José
Mario Lombardo
Los recuerdos generalmente están en
estado latente, preparados para dispararse, pero siempre necesitan de algún
incentivo para que salgan a la superficie. Suelen ser palabras, aromas,
sabores, imágenes. Es imposible recordar todo lo pasado durante todo el tiempo
mas, sabemos, que cada uno viaja con ese avío intangible pero acaso tan
necesario como el aire, la luz o el agua para poder vivir. Nadie puede olvidar
voluntariamente, por lo tanto, es inevitable recordar.
Las vacaciones de verano las pasábamos
en Carlos Tejedor. Allí, vivía un primo de mi papá, Salvador, con la madre, una
calabresa de muchos años de nombre Doña Nunciata.
Muy temprano, en la madrugada, antes de
la salida del sol, el Ford A de Don Pedro era el taxi que nos llevaba hasta la
estación del Ferrocarril Belgrano, donde nos esperaba, resoplando, aquel tren
de trocha angosta que tenía punta de rieles en nuestro pueblo.
Dotado de veteranos vagones de asientos
de madera, ventanas de guillotina y faroles metálicos de tulipas opalinas, con
la máquina echando nubes de vapor frente a la pequeña estación de techo a dos
aguas, andén en galería y con la presencia infaltable del guarda controlando la
partida del tren al sonido de la campana, la aventura comenzaba.
Veríamos la salida del sol naranja, la fila de
vagones en la primera curva y ese campo llano, tan llano como si alguien lo
hubiera planchado.
De General Villegas a Carlos Tejedor hay
unos setenta kilómetros. El tren demoraba aproximadamente dos horas en
completar el trayecto pasando por Los Laureles, Cuenca, Drysdale y por fin:
Tejedor.
Doña Nunciata no conocía el pueblo, nunca
había salido de los límites de la casa, que tenía una hermosa quinta con
árboles frutales, muchas higueras, duraznos, damascos y gran cantidad de tunas.
Nosotros nos subíamos a las higueras para comer los dulces higos de morada piel
montados en las horquetas de esos añosos árboles. Doña Nunciata nos tenía prohibido
pelar la fruta, ella obligaba a comer los higos sin sacarle la piel y con los
higos secos, que ella misma curaba sobre un elástico de cama, pasaba lo mismo:
no permitía que los lavásemos a pesar de los evidentes mensajes que en ellos
dejaban las moscas.
Salvador, que era mecánico, tenía su
taller en una vieja casa pegada al paso a nivel.
Por el año 57 o 58, Salvador se enfermó
y se murió en el hospital de Villegas, entonces, Doña Nunciata se vino a vivir
con nosotros. Ya tenía cerca de cien años porque murió en el 63 con 102.
Cuando en 1959 comencé a jugar al futbol
en la segunda de Eclipse, en el Club había un grupo de jugadores que
conformaron un equipo de muy buen funcionamiento y que pronto logró ganar
campeonatos de la Liga Villeguense.
Le tocó a Eclipse, campeón de nuestra
liga en aquel año de 1960, ir a jugar un encuentro con el campeón de la Liga
del Oeste que era Huracán de Tejedor y allá me fui con la hinchada del club, a
mi conocido pueblo vecino, para presenciar el partido.
Por un lado perduraba en mí el cariño a
ese pueblo donde había pasado tantos gratos momentos y por el otro soñaba con
un nuevo triunfo de mi Eclipse Villegas.
Apenas llegué, me encontré en la cancha
con un amigo de mis andanzas por Tejedor y juntos nos sentamos en el suelo
detrás de la cadena, cerca de uno de los arcos, para presenciar el partido.
En el comienzo todo fue sobre carriles.
Cuando terminaba el primer tiempo Eclipse ganaba merecidamente por tres a uno.
Yo, orgulloso, le mencionaba a mi amigo los nombres y las cualidades de cada
uno de nuestros jugadores: José nuestro ágil arquero, los infranqueables del
fondo: “Tranquilo” y Matellán, la media cancha incansable de “el Chancho”, “el Tigre”
y “Colele” y la excelencia que teníamos arriba con “Miguelito”, el Walter,
Roberto, el Daniel y “el Mate”.
Pero en el segundo tiempo todo cambió:
contagiados por las milagrosas atajadas de su joven arquero, Huracán, haciendo
honor a su nombre, nos arrasó, nos “eclipsó”.
Nos ganaron cuatro a tres sobre la hora.
Estábamos ubicados con mi amigo muy
cerca del arco de Huracán. Desde allí, pude observar con asombro como ese pibe
flaquito, que parecía vestido por el enemigo, con pantalones blancos muy cortos,
las medias grises caídas sobre los botines, una remera amarilla tan larga que
no hacía falta que usase pantalones y una gorra que se le caía en cada jugada
pero que volvía caprichosamente a colocar en su cabeza antes de la siguiente
atajada, había cambiado todo con su actitud. Ese pibe atajaba antes de atajar,
jugaba en toda el área, hacía fácil lo imposible porque era un adivino y cuando
tenía que salir fuera del área para evitar el peligro, lo hacía con la
prestancia del mejor de los defensores. Ese pibe nos había ganado el partido.
Salimos de la cancha. Nos despedimos con
mi amigo con esa despreocupación propia de la edad que teníamos. Ni
sospechábamos que nunca más volveríamos a vernos. Cuando ya estaba arriba del
colectivo que nos llevaría de regreso, desde la ventanilla, le volví a dar la
mano y de paso le pregunté: “El arquerito de ustedes, ¿Cómo se llama?”. Me
contestó ya con el colectivo en marcha: “Ese se llama Hugo Gatti, es el hermano
del arquero de Huracán que hoy no pudo jugar”.
Los recuerdos están allí y suelen dispararse en el
momento menos pensado. Ayer, fui a la verdulería del barrio a comprar papas. En
la vereda, entre la mercadería en exhibición, al costado de la puerta de
entrada, habían colocado en la tercera fila de cajones, unos dulces higos de
piel morada.
¡ qué bien narrado !, hermosos recuerdos . Gracias por compartir... Noemí Peralta.
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