martes, 23 de agosto de 2016

Las vacaciones de verano

José Mario Lombardo

Los recuerdos generalmente están en estado latente, preparados para dispararse, pero siempre necesitan de algún incentivo para que salgan a la superficie. Suelen ser palabras, aromas, sabores, imágenes. Es imposible recordar todo lo pasado durante todo el tiempo mas, sabemos, que cada uno viaja con ese avío intangible pero acaso tan necesario como el aire, la luz o el agua para poder vivir. Nadie puede olvidar voluntariamente, por lo tanto, es inevitable recordar.
Las vacaciones de verano las pasábamos en Carlos Tejedor. Allí, vivía un primo de mi papá, Salvador, con la madre, una calabresa de muchos años de nombre Doña Nunciata.
Muy temprano, en la madrugada, antes de la salida del sol, el Ford A de Don Pedro era el taxi que nos llevaba hasta la estación del Ferrocarril Belgrano, donde nos esperaba, resoplando, aquel tren de trocha angosta que tenía punta de rieles en nuestro pueblo.
Dotado de veteranos vagones de asientos de madera, ventanas de guillotina y faroles metálicos de tulipas opalinas, con la máquina echando nubes de vapor frente a la pequeña estación de techo a dos aguas, andén en galería y con la presencia infaltable del guarda controlando la partida del tren al sonido de la campana, la aventura comenzaba.
 Veríamos la salida del sol naranja, la fila de vagones en la primera curva y ese campo llano, tan llano como si alguien lo hubiera planchado.
De General Villegas a Carlos Tejedor hay unos setenta kilómetros. El tren demoraba aproximadamente dos horas en completar el trayecto pasando por Los Laureles, Cuenca, Drysdale y por fin: Tejedor.
Doña Nunciata no conocía el pueblo, nunca había salido de los límites de la casa, que tenía una hermosa quinta con árboles frutales, muchas higueras, duraznos, damascos y gran cantidad de tunas. Nosotros nos subíamos a las higueras para comer los dulces higos de morada piel montados en las horquetas de esos añosos árboles. Doña Nunciata nos tenía prohibido pelar la fruta, ella obligaba a comer los higos sin sacarle la piel y con los higos secos, que ella misma curaba sobre un elástico de cama, pasaba lo mismo: no permitía que los lavásemos a pesar de los evidentes mensajes que en ellos dejaban las moscas.
Salvador, que era mecánico, tenía su taller en una vieja casa pegada al paso a nivel.
Por el año 57 o 58, Salvador se enfermó y se murió en el hospital de Villegas, entonces, Doña Nunciata se vino a vivir con nosotros. Ya tenía cerca de cien años porque murió en el 63 con 102.
Cuando en 1959 comencé a jugar al futbol en la segunda de Eclipse, en el Club había un grupo de jugadores que conformaron un equipo de muy buen funcionamiento y que pronto logró ganar campeonatos de la Liga Villeguense.
Le tocó a Eclipse, campeón de nuestra liga en aquel año de 1960, ir a jugar un encuentro con el campeón de la Liga del Oeste que era Huracán de Tejedor y allá me fui con la hinchada del club, a mi conocido pueblo vecino, para presenciar el partido.
Por un lado perduraba en mí el cariño a ese pueblo donde había pasado tantos gratos momentos y por el otro soñaba con un nuevo triunfo de mi Eclipse Villegas.
Apenas llegué, me encontré en la cancha con un amigo de mis andanzas por Tejedor y juntos nos sentamos en el suelo detrás de la cadena, cerca de uno de los arcos, para presenciar el partido.
En el comienzo todo fue sobre carriles. Cuando terminaba el primer tiempo Eclipse ganaba merecidamente por tres a uno. Yo, orgulloso, le mencionaba a mi amigo los nombres y las cualidades de cada uno de nuestros jugadores: José nuestro ágil arquero, los infranqueables del fondo: “Tranquilo” y Matellán, la media cancha incansable de “el Chancho”, “el Tigre” y “Colele” y la excelencia que teníamos arriba con “Miguelito”, el Walter, Roberto, el Daniel y “el Mate”.
Pero en el segundo tiempo todo cambió: contagiados por las milagrosas atajadas de su joven arquero, Huracán, haciendo honor a su nombre, nos arrasó, nos “eclipsó”.
Nos ganaron cuatro a tres sobre la hora.
Estábamos ubicados con mi amigo muy cerca del arco de Huracán. Desde allí, pude observar con asombro como ese pibe flaquito, que parecía vestido por el enemigo, con pantalones blancos muy cortos, las medias grises caídas sobre los botines, una remera amarilla tan larga que no hacía falta que usase pantalones y una gorra que se le caía en cada jugada pero que volvía caprichosamente a colocar en su cabeza antes de la siguiente atajada, había cambiado todo con su actitud. Ese pibe atajaba antes de atajar, jugaba en toda el área, hacía fácil lo imposible porque era un adivino y cuando tenía que salir fuera del área para evitar el peligro, lo hacía con la prestancia del mejor de los defensores. Ese pibe nos había ganado el partido.
Salimos de la cancha. Nos despedimos con mi amigo con esa despreocupación propia de la edad que teníamos. Ni sospechábamos que nunca más volveríamos a vernos. Cuando ya estaba arriba del colectivo que nos llevaría de regreso, desde la ventanilla, le volví a dar la mano y de paso le pregunté: “El arquerito de ustedes, ¿Cómo se llama?”. Me contestó ya con el colectivo en marcha: “Ese se llama Hugo Gatti, es el hermano del arquero de Huracán que hoy no pudo jugar”. 
Los recuerdos están allí y suelen dispararse en el momento menos pensado. Ayer, fui a la verdulería del barrio a comprar papas. En la vereda, entre la mercadería en exhibición, al costado de la puerta de entrada, habían colocado en la tercera fila de cajones, unos dulces higos de piel morada. 

1 comentario:

  1. ¡ qué bien narrado !, hermosos recuerdos . Gracias por compartir... Noemí Peralta.

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