Haydée Sessarego
En mi hogar paterno-materno hubo siempre, hasta el último día
de la corta existencia de mis padres, animales domésticos como perras y gatas
en mucha mayor proporción que machos.
Mami me contaba
siempre que caminé por primera vez al año de edad tomada del lomo de una de
nuestras perritas mestizas, Lila.
Lila vivió creo que cerca de 10 años y cuando murió mi
hermano mayor, Charlie, cavó con pala un pozo en el jardín-huerto del fondo de
casa y allí la enterramos. No olvido un detalle: armamos una cruz con maderas
de cajones y pusimos escrito con algo negro (no recuerdo de qué tipo de
material de escritura o pintura era) “QPD” y “Lila” con fecha de nacimiento,
aportada por mamá, y muerte de la que solo recuerdo que fue un día 9.
Recuerdo que, además de ella, en mi casa hubo siempre varias
perras. Vivían en casa Lili, de raza Pomerania de color blanco; Diana y Negra,
mestizas y hermanas de Lila, pero que se fueron antes.
A todas las adorábamos y lo demostrábamos. Mi hermana Adriana
y yo las paseábamos vestidas con ropita de muñecas en el cochecito de paseo de
bebés, que fuera de los tres hermanos Sessarego.
En esos tiempos década del 50 y bastante más adelante a las
mascotas no se las castraba. Ese fue el motivo por el que recuerdo que alguna
de ellas, creo que Dianita, una mezcla de ratonera y algo más de tamaño mediano
y poco pelaje habano y blanco, tuvo varios cachorritos, entre ellos a mi
adorada Tinita. Nació de color blanco con manchas negras en sus ojos, ¡vaya a
saber quién fue su partenaire y de qué raza y/o pelaje era!
Mami y Papi se la habían prometido al muchacho que vendía flores
casa por casa en mi barrio Jardín. Llegado el momento del destete y, por lo
tanto de darla, armé tal escándalo, con llantos y gritos que el florista se
conmovió y le dijo a mi mamá: “No señora, la nena llora mucho, déjesela a ella”.
Así se hizo. Recuerdo ese momento en un caluroso mediodía de verano. Junto a
mis hermanos Charlie y Adriana, en verano, la bañábamos en la pileta de lavar y
le poníamos, además de jabón blanco (ni pensar que existieran los shampoos para
animales) y también el famoso “azul “ para blanquear la ropa, que consistía en
un cubito de color azul, que con el contacto con el agua se disolvía y
blanqueaba la ropa lavada y ¡a la perrita! ¡Pobre bicho lo que nos tuvo que
aguantar! El “azul” daba un perfume que olía muy fresquito.
Inolvidable también fue la anteriormente mencionada: la
primera Lili, blanca y peludita, que perteneció a la casa materna de mi madre. La
trajo a Rosario desde San Justo en Santa Fe cuando se casaron con mi padre.
Creo que aproximadamente, allá por el 54, 55 murió víctima de moquillo. Adriana.
nuestra hermana menor, lloraba y le decía a papá “Papito adeglala (hablaba con
la “d” en lugar de “r”) con tela adhesiva”. Fue muy difícil que nuestra
hermanita de entre tres y cuatro años, comprendiera que nada se podía hacer.
Creo recordar que mi papi hizo un simulacro de reparación y luego no recuerdo
cuál fue la explicación. Papá siendo médico nos arreglaba las articulaciones de
algunos juguetes, como muñecas por ejemplo, con elásticos y cinta adhesiva.
También estaba Pimienta, hermana de Tinita, pero negra y
blanca. Llevaba ese nombre, puesto por mamá, por su carácter fuerte e intenso. Era
muy feúcha por lo que nadie la quiso ni regalada. Ella y su ya mencionada
hermana vivieron muchos años junto a mi familia.
Un día llegó, para aumentar el perrerío, una mezcla de ovejera y doberman que un paciente le regaló
a papá .La apodamos Duca. Ella nunca se despojó de la bravura de sus dos razas,
pero con predominio de doberman. Era de temer. A casa ya no podían entrar, como
era costumbre, tocando la puerta sin llave, los vecinos amigos ni los
proveedores, porque se paraba en dos patas, gruñía e inmovilizaba contra una
pared. Duca no fue una perra amada por mí. Mató a muchas crías de nuestra gata Miquina
y también dejó sin ladrido a Tinita al morderle el cuello y cortarle las
cuerdas vocales, que suturaron con paciencia y sabiduría Papá y Charlie, que ya
era un avanzado estudiante de Medicina. En ese momento yo ya cursaba los
primeros años de la carrera de Historia y Adriana estaba finalizando la
secundaria.
Finalmente, Duca fue llevada a un campo de conocidos de
nuestros padres, ante tanto asesinato y mutilaciones de otros de animalitos.
Pero antes de esto ya había sido rescatado de una esquina por
mi papá, previo rastreo de posibles dueños en diferentes cuadras, un salchicha
puro al que apodamos Canito, como el perro del dibujo animado de esa época,
finales de los 60 y comienzos de los 70: “Canuto y Canito”, dos salchichas
padre e hijo.
El susodicho, que como buen representante de su raza era
chinchudo y ¡no “respetaba” a ninguna perra en celo! Como algo desopilante, recuerdo
que en una tarde sirvió a nuestra segunda perrita Pomerania, Lili, de color té
con leche y a la Duca. No se imaginan las mezclas que de esas cruzas salieron.
Muy cómicas cruzas de padre y madres, pero todas regaladas y queridas por sus
dueños. La tarde del suceso cuando, estando Adriana y yo estudiando en casa,
vimos al machito petiso y compadrito avanzar sobre la segunda, mi hermana
gritaba: “Haydée hagamos algo para separarlos, porque cuando vengan papi y mami
se van a enojar” Yo le respondí: “No se puede, tráeme un sifón de soda para
mojarlo”, pero nada, ni nos miraban y seguían como todos los canes “haciendo el
amor”. Nos habían dicho que los mantuviéramos separados y vigilados. Nos
descuidamos y zápate sucedió. En dos meses en mi casa paterna llegaron a
convivir 19 perros entre adultos y cachorros.
Pasando a la “sección” gatuna, nombré ya a Miquina, una gata
gris y blanca muy amorosa, que apenas adulta tuvo sus hijitos. Nunca olvidaré
que teniendo cerca de ocho, seis y cuatro años los tres hermanos, mami nos
llamó para que viésemos nacer los mininitos. Fue una experiencia muy tierna e
inolvidable. Lo que no sé es si ya estábamos “avivados”. Sí, Adriana era muy
pequeña; pero, yo estómago resfriado, “víctima” de una amiga mayor, Olguita,
con estómago más rápido que el mío, nos había contado a mí y a Graciela mi
mejor amiga de infancia y de mi misma edad, cómo se “hacían” los bebés.
Rápidamente corroboré la versión yendo a peguntarle, palabra por palabra, a
papá, que de inmediato pidió socorro a mamá quien finalmente nos aseveró el
relato de Olguita, esa nena bastante más grande que vivía en mi cuadra.
Recuerdo perfectamente que pese a presenciar el parto de la gata y a la
“avivada” de Olguita, Adriana y yo no lo aceptamos en nuestros juegos con
muñecas. Allí, a nuestras hijas las traía la cigüeña por la chimenea fantaseada
en nuestras infantiles cabecitas. Supongo que el único avivado y crédulo de la
verdad de la milanesa era Charlie, por edad y por ser varón.
Terminando con los animales domésticos de la familia, ya más
adelante, también moraron en mi casa Pepona, una caniche grande color chocolate,
otro regalo de un paciente a mi papá y muy malcriada por él; y Picha, una
mestiza negra y blanca, de pelo corto que, contra viento y marea, adopté de la
calle. Mis padres ya estaban medios saturados de perros y gatos, y mami se la
dio a su peluquera. Un día, ya siendo yo adolescente, pasé por un baldío
ubicado en Urquiza y Bulevar Avellaneda, pasando el viaducto en construcción y
la vi casi abandonada. En ese mismo instante la llamé, le pedí a la “pseudodueña”
que me la diera. Llegué a casa con ella a upa, la bañé y sentencié “Mi Picha no
se va más de aquí”. Ambas acompañaron a mi papá Chacho, primero, y a mi mamá
Elba, luego, hasta sus últimos días de vidas. Cuando en menos de dos años ambos
fallecieron, los tres Sessarego estábamos casados o en pareja y vivíamos en
edificios de departamentos, donde hasta hace varios años atrás no se permitía
la tenencia de mascotas de ninguna clase. Se las llevó la señora que ayudaba a
mi madre, luego de varios días en que fuimos a darles de comer, sacarlas, etcétera.
Nuestra tristeza era mayúscula al entrar allí, con ese vacío que deja la orfandad
y le sumábamos tener que tomar dicha decisión. Nunca más supimos de las
perritas.
Como se podrá observar los animales llamados domésticos,
ocuparon un lugar privilegiado en mi tierna infancia y un poco más también. En
los barrios de antaño era casi impensable que no hubiera perros, gatos y
pájaros, estos últimos lamentablemente enjaulados.
En el centro solo algún gato muy bien educado o canarios en
jaulas. ¿Perros?, ¡no, never,
imposible!.
Hoy en día, solo tengo en mi hogar una gata adoptada, muy bella,
que llegó con el nombre de Loli. Es de color naranja y tiene algunas manchas
blancas en su pelaje abundante y largo. Tuvimos una coker y dos gatas; pero, pensándolo
bien, es mejor que queden para otra historia.
Observo y siento, ya finalizado este trabajo,
¡cuántas historias coexisten en un mismo relato!
Me encantan los animales, más los gatitos que los perritos, pero como no vivo sola, debo acatar los deseos de la mayoría. Hace cuatro años adopté una perrita bebé que estaba en la calle muerta de frío. Es parecida a los dóberman, así que creció bastante, La adoramos y ella es la reina de la casa. Cariños, Noemí Peralta.
ResponderEliminar