domingo, 19 de junio de 2022

Mi barrio

 Marisa M. Orlandi

 

Mi barrio es el lugar de la infancia en la memoria, donde recibí tanto y tanto vi partir. El barrio es la cuadra de la casa de mi abuela, sus gigantes y añosos árboles con sus raíces sobresaliendo entre las baldosas y el cemento de la calle como queriendo acercarse, los adoquines de la calle, las casas de los vecinos, antiguas todas con sus fachadas que hablaban de historias de otros tiempos. La casa de mi abuela, donde crecí. El hogar. Todo es textura, colores, aromas, murmullo de voces familiares, pequeños, ínfimos detalles. Con los ojos cerrados muevo las yemas de mis dedos rozándolas, lo siento todo tan claro y profundo. Todo está intacto allí, perenne, eterno, inscripto en mi piel. Soy mi barrio.

Me veo niña en la cocina de mi abuela, enorme, donde todo lo que era importante ocurría siempre. Mi abuela, con su delantal y el sonido que hacía con sus pies al caminar, sus manos, sus hermosas manos ancianas. El corazón del hogar donde todo se cocinaba, confluía y cobraba sentido. Y había tanto cariño en los vapores que salían de sus cacerolas, como en su constante presencia.

Escucho mis pasos resonando en los pisos de pinotea de la casa. Las habitaciones estaban construidas una al lado de la otra, comunicadas entre sí por una puerta y a la vez otra puerta con postigos que daba a una galería en común. Los techos altísimos ¡qué frío en invierno! Al frente de la casa, en el ingreso, el jardín de mi abuela con sus plantas siempre con flores, que ella misma cuidaba, sus rosales bellísimos, las azaleas, los malvones. El jardín era mágico, era la puerta de entrada a mi mundo fantástico de la infancia. A veces, mi abuela me llevaba con ella por las noches a buscar si había hormigas, descubrir el caminito y colocar un polvo que llevaba para que no se coman sus plantas. Me explicaba que si estaban apuradas era porque iba a llover. Siempre que veo un camino de hormigas pienso en ello y es la forma en que mi abuela se quedó conmigo.

La galería atravesaba la casa de punta a punta, y fue escenario de juegos con muñecas, triciclos, patines, patinetas, rayuelas, cumpleaños, correr tanto, reír tanto. Por la tarde daba el sol y en su almohadón dormía la siesta el perrito de la familia. Me gustaba acariciarlo y sentir su cuerpito caliente. Adoraba a ese perrito, pero él tenía un solo amor, mi abuela. Ella hacía como que no le importaba; sin embargo, todas las tardes se sentaba a ver la novela con el perro durmiendo en su regazo. Y yo sabía que eso estaba bien, verlos juntos tenía sentido. Aunque nunca dejé de reclamar mi parte del amor, por supuesto.

Mi tío era mecánico, como había sido mi abuelo, y en una parte de la casa tenía su taller. La casa estaba siempre abierta, con gente que entraba y salía con sus coches, gente del barrio. La casa estaba viva.

Mis padres tenían una farmacia a dos cuadras de allí. Me dejaban salir a jugar a la puerta con mi hermana, y luego, cuando crecí un poquito más, a juntarnos con los chicos del barrio de la misma edad. En carnaval organizábamos batallas de baldes y bombitas de agua. El jardín de la casa de mi abuela era el centro de operaciones: allí las nenas preparábamos los ataques y los varones, afuera, los contraataques. Estaba ese chico de ojos azules que todo el mundo en el barrio sabía que nos gustábamos, pero nunca se animó a decirme nada. Hay una alegría y un vértigo que son la infancia.

La casa de la abuela es el centro del universo, el ombligo del sueño, el espacio al que vuelvo en mis recuerdos porque es necesario. ¿Cómo puede un lugar albergar tanto recuerdo hermoso y tanta tristeza a la vez, como universos paralelos? Quizás para preservar lo uno de lo arrasador de lo otro. Quién sabe.

En el jardín de la abuela, una tarde enterramos con mi familia al perrito de mi infancia; y puse una pequeña cruz de madera en el lugar, a pesar de las monjas, que decían que los animales no tenían alma. Unos años antes trajeron a mi papá del hospital para que pase sus últimos días en su casa. Yo había enfermado y no se me permitió verlo. Tiempo después, en su propia habitación, se fue mi abuela, rapidito de un suspiro, en los brazos de mi madre. Unos años más tarde, se iría mi tío, con sus ojos oscuros y tiernos, y su enorme corazón de león. 

Contar una historia sobre mi barrio es eso: lo uno y lo otro juntos, de otra manera sería falacia, verdad a medias y ¿quién quiere eso? Cuando lo nombro está todo allí y están todos, de nuevo, cada vez. La magia se renueva. El amor está intacto, al alcance de la mano. Un regalo, siempre.

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