembarcó en nuestra cuadra la familia Pugliese. Un matrimonio y sus hijos, Irma, Nené y Oscar. A los que se sumaban novio y novias, ya que los tres hijos eran grandes.

 Ruidosos y divertidos enseguida se hicieron querer por los vecinos. Siempre en la casa había alguna fiesta abierta a todos, cumpleaños, carnavales, navidades. En todas sonaban las guitarras, un acordeón acompañando a algún cantor.

Era la casa de puertas abiertas donde siempre había gente, charlas, risas.

 Por el patio iba y venía cebando mate Doña Emilia, la madre, una viejita regordeta con anteojos enormes.

En los fondos armaron un taller, que para mí era como la fábrica de las maravillas. De ahí salía una maquina lanza chorros de agua para carnaval, fabricaron unos zancos y se transformaban en gigantes, algún auto destartalado volvía la vida. Todo cabía en ese mundo.

A esa casa llegó el primer televisor de la cuadra y ahí estábamos los sábados calladitos mirando “Caravana”.

La mañana que llegó el transporte, el Colo corrió a avisarnos que algo pasaba y, con preocupación, vimos que el televisor se trasladaba con el resto de los muebles a la habitación del fondo. Con el comedor vació empezó el armado de una enorme y extraña “mesa”, que apenas dejaba espacio para rodearla. Tenía vidrios y una canaleta alrededor, además de luces.

Estuvimos toda la tarde mirando el despliegue desde la ventana. Doña Emilia, cariñosa como siempre, nos mandó a cada uno para nuestra casa. Ya era casi de noche. Nos quedamos un rato con los chicos charlando, tratando de dilucidar qué pasaría, hasta que el grito “adentro, adentro que es tarde” puso fin a todas las suposiciones y planes a futuro.

Me desperté temprano, salí a la vereda, corrí a espiar por la ventana y los vi. Golpeé la puerta de la cocina y me dejaron pasar a ver. La caja de vidrio estaba iluminada y cientos de pompones amarillos chillaban y asomaban sus picos hacia las canaletas rellenas de una pasta colorada.

Pedí permiso para volver con los chicos, fue algo asombroso. Desde esa mañana era visita obligada, ir a ver a los pollitos. El griterío, el olor pestilente y la voracidad que los hacia pisotearse unos a otros fueron rompiendo el encanto; aunque, algunas veces, Oscar sacaba uno de la incubadora, lo depositaba en nuestras manos y valía la pena soportar el calor y los olores por ese momento de gloria en el que sentíamos al pollito palpitar agitado.

Como todo en la vida tiene un final, a nuestros vecinos les llegó el desalojo.

Comenzó la mudanza de petates, pollos y humanos. Atrás quedada la casa semidestruida.

El último viaje de la chatita cargada a más no poder salió con Don Pugliese y Doña Emilia, que nos saludaban con el cariño de siempre. 

Partieron rumbo a un campito cerca de la Laguna de Los Padres, donde la saga de “Patolandia”, como les decía mi papá, continuó.

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