martes, 23 de agosto de 2016

El Médico del barrio: ¡Siempre pensé que venía para comerse mi dulce de leche!

Héctor Carrozzo

Mi madre me miró y me dijo: ¡vos tenés fiebre!
Apoyó su mejilla en mi frente y sentenció: ¡Sí! Tenés más de 38. ¿Te duele algo? preguntó, ¿la garganta, la cabeza? Tenés los ojos llorosos.
“No, mamá, no me duele nada”, le respondí, sabiendo que era la cama el destino final y no el partido diario de pelota con los chicos.
Pero ella dijo: “No podés salir a jugar a la calle. Tenés que esperar que llame al doctor. Ahí y metete en la cama”.
Y, entonces, mi madre lo llamaba al doctor, el de todos nosotros y de la cuadra.
“Si, le tomé con termómetro y tiene 38. No es mucho; pero tiene los ojos llorosos y está decaído”, le dijo el médico, sabedor de la canchereadas de las mamás, que tomaban la temperatura tocando la frente de los chicos con la mejilla.
“Bueno cuando termino el consultorio voy”, avisó y agregó: “Mientras, cama y solo un té con tostadas. Dale un Geniol y, si le sube la fiebre, paños fríos en la cabeza y me llamás”.
Rápido, mamá me colocó el viejo termómetro de mercurio y este confirmó 38,7°C.
Y mientras me iba al dormitorio, mi madre comenzaba a preparar la casa para la llegada del doctor. Por más que fuera el doctor Laly, la casa debía lucir ordenada, limpia y prolija.
También era imprescindible, el mate o el café recién preparado.
Cuando llegaba, correspondía la charla amena para intercambiar información de la familia. Acompañado por el café o el mate, pero regado por un abundante dulce de leche.
Y mi vieja le dejaba el frasco de dulce de leche sobre la mesa. ¡Y una cuchara! Y él se bajaba medio frasco. Y mi hermano menor lo retaba. “Tío: Con la cuchara no se come, se pone un poquito sobre el pan”, le decía, como nos pedía a nosotros nuestra madre.
Entonces, después de las charlas, nos revisaba.
Nos colocaba el termómetro nuevamente, por las dudas, mientras continuaba con el intercambio de información con mi madre.
Luego, nos revisaba la boca, los ganglios, los pulmones, etcétera. En total, eran diez minutos.
“Tiene anginas”, dijo. “Cama, reposo, dieta, té con miel, algún medicamento. Y mañana me llamás para ver cómo anda”.
Y volvía al comedor por el mate, pero fundamentalmente por el dulce de leche.
Y después de una hora, se iba, siempre contento, optimista. Nunca lo vi enojarse ni levantar la voz.
Doctor Eduardo Edgardo Nölter, gracias por haber sido no solo mi doctor, sino un amigo, un hermano, mi Tío.
Fuiste y serás un ejemplo para nosotros.
Cuantos kilos de dulce de leche se nos fueron. ¡Yo siempre pensé que venías a comerte mi dulce de leche!
Te perdono todos los kilos de dulce de leche. Te los merecés.

3 comentarios:

  1. Hermoso relato,creo haber conocido al Dr Nolter, vivía en barrio Echesortu, el que conocí, recuerdos colmados de ternuras. Me hiciste recordar mi infancia y la de mis hijos.- Alicia Del Valle

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  2. Me encantó tu recuerdo. El médico de familia era muy importante, conocía a todos los integrantes de una familia. Ahora somos un hígado, un corazón, un estómago, etc, para cada parte de nuestro cuerpo debemos ir a uno distinto, pero no nos conoce, y nosotros tampoco a ellos, es muy impersonal.Mi padre era médico y tengo lindos recuerdos de él con sus pacientes, se preocupaba y se ocupaba. Tan distinto a ahora.

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  3. Qué buen relato de un médico de familia! En mi casa le preparaban una toalla nueva, sin usar,bordada y almidonada junto a una botella de alcohol.Se ponía en las manos cuando llegaba y cuando se iba. Eran hombres probos con vocación.

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