domingo, 19 de junio de 2022

El antojo



Daniel O. Jobbel



Todo se hace color sepia. La memoria casi desteñida, junta cosas, entrevera, dispersa, aturde; la persistencia de la memoria es como ese reloj de Dalí en ese cuadro, deforme, detenida en sus agujas, activa, no tan elocuente, pero si eficaz.

Como no tengo recuerdos de andar paseando por el parque Independencia con paquetes de “chocolatinas” en las manos, a las que para colmo tenía prohibido hincarle el diente; pero sí recuerdo las copas los de árboles de gruesos troncos descascarados, que todavía llenan de sombra las veredas con sus grandes hojas; mientras el silencio es soberano frente al cementerio El Salvador...

Barrio Parque en 1961 era un vecindario de casas de trabajadores que conservaba impecable su fisonomía original; junto a la estación de servicio Isaura, hoy desaparecida, en la esquina de Lagos y Godoy, almacenes de materiales, baratillos, la licorería y la marmolería Veneciano permanecía inalterable en ese paisaje, como las florerías de lado a la necropsia.

En otro momento la mayoría fueron casonas viejas, italianizadas, condenadas a desaparecer, casi derruidas por el tiempo, opacas, húmedas, con piezas de techo alto y unos pocos muebles baratos donde se amontonan, sin registro alguno, personas de toda edad y condición; historias de despojos, desocupación, enfermedades y riñas doméstica en el centro el patio. Además, existían las casas chorizo con habitaciones sin ventanas que dan al corredor de techo enchapado, una tras otra, con sus puertas con esas banderolas arriba para que entre apenas el aire. Eran conventillos que se resistían a fenecer a los ojos de todos funcionarios y vecinos; cuchitriles de bajo fondo; piringundines diría algún tango, donde se mezclan soledad humilde, voces gastadas, oficios de todo tipo, informal, y los olores se mezclan a cocina y baño. Al tiempo todo se iría transformando, aparecieron nuevas estructuras y nuevos vecinos. Sin embargo, entre todas ellas, seguía resistiendo la antigua casa de mis abuelos, en aquella esquina donde vivía. Un lugar sencillo, amable y bello para mi infancia.

Me fascinaba ir a ver los tranvías. Debimos de ir con mi tía directamente a la calle Ovidio Lagos para el lado de La Empresa Municipal Mixta de Transporte del Rosario (EMMTR) media cuadra por avenida Pellegrini; donde mi tía Marta me dejaba ver entrar y salir los tranvías y trolebuses de antaño, con el chirrido de las ruedas y esos chispazos eléctricos en sus lanzas contra los cables; y ella verse con ese noviecito de turno. No contaré detalles de su encuentro, pero puedo imaginar quizás no con lujo de detalles, sí, el episodio en la cocina, los mimos hechos a su sobrino único y preferido para no contar nada del suceso, y ese regalo hecho en la casa donde era empleada doméstica.

Aquellas masitas de chocolate, las había hecho su “patrona”, doña Clara, exclusivamente para mí. Antes de salir mastiqué unas cuantas que me dejaron en la boca ese sabor anticipado parecido al de un dulzor mágico que te daba a repetir, aunque la tía Marta fue clara y contundente: “No comas más, que te pueden hacer daño a la panza. Es la última vez que te lo digo”; y yo, niño bueno, como siempre, obedecí.

La tardecita de ese sábado llegó con los últimos rayos de luz y, como en aquel tiempo, solo había una radio a válvulas usada para oír los radioteatros; las mujeres de la casa se juntaban alrededor de ella con mi tía que siempre nos visitaba. No teníamos televisor por lo caro que era. ¡Así las cosas!

El ladrido de algún perro avisaba la llegada de la noche. Todavía nos acostábamos a la hora de las gallinas, como decía mi abuela. Muy pronto mi madre me mandó a la cama. Quizás para escuchar tranquila la radio. Mis abuelos en su dormitorio pequeño, con paredes de ladrillos, techo alto abovedados y piso de pinotea gastados. Mis padres dormían en un cuarto más grande, en su cama de matrimonio, y el mío era un pequeño diván o, mejor dicho, un catre, en la parte lateral, separado por un biombo al comedor que daba a la esquina de Godoy y Richieri. Al otro lado, sobre una silla junto a la pared, se había quedado el deseado paquete de “chocolatinas” pegadito todo a un rincón.

Cuando mi madre y mi padre me acostaron, primero él, como era habitual a la derecha de la cama, después ella, que se quedaba zurciendo alguna media, pantalón o solera, yo tenía los ojos cerrados fingiendo que dormía. Se apagó la luz, entraron ellos en el sueño, pero yo no conseguía dormirme. Avanzaba la noche, con la habitación a oscuras, me levanté despacio y pasito a paso fui por la bolsa de papel con las masitas caseras y, luego, con tres zancadas furtivas, regresé a la cama y me sentí satisfecho, estaba dulce como ese niño de seis añitos; y me metí entre las sábanas, feliz, masticando las “chocolatinas” con dulce de leche, hasta que fui resbalando hacia la inconsciencia del sueño.

De golpe, al abrir los ojos, vi debajo de mi pecho lo que quedaba del ágape nocturno. Era una pasta marrón de chocolate, pegajosa y blanda, la cosa más sucia y repugnante que a mis ojos había visto hasta entonces. Asustado, con el piyama manchado, angustiado de pena por haber desperdiciado ese rico trofeo, pero también de frustración; quizás fue por eso que mis padres no me castigaron, pero sí me amenazaron con una reprimenda. “Ahora, sacás todo eso y se lo das a la abuela para que la pobre limpie, luego hablamos mocoso", dijo mi madre ofuscada. Verdaderamente, el infortunio, ya estaba servido. Había cedido a la tentación de la gula y la gula me castigaba sin piedra ni palo, solo con una reprimenda por venir.

* Avenida Godoy, hoy Presidente Perón.

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