Héctor Carrozzo
Mi madre me miró y me
dijo: ¡vos tenés fiebre!
Apoyó su mejilla en mi
frente y sentenció: ¡Sí! Tenés más de 38. ¿Te duele algo? preguntó, ¿la
garganta, la cabeza? Tenés los ojos llorosos.
“No, mamá, no me duele
nada”, le respondí, sabiendo que era la cama el destino final y no el partido
diario de pelota con los chicos.
Pero ella dijo: “No
podés salir a jugar a la calle. Tenés que esperar que llame al doctor. Ahí y
metete en la cama”.
Y, entonces, mi madre
lo llamaba al doctor, el de todos nosotros y de la cuadra.
“Si, le tomé con
termómetro y tiene 38. No es mucho; pero tiene los ojos llorosos y está decaído”,
le dijo el médico, sabedor de la canchereadas
de las mamás, que tomaban la temperatura tocando la frente de los chicos con la
mejilla.
“Bueno cuando termino
el consultorio voy”, avisó y agregó: “Mientras, cama y solo un té con tostadas.
Dale un Geniol y, si le sube la fiebre, paños fríos en la cabeza y me llamás”.
Rápido, mamá me colocó
el viejo termómetro de mercurio y este confirmó 38,7°C.
Y mientras me iba al
dormitorio, mi madre comenzaba a preparar la casa para la llegada del doctor.
Por más que fuera el doctor Laly, la casa debía lucir ordenada, limpia y
prolija.
También era
imprescindible, el mate o el café recién preparado.
Cuando llegaba,
correspondía la charla amena para intercambiar información de la familia.
Acompañado por el café o el mate, pero regado por un abundante dulce de leche.
Y mi vieja le dejaba el
frasco de dulce de leche sobre la mesa. ¡Y una cuchara! Y él se bajaba medio
frasco. Y mi hermano menor lo retaba. “Tío: Con la cuchara no se come, se pone
un poquito sobre el pan”, le decía, como nos pedía a nosotros nuestra madre.
Entonces, después de
las charlas, nos revisaba.
Nos colocaba el
termómetro nuevamente, por las dudas, mientras continuaba con el intercambio de
información con mi madre.
Luego, nos revisaba la
boca, los ganglios, los pulmones, etcétera. En total, eran diez minutos.
“Tiene anginas”, dijo. “Cama,
reposo, dieta, té con miel, algún medicamento. Y mañana me llamás para ver cómo
anda”.
Y volvía al comedor por
el mate, pero fundamentalmente por el dulce de leche.
Y después de una hora, se
iba, siempre contento, optimista. Nunca lo vi enojarse ni levantar la voz.
Doctor Eduardo Edgardo
Nölter, gracias por haber sido no solo mi doctor, sino un amigo, un hermano, mi
Tío.
Fuiste y serás un
ejemplo para nosotros.
Cuantos kilos de dulce
de leche se nos fueron. ¡Yo siempre pensé que venías a comerte mi dulce de
leche!
Te
perdono todos los kilos de dulce de leche. Te los merecés.
Hermoso relato,creo haber conocido al Dr Nolter, vivía en barrio Echesortu, el que conocí, recuerdos colmados de ternuras. Me hiciste recordar mi infancia y la de mis hijos.- Alicia Del Valle
ResponderEliminarMe encantó tu recuerdo. El médico de familia era muy importante, conocía a todos los integrantes de una familia. Ahora somos un hígado, un corazón, un estómago, etc, para cada parte de nuestro cuerpo debemos ir a uno distinto, pero no nos conoce, y nosotros tampoco a ellos, es muy impersonal.Mi padre era médico y tengo lindos recuerdos de él con sus pacientes, se preocupaba y se ocupaba. Tan distinto a ahora.
ResponderEliminarQué buen relato de un médico de familia! En mi casa le preparaban una toalla nueva, sin usar,bordada y almidonada junto a una botella de alcohol.Se ponía en las manos cuando llegaba y cuando se iba. Eran hombres probos con vocación.
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