Alicia Del Valle
Pedro, mi padre, es el mayor de cuatro hermanos.
Lo gracioso fueron sus alias. Mi papá fue un grande con mayúsculas y ese
era su apodo por ser el primogénito.
Juan, el Segundo, por ser el que le seguía en orden de nacimiento.
Antonio, el Tercero o el Ñato, por el tamaño de su nariz, único con apéndice
nasal respingado, obtuvo dos apodos.
Agustín, el Chiquito, era obviamente el menor.
Quedaron huérfanos de padre, ya que mi abuelo paterno, Juan Manuel,
falleció muy joven.
Esa muerte estuvo rodeada de un halo de misterio. De eso no se hablaba y se
esquivaba el tema al intentar tocarlo.
Mi abuela Antonia, con sus cuatro muchachos muy jóvenes, vendió un negocio
de almacén céntrico y compró terrenos en el barrio Echesortu, cerca del
Hospital Carrasco, centro de enfermedades infecto-contagiosas (lepra y
tuberculosis) a precio muy bajo, ya que no se vendían por miedo al leprosario
del hospital.
Hizo buen negocio, con los años se transformó en un barrio promisorio, con
centro propio, escuelas, clubes, y universidades privadas.
En los cinco lotes consecutivos que compró, tres estaban por calle Zeballos
y dos por calle Alsina. Construyeron en uno de ellos, por calle Alsina, una
vivienda con varias habitaciones, que alquilaron a estudiantes y también vivió
la familia en un sector destinado para ellos.-Con eso lograron subsistir además
del trabajo y el ahorro.
Cabe destacar que recordaban con ironía, mucho tiempo después, que nadie
del barrio se había contagiado, sobre todo de tuberculosis, enfermedad de la
pobreza, como se decía, en esos tiempos que corrían, allá por el 1922.
Son retazos de información que nos brindaban mis tíos a mis primos y a mí a
excepción de mi padre. Él era hermético.
Pedro, el Grande, fue un hombre de muy pocas palabras pero que nos supo dar
y hacer sentir su amor, así, casi sin hablar.
Todos los hermanos cursaron el nivel primario y algunos aprendieron oficios
y progresaron en sus vidas.
Mi casa fue construida en el primer lote de calle Zeballos. Todas las
parcelas fueron cedidas por mi abuela a sus hijos y ella también hizo su casita
en una de ellos.
La nuestra fue realizada a través de un crédito hipotecario, al que pudo
acceder mi papá y, con el tiempo, allí nací yo.
El Grande era un artesano, todo lo arreglaba o lo hacía. Podía ser albañil,
contador o carpintero, según las necesidades de la familia. Hasta era zapatero
remendón: en su galponcito donde guardaba sus herramientas, había una horma
para apoyar los zapatos.
Eran épocas, 1950, del hielero a domicilio. Tengo fija la imagen de las
barras de hielo apiladas en un camioncito y al vendedor cortando por mitades,
cuartos o enteras, y dejándolas en los domicilios. Las manejaban con tela de
arpillera. En el verano, pasaban todos los días.
Por ese entonces, mi papá fabricó, podría decirse, una heladera similar a
las actuales, con gabinete para el hielo y desagüe a un cajón en la parte
inferior que desagotábamos cada tanto en el día. Tenía estantes y estaba
pintada de blanco. Pero…. mi mamá protestaba: “¡Divina!! Pero chica”.
En otra oportunidad necesitábamos un armario, lo hizo… pero chiquito.
“Nada las conforma”, protestaba o no
hablaba directamente. “Acá está el armario”, decía y no esperaba los aplausos.
Además nos hacía los zancos que me enseñó a usar y las gomeras que pretendía,
también, enseñarme su uso; pero la mirada reprobatoria de mi madre, lo disuadía
enseguida. Con los años las fabricaba para mi hijo, que jamás usó. Nunca
pudimos hacerle entender que esa gomera era un arma, primitiva, pero arma al
fin.
Construyó el corralito de mi hija con palos de escoba que juntó no sé por
cuánto tiempo. Un carpintero amigo los hizo media caña, los unió, colocó
bisagras y cierre correspondiente, y lo pintó de blanco.
Cuando mi niña tuvo la edad para usarlo, hicimos la inauguración, frazada
de base y ahí la metimos .Los gritos y llantos de desesperación de mi hijita al
verse encerrada fueron proporcionales a la desilusión del abuelo.
“Ya se va a acostumbrar”, lo consolábamos. No hubo caso, jamás lo usó. Lo
aprovechó su hermano y cuanto chico conocido que necesitaba un corralito y, así,
desapareció ante tanto préstamo. Mis hijos de pequeños lo llamaban el abuelito
arreglador.
Regresando en el tiempo del relato, mi abuela murió con 93 años, aunque seguramente
con algunos más; ya que según sus confesiones se había sacado edad al llegar a
la Argentina, porque el abuelo era más joven que ella y al que jamás nombró. En
su velatorio nos venimos a enterar que el abuelo había sido un muchacho bravo.
Se conocieron en el viaje en barco, cuando emigraron de España. Decidieron
casarse aquí y es ahí cuando cambió su edad. Por eso, siguió siendo dudosa,
porque según ella se había sacado catorce años, casi imposible, ya que con
nuestras cuentas falleció con ciento siete años. Nos quedamos con los noventa y
tres declarados en sus documentos argentinos.
El abuelo que no conocí debe haber sufrido el exilio y ella también.
Teniendo una mirada piadosa pienso en lo terrible que debe haber sido llegar
solos a un país extraño. A veces, las soledades se unen. Habrán padecido muchas
cosas, el espíritu del abuelo no lo soportó y el alcohol fue su escape.
Miseria y depresión, mala combinación. La abuela en cambio fue un ejemplo
de resiliencia .Pudo con la adversidad crecer.
Lástima que sus hijos no lo pudieron compartir, les hubiera hecho bien
hacerlo. Sobre todo a mi padre, que lo debe haber vivido de forma vergonzante.
Él que de la honestidad y las normas de vida hizo un culto, y que le dio valor
supremo a su palabra.
Ya mayor y no pudiendo vivir solo como lo hacía, accedió a regañadientes
venir a mi casa, por pocos meses, ya que una demencia senil se apoderó de su
persona y lo convirtió en un contador de historias imaginarias y coherentes
sobre Rosario . En cada una de ellas hacía referencias a distintos personajes,
amigos, esposa, su madre, y en especial a mi marido, y no con loas precisamente,
en un acto de injusticia total, porque mi esposo lo cuidó como si fuera su
padre.
Pedro, Grande, cuántas cosas calló, costumbres de una época que ya fue. Nos
acostumbramos a su silencio y lo respetamos, pero siempre quedaron esas ganas
de saber más.
Hoy se habla, por suerte, yo lo hago y si se puede, lo escribo.
Como decís Alicia, deberíamos haber preguntado más sobre la vida de nuestros abuelos o padres . Yo preguntaba poco y absorbía todo lo que una tía quería contar, o quizás algo , mi madre, pero quedaron muchas cosas sin saber o sin comprender de sus vidas. Muy lindo relato.
ResponderEliminarComo decís Alicia, deberíamos haber preguntado más sobre la vida de nuestros abuelos o padres . Yo preguntaba poco y absorbía todo lo que una tía quería contar, o quizás algo , mi madre, pero quedaron muchas cosas sin saber o sin comprender de sus vidas. Muy lindo relato.
ResponderEliminarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarDe chicos o aun jóvenes me molestaban las historias tan repetidas de mis abuelos y hasta de mis padres... cambiaba el tema o salía "Ya lo contaste"... Hoy me encantaría volver aescucharlas.
ResponderEliminarHermoso tu texto.
Susana Olivera