lunes, 22 de agosto de 2016

Para las mascotas de mi infancia y un poquito más aquí: in memoriam

Haydée Sessarego

En mi hogar paterno-materno hubo siempre, hasta el último día de la corta existencia de mis padres, animales domésticos como perras y gatas en mucha mayor proporción que machos.
 Mami me contaba siempre que caminé por primera vez al año de edad tomada del lomo de una de nuestras perritas mestizas, Lila.
Lila vivió creo que cerca de 10 años y cuando murió mi hermano mayor, Charlie, cavó con pala un pozo en el jardín-huerto del fondo de casa y allí la enterramos. No olvido un detalle: armamos una cruz con maderas de cajones y pusimos escrito con algo negro (no recuerdo de qué tipo de material de escritura o pintura era) “QPD” y “Lila” con fecha de nacimiento, aportada por mamá, y muerte de la que solo recuerdo que fue un día 9.
Recuerdo que, además de ella, en mi casa hubo siempre varias perras. Vivían en casa Lili, de raza Pomerania de color blanco; Diana y Negra, mestizas y hermanas de Lila, pero que se fueron antes.
A todas las adorábamos y lo demostrábamos. Mi hermana Adriana y yo las paseábamos vestidas con ropita de muñecas en el cochecito de paseo de bebés, que fuera de los tres hermanos Sessarego.
En esos tiempos década del 50 y bastante más adelante a las mascotas no se las castraba. Ese fue el motivo por el que recuerdo que alguna de ellas, creo que Dianita, una mezcla de ratonera y algo más de tamaño mediano y poco pelaje habano y blanco, tuvo varios cachorritos, entre ellos a mi adorada Tinita. Nació de color blanco con manchas negras en sus ojos, ¡vaya a saber quién fue su partenaire y de qué raza y/o pelaje era!
Mami y Papi se la habían prometido al muchacho que vendía flores casa por casa en mi barrio Jardín. Llegado el momento del destete y, por lo tanto de darla, armé tal escándalo, con llantos y gritos que el florista se conmovió y le dijo a mi mamá: “No señora, la nena llora mucho, déjesela a ella”. Así se hizo. Recuerdo ese momento en un caluroso mediodía de verano. Junto a mis hermanos Charlie y Adriana, en verano, la bañábamos en la pileta de lavar y le poníamos, además de jabón blanco (ni pensar que existieran los shampoos para animales) y también el famoso “azul “ para blanquear la ropa, que consistía en un cubito de color azul, que con el contacto con el agua se disolvía y blanqueaba la ropa lavada y ¡a la perrita! ¡Pobre bicho lo que nos tuvo que aguantar! El “azul” daba un perfume que olía muy fresquito.
Inolvidable también fue la anteriormente mencionada: la primera Lili, blanca y peludita, que perteneció a la casa materna de mi madre. La trajo a Rosario desde San Justo en Santa Fe cuando se casaron con mi padre. Creo que aproximadamente, allá por el 54, 55 murió víctima de moquillo. Adriana. nuestra hermana menor, lloraba y le decía a papá “Papito adeglala (hablaba con la “d” en lugar de “r”) con tela adhesiva”. Fue muy difícil que nuestra hermanita de entre tres y cuatro años, comprendiera que nada se podía hacer. Creo recordar que mi papi hizo un simulacro de reparación y luego no recuerdo cuál fue la explicación. Papá siendo médico nos arreglaba las articulaciones de algunos juguetes, como muñecas por ejemplo, con elásticos y cinta adhesiva.
También estaba Pimienta, hermana de Tinita, pero negra y blanca. Llevaba ese nombre, puesto por mamá, por su carácter fuerte e intenso. Era muy feúcha por lo que nadie la quiso ni regalada. Ella y su ya mencionada hermana vivieron muchos años junto a mi familia.
Un día llegó, para aumentar el perrerío, una mezcla de ovejera y doberman que un paciente le regaló a papá .La apodamos Duca. Ella nunca se despojó de la bravura de sus dos razas, pero con predominio de doberman. Era de temer. A casa ya no podían entrar, como era costumbre, tocando la puerta sin llave, los vecinos amigos ni los proveedores, porque se paraba en dos patas, gruñía e inmovilizaba contra una pared. Duca no fue una perra amada por mí. Mató a muchas crías de nuestra gata Miquina y también dejó sin ladrido a Tinita al morderle el cuello y cortarle las cuerdas vocales, que suturaron con paciencia y sabiduría Papá y Charlie, que ya era un avanzado estudiante de Medicina. En ese momento yo ya cursaba los primeros años de la carrera de Historia y Adriana estaba finalizando la secundaria.
Finalmente, Duca fue llevada a un campo de conocidos de nuestros padres, ante tanto asesinato y mutilaciones de otros de animalitos.
Pero antes de esto ya había sido rescatado de una esquina por mi papá, previo rastreo de posibles dueños en diferentes cuadras, un salchicha puro al que apodamos Canito, como el perro del dibujo animado de esa época, finales de los 60 y comienzos de los 70: “Canuto y Canito”, dos salchichas padre e hijo.
El susodicho, que como buen representante de su raza era chinchudo y ¡no “respetaba” a ninguna perra en celo! Como algo desopilante, recuerdo que en una tarde sirvió a nuestra segunda perrita Pomerania, Lili, de color té con leche y a la Duca. No se imaginan las mezclas que de esas cruzas salieron. Muy cómicas cruzas de padre y madres, pero todas regaladas y queridas por sus dueños. La tarde del suceso cuando, estando Adriana y yo estudiando en casa, vimos al machito petiso y compadrito avanzar sobre la segunda, mi hermana gritaba: “Haydée hagamos algo para separarlos, porque cuando vengan papi y mami se van a enojar” Yo le respondí: “No se puede, tráeme un sifón de soda para mojarlo”, pero nada, ni nos miraban y seguían como todos los canes “haciendo el amor”. Nos habían dicho que los mantuviéramos separados y vigilados. Nos descuidamos y zápate sucedió. En dos meses en mi casa paterna llegaron a convivir 19 perros entre adultos y cachorros.
Pasando a la “sección” gatuna, nombré ya a Miquina, una gata gris y blanca muy amorosa, que apenas adulta tuvo sus hijitos. Nunca olvidaré que teniendo cerca de ocho, seis y cuatro años los tres hermanos, mami nos llamó para que viésemos nacer los mininitos. Fue una experiencia muy tierna e inolvidable. Lo que no sé es si ya estábamos “avivados”. Sí, Adriana era muy pequeña; pero, yo estómago resfriado, “víctima” de una amiga mayor, Olguita, con estómago más rápido que el mío, nos había contado a mí y a Graciela mi mejor amiga de infancia y de mi misma edad, cómo se “hacían” los bebés. Rápidamente corroboré la versión yendo a peguntarle, palabra por palabra, a papá, que de inmediato pidió socorro a mamá quien finalmente nos aseveró el relato de Olguita, esa nena bastante más grande que vivía en mi cuadra. Recuerdo perfectamente que pese a presenciar el parto de la gata y a la “avivada” de Olguita, Adriana y yo no lo aceptamos en nuestros juegos con muñecas. Allí, a nuestras hijas las traía la cigüeña por la chimenea fantaseada en nuestras infantiles cabecitas. Supongo que el único avivado y crédulo de la verdad de la milanesa era Charlie, por edad y por ser varón.
Terminando con los animales domésticos de la familia, ya más adelante, también moraron en mi casa Pepona, una caniche grande color chocolate, otro regalo de un paciente a mi papá y muy malcriada por él; y Picha, una mestiza negra y blanca, de pelo corto que, contra viento y marea, adopté de la calle. Mis padres ya estaban medios saturados de perros y gatos, y mami se la dio a su peluquera. Un día, ya siendo yo adolescente, pasé por un baldío ubicado en Urquiza y Bulevar Avellaneda, pasando el viaducto en construcción y la vi casi abandonada. En ese mismo instante la llamé, le pedí a la “pseudodueña” que me la diera. Llegué a casa con ella a upa, la bañé y sentencié “Mi Picha no se va más de aquí”. Ambas acompañaron a mi papá Chacho, primero, y a mi mamá Elba, luego, hasta sus últimos días de vidas. Cuando en menos de dos años ambos fallecieron, los tres Sessarego estábamos casados o en pareja y vivíamos en edificios de departamentos, donde hasta hace varios años atrás no se permitía la tenencia de mascotas de ninguna clase. Se las llevó la señora que ayudaba a mi madre, luego de varios días en que fuimos a darles de comer, sacarlas, etcétera. Nuestra tristeza era mayúscula al entrar allí, con ese vacío que deja la orfandad y le sumábamos tener que tomar dicha decisión. Nunca más supimos de las perritas.
Como se podrá observar los animales llamados domésticos, ocuparon un lugar privilegiado en mi tierna infancia y un poco más también. En los barrios de antaño era casi impensable que no hubiera perros, gatos y pájaros, estos últimos lamentablemente enjaulados.
En el centro solo algún gato muy bien educado o canarios en jaulas. ¿Perros?, ¡no, never, imposible!.
Hoy en día, solo tengo en mi hogar una gata adoptada, muy bella, que llegó con el nombre de Loli. Es de color naranja y tiene algunas manchas blancas en su pelaje abundante y largo. Tuvimos una coker y dos gatas; pero, pensándolo bien, es mejor que queden para otra historia.
Observo y siento, ya finalizado este trabajo, ¡cuántas historias coexisten en un mismo relato!

1 comentario:

  1. Me encantan los animales, más los gatitos que los perritos, pero como no vivo sola, debo acatar los deseos de la mayoría. Hace cuatro años adopté una perrita bebé que estaba en la calle muerta de frío. Es parecida a los dóberman, así que creció bastante, La adoramos y ella es la reina de la casa. Cariños, Noemí Peralta.

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