Noemí J. Vizzica
Corría el año 1958, cuando mi familia y yo nos mudamos desde
el barrio La Tablada a Maipú y Cochabamba.
El cambio significó mucho en nuestras vidas. Era el logro de
la casa propia y de vivir cerca del centro, con todas las atracciones que ofrecía
en aquel entonces.
Nuestra casa era nueva, confortable, pintada con colores vivos
y distintos en el interior y una fachada de piedritas de colores grises y amarillo,
llamados venezianos, que constituían la admiración de los vecinos. Lo único que
la afeaba era el comercio de al lado, al que todos llamábamos el almacén del ruso
Gaisiner.
Estaba en la esquina atendido por sus dueños, dos hermanos de
distinto sexo, solteros, hoscos, poco atentos, que si bien no contaban con la simpatía
barrial, todo le compraban.
Desde la terraza de nuestra casa, observábamos el patio del almacén,
llenos de cajones de bebidas, basura acumulada y algunos gatos que merodeaban en
busca de ratas.
Mi madre se quejaba continuamente de que esos roedores aparecían
con frecuencia en las rejillas del patio de mi casa y, como los hermanos negaban
la existencia de esos animales, mama se enojó con ellos y dejo de comprarles para
siempre.
La Avenida Pellegrini, con sus incipientes edificios horizontales
y múltiples negocios, en especial gastronómicos en aquel tiempo, nos atraía.
La heladería “La Uruguaya”, con sus exquisitos helados que
degustábamos en casa o en el propio comercio, y el bar “Cachito” eran los emblemas
del barrio; y en las noches calurosas del verano, las mesas se poblaban de vecinos
y personas que, aunque alejadas de la zona, tenían el dato de sus exquisiteces,
el chopp, el liso, platitos de lupines y maníes, y el famoso sándwich “Carlitos”,
inventado por sus dueños, con el nombre de su hijo y que con el tiempo se tuvo fama
nacional.
La Escuela Maternal número 1, dependiente del Colegio Misericordia,
impartía enseñanza primaria a los niños humildes, cuyos padres trabajaban. Allí,
me inicié como maestra a los 18 años, con breves suplencias, que me ayudaron a formarme
en lo que sería la vocación de mi vida: la docencia.
Otro lugar importante del barrio era la plaza López, con sus
especies arbóreas importantes, que lucían sus nombres con cartelitos escritos en
latín y castellano y la calesita del matrimonio griego, escoltada por los juegos
infantiles.
Han pasado muchos años de todo lo relatado, los mayores ya no
están y ahora nosotros somos “los grandes”.
Nuestra casa ya no luce como antes, pues dos edificios
horizontales, uno de cada lado la aprisionan; pero igual se mantiene y me espera
todos los domingos para compartir gratos momentos con mi hermano y su familia, que
también es la mía.
Lindos recuerdos, gracias por compartirlos...
ResponderEliminarQue bueno
ResponderEliminarHermoso texto, Noemí... Me falta saber si fue allí, en esa casa, que te enamoraste, te casaste... Qué curiosa, ¿no? Qué bueno poder aun hoy estar y compartir la casa.
ResponderEliminarUn abrazo
Susana Olivera