Haydeé Sessarego
Nunca supimos si este
nombre era con el que figuraba en el catastro municipal o fue “antojadizo” y
bautizado de ese modo por los vecinos.
Para ubicarlo, puedo
decir que aproximadamente está situado entre las calles, San Nicolás, paralela
al bello Pasaje Boston y Río de Janeiro, de este a oeste; y desde Enzo
Bordabere hasta Córdoba, de norte a sur. Hacia el noroeste, ya era Ludueña.
Mi barrio nació gracias
a un loteo que hizo Don Corcione, dueño de éstas alrededor, de diez manzanas,
allá por el 45, 46.
Mis recuerdos son
muchísimos, porque allí viví desde que nací en 1950 hasta que me casé en 1974.
Fue el barrio de mi hogar paterno-materno.
El paisaje, los perfumes y algo más
Si se toma lo
estrictamente edilicio, era, es, de casas bajas a la calle y algunos
departamentos de pasillo. Las había muy “importantes”, bellas, comunes,
humildes y hasta un terreno con casas de chapas patio de tierra central con
única canilla de agua potable, para cerca de quince familias, al que llamábamos
el “conventillo”. Estaba ubicado en la mitad de la vereda impar de Tucumán al
4200. Mi hogar estaba situado exactamente en Río de Janeiro 420, muy cerca de
la esquina de calle Tucumán esa altura. Es, porque está casi idéntica, una casa
con porche, que llevaba a la puerta principal. Hoy, cuando me animo a pasar,
están todas sus aberturas enrejadas, símbolo de los tiempos violentos que
corren.
Muchas veces fantaseo
con pedir permiso para entrar y verla por dentro, nuevamente. Queda solo en
eso: la fantasía. Me invade una nostalgia que me hace lagrimear.
Hasta, 1968 la calle más bonita fue el bulevar
Avellaneda, con su fuente, ubicada en esa la esquina de dicha arteria y Tucumán
al 4100. El agua fresquita y limpia era permanentemente lanzada desde bocas de
leones de bronce. Arriba, sobre un pedestal de mármol como la estructura de la
misma: el busto de ese metal del doctor Nicolás Avellaneda. A lo largo del bulevar
había bancos, como los de las plazas, desde donde se podían contemplar sus
palos borrachos que teñían de copos blancos la primavera como también sus
jacarandás con hojas su azules-liláceas.
En las calles aledañas se plantaron aromitos,
con flores que asemejaban a sombrillitas rosadas. No faltaron los paraísos que
daban unos frutos pequeños de color verde que luego se amarilleaban en verano.
Con éstos los chicos, hacían cerbatanas y los lanzaban llamándolos venenitos, que pegaban muy fuerte y que
fueron motivo de retos y advertencias por parte los adultos.
Imposible olvidar el
perfume fresco de la primavera-verano tanto del exterior como de las numerosas
plantas y árboles que existían en cada propiedad. Desde el aroma a los
frutales, rosas, los jazmines en diferentes variantes, las violetas en invierno
(amadas por mi madre), los malvones, azahares, clavelinas y muchas más. Entre
las que más me gustaban, aparecen los conejitos y arvejillas, que no tenían
aroma pero hermoseaban el entorno.
Los aromas y sabores de la cocina
De cada casa salían
siempre al mediodía y noche, los olores a las comidas típicamente nuestras,
tanto de origen criollo, español e italiano. Siento aún el olor al tuco con
carne estofada para tallarines, ñoquis y ravioles caseros; el aceite friendo
milanesas con papas y huevos fritos. También el aroma del ajo frito que condimentaba
bifes a la cacerola o sartén, las costeletas y bifes a la plancha casi siempre
con puré o ensaladas, al relleno de carne picada para empanadas o pastel de
papas en el que predominan la cebolla frita y el comino como condimentos de
sabor tradicional, el infaltable puchero y el olor a sopa bien caserita. Como
postre el penetrante e inolvidable olorcito a caramelo para hacer, con él, flan
casero y el de tortas horneadas a las que se rellenaba con dulce de leche “San
Ignacio”, ¡bien rosarino! Como contracara, el odiado por casi todos los niños: el
del café con ¡la leche hervida! Imposible pensar que esas delicias eran
cocinadas por otras personas que no fuesen mujeres y amas de casa, trabajando o
no, fuera de las mismas, como representantes de distintas profesiones y oficio
Los trabajos y los días en mi vecindario
Mi barrio, como tantos
otros de la ciudad, juntaba a trabajadores de todos los oficios y algunas
profesiones.
Entre mis vecinos los
había empleados de comercio, entre otros, nuestro vecino, medianeras pegadas:
el señor Pérez en” La Favorita” hasta su jubilación, trabajadores fabriles,
comerciantes, industriales dueños de Pymes, relojeros, electricistas, plomeros,
gasistas, viajantes, camioneros, empleados de compañías de seguros y bancos,
etcétera. Entre las mujeres predominaron las amas de casa, pero muchas no
hacían solo las tareas domésticas sino que también tenían oficios muy
demandados hasta mediados de la década del 70. Recuerdo a Nelly, la modista,
justo frente a mi casa; a doña Antonia su madre, especie de tintorera y
planchadora; a Mary, que levantaba y zurcía los puntos de las medias de nylon o
de seda en tiempos más lejanos. Otras eran dueñas o atendían de mercerías,
almacenes, granjas, kioscos, verdulerías, carnicerías familiares. Quizás se me
escape algún otro rubro que, hoy, no viene a mi memoria.
El “conventillo” era
una pequeña villa de emergencia, habitada por gente llegada a la ciudad en
busca de trabajo. Los hombres laboraban como: albañiles, pintores, jardineros, changarines y las mujeres como servicio
doméstico de otras familias. Provenían de pueblos de la provincia de Córdoba
(Morteros es el que más recuerdo). Había yeseros chilenos pertenecientes al
Partido Comunista, que se exiliaron aquí por razones políticas de ese entonces.
Fue expropiado, en años cercanos a los 70, ya que era el terreno de un
particular. Allí, luego funcionó luego la empresa de transporte interurbano:
“Monticas”.
Algunos personajes memorables
Pese a las diferencias
sociales, ¡todos convivíamos con todos! y muy especialmente, los chicos. Hubo
un personaje muy querible que vivía en el Conventillo: “El Gatica” (porque
peleaba a los puñetazos con los demás varones del barrio), cuyo nombre era
Héctor Cáceres. A él lo nombramos padrino de bautismo de una muñeca, marca
“Pierángeli”, de Graciela, mi mejor amiga de la infancia, amistad que con ella mantenemos
hasta hoy.
En mi barrio vivió un
personaje muy destacado y querido por los rosarinos y también en muchas
localidades del interior por las que pasaba con sus eternas giras, de cuya
familia éramos y somos muy amigos: Federico Fábregas. Sí, el actor de
radioteatros, el protagonista de “El león de Francia”. Fue un gitano como el
mismo se definía, muy entrador y simpático, padre de 4 hij@s, cuya esposa,
Haydée Nielsen, era docente, como lo fue mi madre.
Como una digresión
bastante cómica, cuento que Federico les dijo a mis papás, en una de sus
estadías en la casa familiar de Río de Janeiro 345, que le gustaría que yo, una
nena de cinco ó seis años, hiciera el papel de “la gitanita” en una de sus
obras, porque tenía muy buen tono de voz. ¡Nooo!, me escapé por debajo de la
mesa del comedor diario de los Fábrega y huí hacia mi casa. Ese papel lo hizo
otra vecinita y amiga hasta hoy: Mabelita. Fui, y lo soy actualmente, muy
vergonzosa para exponerme hablando en público.
Son recuerdos inocentes
que cobran gran valor en mi memoria.
Podría escribir mucho
más acerca de barrio Jardín, pero sé que puede cansar y quitar tiempo a otras
lecturas, por eso quiero terminar diciendo algo que antes mencioné. En el 68 se
comenzó a construir el viaducto Avellaneda terminado en 1972 y mi querido
barrio nunca más fue el mismo. Esa obra: lo encerró, oscureció y afeó para
siempre.
Haydé, me encantó tu relato y me hizo recordar también a mi barrio de mi infancia, hasta que me casé. En ese momento fuí a vivir a Canning y Silvetti, en el año 1963, por desgracia no recuerdo la construcción del viaducto, pero sí ví que algunas zonas quedaron separadas. Yo iba a la secundaria a calle Humberto 1°, y ese lugar quedó desconocido para lo que yo recordaba.Gracias por tus recuerdos.Noemí Peralta.
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