domingo, 19 de junio de 2022

Petición de socorro





Daniel O. Jobbel



Debo de haber hecho algunos viajes en la falda de mi madre entre los dos y los cuatro o cinco años. Digo esto porque mi madre trabajaba de costurera y nunca se sabía cuándo llegaría. La mente borrosa me juega una mala pasada y puedo recurrir al error, de tiempos, formas, pero esa foto en sepia en la que estoy junto a ella casi no miente.

No hubiera sido lógico que mi padre, un vulgar empleado y repartidor de Dinóbile, (una antigua gran librería de San Martín y Pellegrini), con un inmenso lápiz como cartelería en el Rosario que emergía sigiloso y productivo gracias a los granos del campo; llegara con una mochila llena de novedades, anécdotas, historias, que contar cuando era distribuidor de esa empresa, en esos viajes a La Capital y al interior desde Rosario, pasando por localidades, pueblos, ciudades de todo catálogo; y durante sus períodos anuales de licencia, cuando lo que le daba prestigio era lucirse con sus antiguos compañeros de trabajo hablando poco y fino, por lo menos apurando lo mejor que podía la dicción, porque era medio quedado y en algún bodegón al que asistía, entre cartas, copas y cómplices de silla, regalarles cuentos del viejo arrabal, relatos y personajes del “pago chico”; historias de mujeres; alguna “Gatúbela fatal”, a la cuál pagara su propina con un trago; incluso alguna compradora fácil que se le presentara en el mercado de San Telmo, en Buenos Aires o en algún almacén de pueblo. Sin embargo, eso nunca lo confesaría según mi abuela en la mesa con nosotros, creo que por amor a los suyos especialmente a mi madre. O simplemente porque nunca sucedió.

¿Imaginaría eso? Caía de maduro que sus relatos eran ingeniosos, casi inverosímiles, con finales confusos y con mucha timidez, así creo que solo era para tener algo por contar de sus viajes, y llamar la atención frente a sus allegados, según observó mi tío Juan.

Muchos años después, mi abuela me contó que, cuando me entregaban a sus cuidados y la “Revolución libertadora” estaba en su auge, esa abuela, maldecía en voz baja, no hablaba de política, pero poco le agradaba aquellos sucesos. Ella me sentaba en la habitación, cerca del patio con sus malvones, para que yo juegue un rato con algún juguete, sobre una manta extendida en el suelo, desde donde, de tarde en tarde, le llegaba mi voz: “Nona, nona”. “¿Qué quieres, hijo mío?”, preguntaba ella. Y yo chupándome el dedo gordo de la mano izquierda, llorisqueando lágrimas en los ojos, le decía: “Yo quiero caca...”. Cuando ella acudía a la petición de socorro era demasiado tarde. “Ya te has ensuciado encima”, decía mi abuela Dominga, riendo y preocupada.

De modo que, habiendo partido mi madre siempre a su trabajo de costurera, o con mi padre a sus viajes; todo ese esfuerzo para tener casa propia en la zona sur en el barrio Las Delicias; Dominga y yo éramos única compañía en aquella primavera de 1958, cuando contaba nada más que dos años y pico de vida. ¡Y que más feliz que una abuela con su nieto!; aunque mi desarrollo comunicativo no podría valer gran cosa y solo sería ensuciar pañales y gatear por el suelo.

Es de suponer, por tanto, que los escatológicos episodios que acabo de mencionar sucederían después, en aquellas idas a la laguna Mar Chiquita, Córdoba, para pasar períodos de vacaciones con mis abuelos y dejar embarrarse, secarse al sol, luego zambullirse en esa agua salitre para suplir el reuma que tenían y, además, cargarse con una pila de pañales para el nene, que quedaban colgados en la soga de la hostería a la vista de todos.

También quisiera entrever cuando mi madre, dejándome entregado a la abuela Dominga, iba de incógnito a matar la nostalgias con amigas de juventud, a quienes daría parte de sus propias experiencias de la civilización de entonces, incluyendo, si el orgullo no le trababan la lengua, de su esclavo trabajo y otras cuitas; además escuchando de los malos tratos frecuentes de muchos de los maridos de sus amigas, quienes habían perdido el norte en una borrachera, o con las eróticas alegrías de una sensual “Rita La Salvaje” en nuestra metrópolis. Supongo que por haber sido atónito y ni testigo de algunas de esas deplorables escenas domésticas jamás he levantado la mano contra ninguna mujer.

Ya de adolescente mi abuela y luego mi madre me hacían recordar aquel momento: “¿Te acordás de cuando te cambiaba los pañales, nenito?”.

3 comentarios:

  1. Gloria De Bernardi21 de junio de 2022, 8:17

    Por suerte tu nona te pudo cuidar con su amor. Y tus padres, dos laburantes con menos tiempo pero que igual te criaron y educaron.

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  2. Muy cierto Gloria. Gracias . DanoJobbel

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  3. Muchas gracias Gloria por tus comentarios . Daniel

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