miércoles, 18 de septiembre de 2024

La bici voladora

 Mónica Mancini

 

La bici apareció en mi patio el 6 de enero, roja, brillante; en su manubrio le colgaban cintitas de colores y tenía el caño inclinado, el indicado para las mujeres. Tenía un nombre “Panchita”. ¡Cómo me latía el corazón cuando la reconocí como de mi propiedad! Era un sueño poder tener una, ya que no confiaba mucho en que los pseudos reyes cumplieran mi pedido.

No sabía andar en bicicleta. Con consejo de mi papá, me subía y pedaleaba rapidísimo hasta que me caía. Las calles de tierra me recibían amablemente y, a los pocos días, mis rodillas y mis codos daban cuentas de las torpezas cometidas, pero también de la adquisición de las habilidades necesarias para conducirla.

Fue un antes y un después, la bici me puso alas, la recomendación de “esquina a esquina” duró solo hasta la primera semana. Pronto vinieron las vueltas manzanas y sin demora emprender la aventura de andar por las pavimentadas, terminantemente prohibidas. Pero qué placer era pedalear parada por las calles lisitas. Se sentía el viento y de verdad volaba.

Yo no era la única que había recibido ese magnánimo obsequio, mis amigas de la cuadra también fueron tenidas en cuentas por los monarcas de enero. Así fue como nos juntábamos y… a pedalear, a descubrir baldíos, plazas, casas misteriosas, vecinos que eternamente estaban sentados en las puertas de sus casas, como si fueran una escena estática del paisaje.

Esas vacaciones fueron fabulosas, el mundo del barrio se abría ante nuestros ojos y cada vez nos animábamos un poquito más, hasta que alguien nos veía pasando los límites y ahí se incautaba el vehículo.

La bici llego con los albores de la adolescencia, en el barrio también había barritas de chicos que bicicleteaban y junto con la emoción del vuelo, el corazón comenzó a alterarse con unos sentimientos hasta entonces desconocidos. Había muchos chicos que nos seguían, nos regalaban caramelos y nos tiraban flores cuando nos cruzábamos. Fieles a los consejos de las más grandes, debíamos ignorarlos y “hacernos rogar”. Pero todo tiene un límite, pronto empezamos a sentirnos atraídas por algunos de ellos, la selección fue casi inmediata y coincidente.

Así fue como apareció mi primer amor adolescente, en bici. Nos encontrábamos y todo consistía en pedalear juntos, a la par; él, intrépido, iba rapidísimo y, como yo no podía seguirlo, me tomaba de la mano y ¡eso sí que era volar!

Se hace difícil describir las fuertes emociones que te sacuden en esa etapa de la vida, todo es intenso, los encuentros y los desencuentros, vividos con pasión, todo está lleno de colores y de música, era el tiempo de Vox Dei, de Sui Generis, de muchos grupos locales, cuyas canciones nos venían bien para asociarlas con lo que íbamos sintiendo.

Qué fácil era enamorarse y sufrir por amor, que felicidad cuando todo estaba bien y tomaditos de la mano caminábamos hacia la plaza, o corríamos el colectivo.

 Con solo trece años tenía un novio que me esperaba a la salida de la escuela, con una flor de regalo, que me invitaba un helado, que me dejaba caminar siempre del lado de la pared para cuidarme… cómo no te ibas a enamorar.

Claro que crecimos, estudiamos, nos recibimos, nos casamos y fuimos padres. Después ya no anduvimos en bici y el vuelo se interrumpió, pero qué hermosa estela que dejó en el tiempo ese encuentro bicicletero. Primero, dos hijas, luego cuatro nietos y quien sabe cómo seguirá la descendencia de estos que hoy aún no desplegaron sus alas.

Es así como la “Panchita” fue la intermediaria entre mi primer vuelo en libertad y el otro, el que te atrapa el corazón.

Costurera de domingo

 Daniel O. Jobbel

 

 

A mi madre

 

En un momento determinado, con un silencio casi solemne en la casa, mi abuela decía como si se tratara de la cosa más natural: “Ya otra vez la costurera”. Yo, un pequeño de ocho o diez años, aproximaba la oreja a la vieja pared que ella había señalado y, ahí, oía, juro que lo oía, el ruido inconfundible de una máquina de coser, de las de pedal, y también, de vez en cuando, otro sonido característico, arrastrando, de ir frenando, cuando la costurera pone la mano derecha en la rueda de esa “Singer”, para detener el movimiento de la aguja. Los oía en ese Rosario, que aún no era bullicioso como ahora. Esos años sesenta de grandes cambios en este país. Ideales bien marcados. Duros para cualquier familia.

La abuela Dominga le volvía a decir a doña Rosa, una españolita amiga y vecina: “Ahí está la costurera, pobre, nunca para esa chica, vuelve del taller y otra vez se pone a coser”.

Lo recuerdo estando, durante horas, sentado a la mesa de la cocina, en casa de mis abuelos en barrio Parque, mientras copiaba los dibujos de diarios, revistas, como “Intervalo”, el viejo “Billiken” y libros como el “Manual Santafesino”. Un modo, quizás, larvado, inconsciente, de responder al llamado de eso que permanecía secreto y cercano.

Entre novelas de la tarde y noche en la tevé, los ruidos que salían del gris inocente de la pared eran siempre los mismos. Detrás, un cuartucho desataba la intriga. Vestidos comunes y también de novia, blusas hilvanadas, camisas, algún que otro calzón, ejércitos mudos de alfileres, botones, hilos, algún dedal, una tijera, centímetro, lentejuelas para algún trajecito de carnaval, pasaban por esas laboriosas manos y su máquina.

La explicación que merece, que luego se me dio, fabulosa, como no poder dejar de serlo, era que aquello que se oía claro, bien claro a mis oídos, era la consecuencia de un marcado destino de esa costurera para hacerse de unos pesitos y que no paraba un domingo, incluso, y que, por esa grave falta, fuese condenada por coser ropa a máquina durante la eternidad dentro de las paredes de una casa (Agrego, sin pena, sobre la identidad de los jueces no quedó nada registrado). Sin embargo, se sabía quiénes. Pero en el final de obra, ella sentía satisfacción por lo hecho, que se le notaba en sus ojos, cansancio extra, de ojeras que valían la pena.

Esa manía de castigar sin dolor ni piedad a cualquier individuo que necesitara trabajar en domingo a veces era invisible.

No sé qué diablos habrá sucedido luego de ese pasado remoto en el mundo cuando, antes de que el hombre pisara la Luna, y esa costurera con una simple máquina de coser, mudó a su nuevo hogar, otro barrio, otras lenguas, otros oídos, otros vecinos en Las Delicias. 

En esa nostalgia intrusa que guarda la memoria, me lleva a pensar, otra vez, qué habrá acontecido para que ella hace un tiempo haya desaparecido; porque con sesenta y seis años, ya no la escucho. No la oigo, ni me encuentro con quién me hable de la costurera. Solo ella, “mi madre”, la que batía con sus pies los pedales de esa vieja máquina de coser, sus manos gastadas y su cadera dolida, es la inocente culpable de esta historia. Tal vez fuera conmutada la pena. Quizás con esa luna clara de los sesenta y pico como queso gruyere, esa misma luna de hoy que todavía le da luz. 

Celebraciones familiares

Susana Dal Pastro

 

El ritmo de vida moderno nos lleva al apuro, a no tener tiempo de compartir un rato, a escucharnos por mensajes a la máxima velocidad. Por eso, el mejor regalo de cumpleaños sigue siendo la compañía de los que nos quieren y queremos.

Mi hermano cumplía años en junio, cuando el mes era realmente frío. Había que pensar entonces en una celebración cálida en familia y con los amigos más íntimos. El menú era siempre el mismo: caracoles con salsa un poquito más que picante, el plato preferido de mi hermano. Cuando digo esto, algunos ceños se fruncen. “Porque nunca los probaron”, digo.

Los preparativos empezaban unos días antes purgando los caracoles con harina de maíz; hoy los venden ya listos; los cocineros ganan tiempo y los chicos pierden la oportunidad de dejar escapar algún caracol del recipiente que los contiene. Y si no fuera por la prueba brillante y ascendente que estos bichos dejan en las paredes, nadie descubriría la travesura.

Llega el día esperado. La mesa está lista. Todos de pie; no cabemos sentados y es mejor así, porque avanzamos en ronda sin descuidar el plato y solos nos servimos la soda, el agua, el vino, el pan. La casa es un bullicio alegre. El calor y el sabor vuelven rojas las mejillas.

A la hora de apagar las velitas, mi hermano se pone serio y le brillan los ojos; ya sé por qué le pasa esto; me lo tuvieron que explicar y ahora que eran dieciocho las velitas, con más razón.

“Porque extraña a tu papá”, me dijeron. Y lloré yo también.

Los abrazos y los besos siguen al musical “que los cumplas feliz”; las palabras y los abrazos van tranquilizando al cumpleañero y la tristeza se vuelve sonrisa y la sonrisa expresa un gracias por seguir reuniéndonos.

Así pasaron mucho junio de cumpleaños en casa. Y siguen pasando en el corazón de los que todavía contamos esta historia. 

martes, 17 de septiembre de 2024

El dormitorio de Nana

 Ada Serio

 

Mi dormitorio en el campo de los abuelos paternos era compartido en algunos fines de semana con otros primos y su dueña permanente: la bisabuela Cerafina Dastiture Lassalla de Serio, que llegó a la Argentina a los 15 años, en el Humberto I° en enero de 1884, mamma de mi abuelo paterno, más conocida por el nombre de Nana. Vale aclarar que desde el momento en el que llegó a este país se instaló en su casa de donde solo salió para visitar a sus cuñadas en campos vecinos y… muy pocas veces. Cuando a los 83 años fue llevada a una clínica de la avenida Suarez de la ciudad de Chivilcoy fue por un accidente donde se quebró la cadera, pero permaneció unas pocas horas. Fue a pedido de los médicos, quienes sostuvieron que moriría de tristeza de dejarla internada. Pero ese episodio será tema de otro relato.

Volvamos al dormitorio. Era muy amplio y espacioso, en él descansaban tres camas de plaza y media con dos altísimos colchones de lana cada una; lana esquilada ahí mismo de las propias ovejas, que cada tanto mi abuela sacaba, hacía cardar y reponía. También estaba la cama matrimonial de Nana, que se distinguía por sus tallados en los bordes del respaldar y la piecera. ¡Vaya uno a saber de qué ebanista italiano era esa bella obra! Hacía juego con un ropero de tres puertas, que con sus espejos nos vigilaba en silencio desde una esquina, y una inmensa cómoda cerca de la entrada principal. Esta era una especie de ante baño donde se lucía una muy elegante palangana con su jarra de loza inglesa ¿O porcelana? Había, además: retratos, junto a los jabones, peines, cepillos y cremas que mi bisabuela utilizaba a diario cuando se higienizaba y vestía por las mañanas. Junto a su cama había una silla bajita donde muy altiva se lucia una bacinilla, con su muy importante tapa que, de ser necesario, utilizaba por las noches. Aclaro que por más frío que hiciera, ella misma en caso de haberla usado quitaba las trabas de la puerta con pesados postigos, abría una de sus hojas y la sacaba a la galería.

Lo más curioso y divertido era espiarla por las mañanas, cuando comenzaba a acicalarse. Ya desde que salía de la cama era toda una sorpresa. Yo creo que dormía con las enaguas blancas con las que había estado el día anterior, no recuerdo haberla visto ponerse o quitarse algo así como un camisón. Parada frente a la cómoda comenzaba por quitarse el pañuelo blanco de la cabeza con el que había dormido, se desarmaba la trenza enrollada del día anterior. ¡Verle el cabello era todo un atrevimiento! ¡A pesar de sus años no estaban totalmente blancos! Luego de lavarse las manos y brazos hasta el codo lo hacía con la cara y los dientes en la palangana, se volvía a trenzar sus escasos cabellos largos, se hacía un pequeñísimo rodete, se volvía a cubrir con su pañuelo blanco y para finalizar lo tapaba con un triángulo a modo de turbante color negro. Negro como todas sus ropas ¡Salvo las enaguas claro! Se vestía entonces con batón, delantal entero, delantal de cintura y de ser necesario un abrigo. Todo esto para salir y comenzar su nuevo día sentada en la galería abierta, con la mirada perdida como tratando de ver a su vieja Italia en el horizonte.

Mi mayor picardía era hacerme la dormida y espiarla cuando se abría las enaguas para sentarse a orinar en la pelela, parecía una gallina empollando en este caso su bacinilla en el nido de la silla. Por mucho tiempo me pregunté por sus movimientos si usaría ropa interior. Después de su partida y abriendo baúles me enteré que usaba calzones hasta las rodillas, dos tubos unidos en la cintura por un cordel de seda y lleno de puntillas.

Nunca olvidaré las rutinas matinales de mi bisabuela, ni las travesuras que llevábamos a cabo con mis primos en ese dormitorio como de cuarenta y nueve o más metros cuadrados. ¡Era tan lindo saltar de cama en cama, jugar con las almohadas, hacer sombras chinescas a la luz de la lámpara! Sin que nos retaran. O disfrutar de las botellas de cerveza o hesperidina que al ser de cerámica mantenían el agua caliente a los pies de esas inmensas camas. Vivencias para agradecer ¿No?

Alain Delon, Adonis del siglo XX



María Cristina Piñol



Para el imaginario popular, Francia no es solamente un país más de la Europa Occidental. Con apenas nombrarla comienzan a agolparse las imágenes que encarnan la cultura, el arte, la moda, el cine, la música, el glamour y el refinamiento. Si bien algo de esto es cierto, no todo es auténticamente francés. El Obelisco de Luxor, La Victoria Alada de Samotracia y La Gioconda, por poner algunos pocos ejemplos, no son originariamente franceses; y, si hablamos de moda, la ciudad de Milán hasta es posible que la supere.

A fines de 1800, el arquitecto Haussmann, nacido en Francia y de padres alemanes, por orden de Napoleón arrasa la antigua ciudad medieval y construye el nuevo París que conocemos hoy.

Sin dudas, ellos saben reinventarse y con imaginación logran implantar en el mundo íconos impensados. Las gárgolas de la Catedral de Notre Dame son famosas gracias a la película de El Jorobado y en realidad son solo desagües de aguas pluviales que ya los habían usado egipcios, griegos y romanos de la antigüedad para que el agua de lluvia no dañara los techos.

No menos icónica es la Torre Eiffel. Aunque fue construida en 1887 para una Exposición Industrial Universal que se realizaría en París conmemorando el Centenario de la Revolución francesa, fue erigida bajo la premisa de destruirla dos años después, pero decidieron no hacerlo y convertirla en un monumento propio y distintivo de la ciudad. Pero algunos países envidiosos crearon réplicas destacadas que se encuentran, por ejemplo, en el País Vasco, República Checa, Las Vegas, Tokio, Bolivia, Alsacia (también en Francia), Brasilia, Letonia y Sídney.

Por todo esto un tanto ambiguo, los Dioses del Olimpo algo preocupados, deben haber pensado en darle a este país y a su gente algo auténticamente francés, muy real y que sea totalmente único e inimitable. Decidieron entonces regalarles un Adonis, el hombre más bello entre los bellos y, así, llegó Alain Delon a la Tierra…

Las chicas de los 60 y 70, aquellas que desafiaron el mundo con sus bikinis, mini-shorts, minifaldas y remeritas de Vanlon, literalmente delirábamos con Delon. Los cines se llenaban de mujercitas, al mismo tiempo que se vaciaban de hombres.

Actor polifacético y taquillero, que hoy podía ser un gangster y mañana un latin lover o encarnar un cow boy y a la semana entrante ser El Zorro. Acompañado siempre por actrices hermosas, famosas y talentosas, como Sofía Loren, Brigitte Bardot, Claudia Cardinale, Jane Fonda, Simone Signoret y tantas otras, que fueron furor en aquel momento. En ese entonces el cine pasaba por su segunda época dorada.

Pero… ¿Qué tenía Delon más allá de un rostro perfecto? Sin dudas, la mirada. Sus ojos celestes enmarcados por cejas oscuras y abundantes cobraban distintas vidas en el rol de cada personaje o en cada gesto, esos ojos que al mirar hablaban al igual que su sonrisa.

Cuando los jóvenes periodistas o comentaristas de hoy hablan de él tras su muerte, lo describen como “el hombre más bello para los estándares de belleza de esa época.” Entiendo que aquellos estándares no incluían fuertes músculos forjados en gimnasios, ni cirugías estéticas para “levantar” rasgos caídos ni tatuajes que decoraran los cuerpos. En pocas palabras, la belleza natural, la seducción de una mirada, la picardía de una sonrisa de labios sin botox y las marcas de expresión en el rostro, eran parte de ser, de sentir y de vivir.

Delon también cantaba, a veces solo y otras en dúos. Recuerdo algunos temas, como “Paroles, Paroles”, con Dalila y también con Celine Dion. “Leticia”, tema de la película “Los Aventureros”: “Letizia je ne sabe pa, que tu etés tout pour moi” y el muy osado y controversial tema para el momento “Yo te amo, yo tampoco”, que interpretó junto a Brigitte Bardot. Quienes sean de esa época entenderán de lo que hablo.

El sábado pasado partió el hombre más bello del mundo, el más amado por las mujeres, y el más odiado y envidiado por los hombres.

Bon voyage monsieur Delon, gracias por habernos permitido soñar…

Y … ya es hora de confesarme… Sí, durante mi paso por la adolescencia, Delon y yo dormimos juntos, yo solita en mi cama, mientras él con su sonrisa cómplice me guiñaba un ojo desde una de las paredes de mi habitación.

Viaje. Parte 1

Hugo Longhi

 

Sabido es que existe un imaginario punto cronológico marcado tras la caída del Muro de Berlín, a partir del cual el mundo cambió. Desapareció –aunque solo en apariencias– la división Occidente-Oriente y todo se globalizó.

Nuestro país no escapó al ingreso a esa nueva etapa e iniciamos la controvertida década de los 90, donde todo lucía perfecto, creíamos que mejorábamos el estándar de vida y marchábamos hacia el bienestar definitivo.

Por aquellos tiempos se me ocurrió incursionar en un pasatiempo simple, pero a la vez extraño para la mayoría. Para no profundizar en detalles que no sean objeto de este relato diré que se trataba de escuchar emisoras de radio internacionales que transmitían en español.

Estas radios, que dependían directamente de sus respectivos gobiernos, también cayeron en la lógica de que manejaban presupuestos holgados. En ese contexto fue que comenzaron a organizar concursos de diversos tipos y con variados premios que iban desde un simple llaverito con el logotipo hasta objetos artesanales que representaban a la cultura ancestral de su pueblo.

Y hasta en algunos casos dieron un paso mucho más gigantesco recompensando a sus oyentes con viajes para conocer el país. Y aquí, finalmente, arranca la historia que deseo compartir.

Los ubico en una medianoche de finales de mayo de 1996. Regresaba a casa con mi entonces esposa tras una cena con amigos. Ni bien entramos sonó el teléfono a esa extraña hora. Era un colega, también oyente, que casi al borde de la desesperación nos avisa que Lilian, mi mujer, se había ganado un viaje y que la emisora estaba tratando de ubicarla sin éxito, porque no estábamos en casa. La cosa no comenzaba del todo bien.

El viaje en cuestión era, ni más menos, a Corea del Sur. Entre los diexistas, que así nos denominamos los que practicamos el hobby, diríamos la Corea “buena” a diferencia de Corea del Norte, cerradamente comunista. Por supuesto, todo esto último dicho en un tono informal.

Bueno, la Corea que fuere significaba un trayecto hasta el otro lado del mundo, sitio insospechado y que prometía ser apasionante. Aparte con todos los gastos pagos. Aventura ideal.

Pero, y siempre hay un “pero”, el camino hacia Seúl no sería nada llano. Resumo a la gran carrera los innumerables inconvenientes que se presentaron a cada instante.

Luego de los primeros contactos con Radio Corea Internacional y ya sabiendo que la fecha del viaje sería a mediados de junio, mi mujer se plantó y no quiso viajar sola.

“Si no venís conmigo, yo no voy”, me sentenció. A mí, ir me entusiasmaba, pero tendría que pedir permisos en el trabajo y, sobre todo, pagarme los enormes costos de tarifa aérea y demás. De nada valió discutir. Cuando la flaca se plantaba era inflexible.

Así que tuve que armar una planificación para ir con ella. Primero, que la radio me lo autorizara, no hubo problemas; en mi trabajo conseguí vacaciones anticipadas y el dinero… apareció de algún lado.

Como no tenía mucha experiencia en viajes y encima el destino no era nada tradicional, opté por gestionar mi pasaje a través de una conocida agencia de turismo local. Internet recién empezaba a dar sus primeros pasitos y ayudaría bastante.

La ruta hacia el Oriente se iniciaría en San Pablo, Brasil, por lo que tuvimos que hacernos cargo del trayecto hasta allí. Los problemas fueron tratar de conseguir un billete aéreo en el mismo vuelo que iría Lilian a Seúl, que ya había recibido el suyo por correo.

Korean Air tenía una oficina en Buenos Aires atendida por un tal Antonio, nombre de fantasía ya que luego descubrí que era coreano. Tipo difícil si los hay. Con su pasmosa tranquilidad oriental nada resolvía en el acto.

Los días iban transcurriendo y mi pasaje no aparecía, al tiempo que mi angustia se iba convirtiendo en desesperación. Con la chica de la agencia y este tal Antonio estábamos en contacto todos los días y a cada rato, pero sin mayores resultados. Hasta me propusieron que llamara a Seúl. ¿A qué hora? ¿En qué idioma? Una locura.

Finalmente, un día antes del vuelo. el billete estuvo y nos dispusimos a viajar. Ella fue directamente a Ezeiza, mientras que yo debería pasar por Korean en el centro porteño a retirar el pasaje que, dicho sea de paso, no estaba allí, sino que debía traerlo un delivery desde algún lugar. También los dos lugares para el tramo hasta San Pablo.

Yo miraba el reloj y consultaba a Antonio que nunca tenía respuestas para nada. Cuando la película ya casi terminaba en desastre apareció un chico en moto y final feliz. ¿Final feliz, dije? Ya veremos.

Me tomé un colectivo urbano hasta el aeropuerto que tardó más de lo previsto. Para completar la serie de penurias al llegar no encontré a mi esposa. La busqué por toda la estación aérea y nada. Llegó al rato, también retrasado su transporte.

Casi con el horario de partida encima logramos embarcar hasta la escala brasileña. El viaje se desarrolló sin inconvenientes hasta arribar al mostrador de embarque de Korean y allí arrancaría otro de los capítulos dramáticos de esta historia. 

Eso se los contaré otro día.

Aquellas fiestas de guardar

Oscar Bedetti

 

Sí, había que estar bien descansados, porque temprano en la tarde estaba la ida al cementerio.

Mis épocas de niño, cuando concurrir el 1° y 2 de noviembre era tan sagrado y obligatorio como nada en el mundo.

Sí, llegábamos en familia (así debía ser) munidos de grandes ramos de flores y dispuestos a encontrarnos con todo el pueblo, que allí se daba cita.

En esos días en mi casa estaba prohibido escuchar música y las radios solo emitían sacra o de cámara.

De resultas que el cementerio era una fiesta, de guardar, literalmente hablando.

Don Carena, cuidador, y su esposa, lo habían dejado reluciente.

Todo el mundo estaba allí. Y en las afueras, tras los muros, estaban instalados kioscos de comestibles, despacho de bebidas, venta de helados y de flores. Comprendía todo un sector, que para un niño era la algarabía total.

Pero mi madre nos llevaba a recorrer pariente por pariente fallecido, a rezar un rosario en cada lugar (Dios mío, qué largos) siempre a cargo de las rezadoras, que así se ofrecían en todo el día.

Y hacer sociales, vía ropa nueva, sombreros, chismes, cosechas, la lluvia que no llegaba, los hijos, etcétera, encontrar gente siempre dispuesta a hablar y también a rezar.

Cuando uno podía zafar de los mayores, era cuestión de recorrer y mandarse afuera, ya que los primeros helados o la bebida cola esperaban con tantas ansias.

Horas de visitas a un lugar poblado de miles de flores y mucha gente.

En la semana anterior se debía llegar a arreglar, pintar, limpiar, para que el lugar de cada quien luciera con sus mejores galas.

Y solo cuando el sol comenzaba a declinar en el horizonte, recién allí, los mayores decidían el regreso.

Sí, días de recuerdos, del pasado, de las personas queridas que ya no estaban con nosotros, pero también días en los que la gran masa popular se volcaba con alma y vida a recordar, sí, pero con carácter de fiesta.

Al menos, así lo veía yo.

lunes, 16 de septiembre de 2024

Paradigma laboral

Enrique Juan Pesson

 

Cómo han pasado los años, cómo cambiaron las cosas… no solo en lo personal sino también en lo laboral.

Si pienso en los cambios de paradigma que he atravesado desde mi primera experiencia de trabajo hasta la última, y si comparo cómo yo ingresé al mercado laboral con las nuevas formas que tienen hoy los jóvenes para ingresar al mismo, vuelvo a comprobar los cambios en tiempos y formas.

Antes pretendíamos llegar a la jubilación después de estar años en un mismo empleo, comenzando como aprendiz hasta alcanzar puestos más elevados. Ahora los jóvenes no tienen miedo de cambiar de trabajo si no están conformes o cómodos con lo que hacen, con la paga o si no quieren estancarse y prefieren experimentar cosas nuevas.

Cuando yo empecé con mi primer empleo, poco después de terminar la secundaria y con 18 años solo se necesitaba tener el secundario y quizás algún curso de mecanografía, si el objetivo era en un área administrativa.

Tampoco teníamos que enviar CV. En mi caso, fue un amigo quien me contactó y recomendó con el gerente de una compañía de seguros. Los gerentes y jefes fueron los primeros en formarme y capacitarme en el nuevo rubro de la informática. Ellos contribuyeron a mi formación para adquirir experiencia, valores desde lo humano, como honestidad y lealtad, y las competencias para desenvolverme en el ámbito laboral. Diez años después esa compañía por problemas financieros fue liquidada…

Por fortuna no quedé sin trabajo por mucho tiempo y otro gran amigo me abrió las puertas de su empresa de servicios tecnológicos para importantes compañías de Rosario y zona de influencia. Aunque me sentía cómodo en un ambiente amigable, mi afán de superación y aprendizaje me llevaron a buscar nuevos horizontes. El 91 se vislumbraba con muchas innovaciones tecnológicas, cambios económicos, sociales y políticos.

Luego de un período en una empresa de servicios sociales, el cual prefiero olvidar, los cuarenta años me llegaron con veintidós años de experiencia y familia que mantener, pero desocupado. Esta vez no fue tan fácil reinsertarme, me sentí agobiado, con problemas emocionales y depresión. Habían comenzado las presentaciones espontáneas y diversos tests psicotécnicos para buscar trabajo, eso me obligó a reformularme mis estrategias personales, ser tenaz y persistente frente a las adversidades. Realicé cursos de Marketing Personal para la Búsqueda de Empleo, aprendí lo que se podía decir y que no en las entrevistas; también que el puesto de trabajo no lo consigue el mejor sino el más audaz, aquel que sepa venderse. Pude comprobar y vivir en carne propia la precarización laboral existente, desempleado diez meses, tuve que saber reconvertir mi carrera, volver a efectuar estudios terciarios, postítulos universitarios en la Facultad de Ciencias Económicas y, así, adquirir las competencias de desarrollo laboral.

Con el cambio de siglo y la problemática del Y2000, llegó mi último ciclo de trabajo, en un importante banco de la provincia de Santa Fe. Cuando en el 2020 nos tocó padecer la pandemia, el conocimiento informático que tenía me alivió el trabajo remoto; es más, logré adaptarme tecnológica y culturalmente. Así, luego de veintidós años en el banco me jubilé con la satisfacción del deber cumplido, con el reconocimiento de mis compañeros y de todos con los que había compartido tantos años.

No está en mis planes envejecer sino celebrar el sol cada mañana. El milagro a mi edad es mantener mi cuerpo, la máquina más completa y fascinante que existe, funcionando. Como toda máquina a veces debo hacerle algún “service” o bajarle las revoluciones para no reincidir en aquellos tiempos en que las presiones me generaban estrés. Ya no puedo escalar montañas, pero si puedo subir colinas, recorrer valles que también tienen su encanto, los años me han traído un natural desgaste y una serie de prerrogativas nada despreciables como la experiencia y la madurez. 

Hoy bajo el paradigma de la “Sexalescencia” quiero disfrutar de la vida, hacer ejercicios, actividades de agilidad mental, continuar aprendiendo, colaborar con la sociedad, viajar, conocer gente nueva, disfrutar con mi familia y ser dueño de mi propio destino. 

Celebraciones familiares

 Susana Dal Pastro

 

El ritmo de vida moderno nos lleva al apuro, a no tener tiempo de compartir un rato, a escucharnos por mensajes a la máxima velocidad. Por eso, el mejor regalo de cumpleaños sigue siendo la compañía de los que nos quieren y queremos.

Mi hermano cumplía años en junio, cuando el mes era realmente frío. Había que pensar entonces en una celebración cálida en familia y con los amigos más íntimos. El menú era siempre el mismo: caracoles con salsa un poquito más que picante, el plato preferido de mi hermano. Cuando digo esto, algunos ceños se fruncen. “Porque nunca los probaron”, digo.

Los preparativos empezaban unos días antes purgando los caracoles con harina de maíz; hoy los venden ya listos; los cocineros ganan tiempo y los chicos pierden la oportunidad de dejar escapar algún caracol del recipiente que los contiene. Y si no fuera por la prueba brillante y ascendente que estos bichos dejan en las paredes, nadie descubriría la travesura.

Llega el día esperado. La mesa está lista. Todos de pie; no cabemos sentados y es mejor así, porque avanzamos en ronda sin descuidar el plato y solos nos servimos la soda, el agua, el vino, el pan. La casa es un bullicio alegre. El calor y el sabor vuelven rojas las mejillas.

A la hora de apagar las velitas, mi hermano se pone serio y le brillan los ojos; ya sé por qué le pasa esto; me lo tuvieron que explicar y ahora que eran dieciocho las velitas, con más razón.

“Porque extraña a tu papá”, me dijeron. Y lloré yo también.

Los abrazos y los besos siguen al musical “que los cumplas feliz”; las palabras y los abrazos van tranquilizando al cumpleañero y la tristeza se vuelve sonrisa y la sonrisa expresa un gracias por seguir reuniéndonos.

Así pasaron mucho junio de cumpleaños en casa. Y siguen pasando en el corazón de los que todavía contamos esta historia.

Otra vez al aula

 Daniel O. Jobbel

 

Hace tiempo que no pisaba un aula. Me daba no sé qué. Me inhibía. Y la invitación estaba a la palma de la mano, ese curso, por internet, ese comunicador, tecnología con la cuál no me llevo bien.

A la hora de identificar cuáles son las singularidades y el diferencial de esa propuesta estaba clara. Conocer ese espacio, que por dos años lo hicimos por Meet. 

Otra vez al aula. Y como creo que soy alguien profundamente sensible, que siente tanta empatía y elige afianzarse, no pude evitar ser honesto. Dije: “No puedo fallar”. 

Deshilachando la madeja de la memoria, buscando otra mirada, otro acápite a ciertos temas, se me ocurrió escribir sobre esta experiencia. Sinceramente, es una forma de ir desenrollando una parte de los hilos de esa historia.

Volver al aula a los 66 años fue una gratitud, indiscutidamente atrapante, para un tipo que había quemado ya las naves, pero quedaba otra oportunidad u otro fósforo. 

Volver al aula, ese lugar blanco, prolijo, con pupitres del mismo color era volver a la Universidad Abierta, libre para adultos, y otra vez sería un desafío. 

Allí, en calle Sarmiento promete una buena estancia de debate, relajante, una mera excusa para incursionar en una suerte de nuevo aprendizaje cultural. 

En esa aula y ese pupitre la memoria viva, me abre una ventana, me juega una chicana, rompe los vidrios sepia de un fotograma hacía ese pasado donde en la escuela “La Sagrada Familia”, en esos sesenta, cuando tenía cuatro o cinco años, una monjita proponía una cierta inquisición escondiendo, reteniendo y a veces golpeando mi mano zurda, para que escribiera con la derecha. Hasta que todo sucumbió. Hubo un arrebato de ese chico y volaron cubitos de colores, vasito y alguna otra cosa de esa aula celeste. Por supuesto, fui sacado de allí. Ya de chico mostré mi rebeldía. Se acabó el jardín. Chau. 

Ahora, la chicana me encuentra cruzando sembrados y senderos por calle Callao al 5300, saltando algún alambre (es que todavía existían quintas por allí) y me lleva al primer grado de la escuela número 158, “Nuestra Señora de la Consolata”, el barrio “Las Delicias”; con compañeros nuevos, Laura, Alicia, Estela, dos Raúl, tres Jorge, la Susy enamorada de muchos y la única maestra que tuvimos: María del Carmen. Pues fue el primer grado por inaugurar el colegio. ¡Hasta salimos en “La Capital”! Las travesuras, el primer cigarrillo, un viaje, en pocas palabras, esa enseñanza laica que nos marcó y por lo cual, con algunos amigos, nos seguimos viendo. “El amor después del amor”, diría Fito.

Y hablando de música, en esos tiempos aceitaba sus cambios. Con “La Balsa” de Lito Nebbia y a falta de Almendra, Spinetta era Pescado Rabioso; Emilio, Aquelarre y Edelmiro, otro flaco de Color Humano. Ya hubo de pasar “Muchacha ojos de papel”. Manal terminó en enroque con La Pesada y el Carpo Napolitano en su Pappo’s Blues. (Me disculpo de aquellos que no gustan del rock) Es era de psicodelia y pelo largo. Música beat. Década de los 70, los lentos inolvidables; la ciudad de Rosario agrandaba de a poco su progreso y un Pablo el Enterrador hacía su rock de protesta, casi como una música de culto.

En “Pelo”, una revista porteña hecha justa a la medida para el rock, podíamos deleitarnos con letras, reportajes, guía de recitales y las figuras citadas; con otra mirada, con “Los caballos cansados”, de Gieco, en “Las mañanas campestres” y el “Gemido de un gorrión”; y “Oye hijo las cosas están de este modo, la radio en mi cuarto me lo dice todo. ¡No preguntes más!”, decía el loco Charly en “Instituciones”. Cosas así y por el estilo... Época dura, pero con esperanza... “Nos la dibujaban con un compás, redondita”.

Volver al aula. Otra vez la memoria viva, tal vez cercenada, dando la tecla apurada, ella solo vive creo que un cuarto de vida que podría tener y regida por pensamientos que controlan. Me veo en el aula, escucho, razono. Y recuerdo que tengo una frazada que alguien me alcanzó en esos años setenta de “tomas de colegio” por mejoras y otras cosas. Años locos. Años difíciles. Con una primavera democrática.

Ahora, me veo en el aula de Arquitectura en la Siberia nuestra. Y luego del fracaso de no poder ser quizás lo que no era para mí. 

Vuelvo al aula otra vez para una Tecnicatura en Periodismo y una renovada esperanza con una nueva camada de compañeros donde discernir, hablar, mover un poco los lentes, tenía ciertas ataduras dictatoriales de los últimos años setenta.

Pero el sedimento en las relaciones no caducó. Aquella tarde noche del mes de octubre de 2022. Dos personas abrieron otra ventana, una puerta, y al manotear el picaporte de la nostálgica, entré al aula. Ellos fueron Ceci y José. Y dentro de esa aula blanca me encontré con Hugo, Moni, Graciela, Alberto y otros que no recuerdo. Éramos pocos, pero para mí estaba lleno. En la pizarra estaba borroso el Meet esa tecnología que nos comunica. Allí, detrás de esas paredes había otros; con sus maneras de ver, comprender y expresar.

Indiscutibles y atrapantes son los hechos, aislados algunos, los viajes internos de esta memoria viva, ese mirar por la cerradura, los deseos de diferentes etapas de vida, los traumas, los deseos, las relaciones, las decisiones. ¡Sí! Como la que ofrece, ContameUnaHistoria.

martes, 10 de septiembre de 2024

Las fogatas

Juan N. García

 

¿Qué ocurre si los recuerdos se mezclan, son verdaderos o incluyen hechos imaginarios, creados por la mente para justificar su aparición?

Es difícil precisar situaciones de un pasado no reciente.

Las fogatas de San Pedro y San Pablo, los 29 de junio, en las décadas del 50 y primeros años de los 60, eran un rito que aglutinaba a todos los vecinos del barrio. En mi caso, la de San Juan, que se festejaba antes, el 23 de junio de cada año, era la más esperada y preferida, significaba mi onomástico, muchas felicitaciones y los esperados regalos, que en esa época era costumbre.

En los días previos, los organizadores, la barra que asolaba el vecindario, jugando a la pelota en la calle y no respetando la famosa siesta o divirtiéndose hasta altas hora de la noche con escondidas, rango, rin raje, patear tachos de basura, dejaba todas estas “atrocidades” urbanas, para planear los eventos.

Los preparativos empezaban una semana antes de cada fecha. El acopio de ramas y troncos de árboles incluía el corte de grandes tallos que a veces todavía estaban verdes y con su savia en pleno movimiento. Ese líquido nutriente de minerales y azúcares, en contacto con el fuego, provocaba el chisporroteo y colores, como si fueran fuegos artificiales. Pero eran naturales.

Los organizadores eran como la plana mayor de una unidad militar, decidían la táctica para llegar al objetivo. Armaban tres grupos tipo comando. El uno dedicado a visitar casa por casa y juntar todas las cosas que los vecinos querían quemar, destruir o que desaparezcan, solo inflamables no peligrosos (muebles, ropa, maderas, papeles, cartones). El dos, acopiaba todo en un sector de la cuadra, armando una improvisada choza, cubierta de lona o plástico, por si llovía. El tercero, el más codiciado, vigilaba, aún de noche, que nadie se llevara nada (la mitología decía que había grupos de otros barrios que hacían sus fogatas sin mucho esfuerzo, solo robando). El sorteo de los turnos para esas guardias, de varias horas, era como entrar en un mundo de fantasías, verdaderas o inventadas. Los grandes parecían gurúes, los más chicos escuchando y aprendiendo sobre temas que quizás, en sus familias, no se tocaban.

El día del festejo, el barrio se paralizaba después del mediodía y comenzaba la construcción de la fogata, en el medio de la calle, que quedaba cortada. Sobre el empedrado grueso de esa época, se apilaban los troncos más grandes en forma de pirámide, se intercalaban y desde el centro hacia arriba, se apilaba todo lo juntado para quemar.

Según las creencias el fuego purificaba quemando lo viejo y malo.

Siempre se hacía un muñeco de trapo, relleno de papel, paja, telas, lanas, etcétera, con tamaño de persona y se ponía en la punta. Cuando ardía, quizás, algunos, pensaban en familiares, vecinos, conocidos, políticos, que no contaban con su simpatía.

Antes de anochecer se encendía la fogata. Durante un par de horas, todos los presentes iban y venían en derredor, observando la misma, desde distintos ángulos y analizando o elucubrando quién sabe qué historia.

Las brasas eran el objetivo final, sin ellas no hubiesen existido las largas noches de papas, batatas o camotes y cebollas asadas, cubiertas por las mismas entre el cordón y el empedrado. Con el tiempo la oferta gastronómica derivó en suculentas parrilladas, lechones, pollos, bichos varios, guisos y demás comidas en ollas negras de hierro fundido. Cada uno bebía lo que quería, ahí se notaban las diferencias económicas, no todos los vinos o aperitivos eran iguales y algunos hacían “vaquitas” para compartir las bebidas. Todo terminaba de madrugada y el único vestigio del evento, era Don José, el verdulero de cajón, que lógicamente nunca ofreció para quemar. Siempre aparecía tirado junto a su elemento de trabajo, en cualquier umbral y despertando de su borrachera la noche siguiente.

Uno de esos días, vinieron, la policía, el famoso “cuartito azul”, y los bomberos. Barrieron con todo y se llevaron a algunos mayores. Nunca más hubo fogatas ni fiestas similares. 

Apareció el frio y gris pavimento y todo lo vivido se congeló en la memoria. 

Jamás viejo, siempre vintage

 María Cristina Piñol

 

Hace un par de años, mi hermano encontró un anuncio en una reconocida firma de ventas en línea, que implícitamente refería a una gran parte de nuestra vida. El aviso decía: “Lata antigua vintage de Gasa Hidrófila Macaen” y se acompañaba de cuatro fotos.

 ¡Caramba! ¿Cómo era posible que el primer producto que fabricara mi papá en su pequeño negocio en Rosario estuviera a la venta en Buenos Aires después de 60 y algo de años como “Lata Antigua Vintage”? La etiqueta blanca, con letras y guardas azules y en el centro el “logo” con la imagen de un cirujano con bata, cofia y barbijo. Se podía leer perfectamente “Gasa esterilizada a 200º” y el nombre y la dirección del negocio: Laboratorios Macaen, Catamarca 3041, Rosario. A la “Lata Antigua de Gasa Hidrófila Macaen” la vendían en 650 pesos de contado o en 12 cuotas de 114. ¡Era la última disponible!

 Cataratas de recuerdos fueron agolpándose un tanto desordenados en mi cabeza. Allá por 1953, el laboratorio funcionaba en casa de mis abuelos en la dirección que figuraba en “la lata vintage”. En el altillo estaba la oficina y subiendo un pequeño tramo de escaleras de baldosas rojas acanaladas llegabas a la terraza convertida en un inmenso salón con largas mesas, algunas máquinas y el gran “horno” de esterilización.

 En aquel entonces mi mamá trabajaba como asistente social desde las seis de la mañana hasta las dos de la tarde; por lo tanto, papá era quien me levantaba temprano, me hacía la “mamadera”, me cambiaba, me peinaba con una cola de caballo tan tirante que parecía una oriental de ojos rasgados y me llevaba con él al negocio; o sea, a casa de los abuelos. Así, pasé los primeros cinco o seis añitos de mi vida, hasta que nació mi hermano y mamá al tiempo dejó su trabajo.

 Pero volviendo al anuncio de “La Antigüedad Vintage”, en aquellos momentos eran pocos los productos que fabricaba y comercializaba el laboratorio. Uno de ellos era la gasa hidrófila, que estaba envasada en tarros de hojalata como lo muestra el aviso, porque no se podía esterilizar en otro tipo de envase, tela adhesiva, chupetes, mamaderas, bombachitas de goma y otros productos de venta libre. El tarro de gasa de lata fue el disparador que en ese momento abrió la puerta y me llevó de paseo hacia aquellos tiempos y a aquellos lugares.

 Al día siguiente, compartí el hallazgo en el “grupo de los primos”, los “Piñoles”. A todos, en principio, los asombró y luego cada uno fue aportando eslabones de recuerdos: el aroma de las hierbas medicinales, los bidones de agua oxigenada, la máquina desmineralizadora.

 En un momento de la conversación, siempre por WhatsApp, surgió, por parte de uno de mis primos, la pregunta del millón: ¿Por qué se llamaba Macaen? Mi hermano con total certeza respondió que por un pueblo de España. Uno de mis primos entonces, repreguntó si la elección fue al azar o porque algún ancestro habitó ese lugar. Nuevamente es mi hermano quien le contestó que allí vivía un noble de la realeza española ascendiente nuestro, por parte de la mamá de mi abuelo. El comentario desató innumerables respuestas, generó risas, supuestas herencias, hablamos de los apellidos de los bisabuelos, de las partidas de nacimiento, de la casa donde nació mi abuelo en Sabadell, que otro de los primos fue a visitar y todo lo que ese lugar le generó. En concreto lo cierto es que sí, es un pueblo de España, lo demás queda dentro de la magia de los relatos que se trasmiten de generación en generación.

 Toda la situación me pareció muy loca y no encuentro palabra más justa para describirla. Año 2021, a 68 años de aquel inicio del Laboratorio, que además cerró sus puertas en 1995 cuando falleció mi papá, un anuncio de Internet ofrece a la venta la “Antigüedad Vintage” en Morón provincia de Buenos Aires; mi hermano que lo encuentra por azar, las fotos, los recuerdos, las preguntas, las respuestas, la “reunión virtual entre primos”, las risas y hasta la nostalgia. ¿Es que todo nos trasciende? Ninguno de nosotros se contactó con el vendedor, no sé realmente por qué no lo hicimos, ¿quizás porque los recuerdos a pesar de ser intangibles son más reales y sabrosos que tener en la mano una lata vieja? Quizás…

Pero nos quedó muy claro a todos que lo vintage se refiere a algo que tiene cierta edad, que no se puede aún catalogar como antigüedad, que se considera que ha mejorado o se ha revalorizado con el paso del tiempo, que además fuera creado por grandes diseñadores y es por todo esto que nos describe tan bien, que nos auto declaramos totalmente vintage.

lunes, 9 de septiembre de 2024

Lágrimas en los ojos

 Oscar Martino

 

Aquellos que hemos perdido físicamente a nuestros padres, sabemos que con el tiempo el dolor y la angustia inicial, va mutando lentamente hacia otros sentimientos o sensaciones. Con el correr de los meses, los años, van aflorando en nuestra memoria los momentos más felices vividos junto a ellos.

De eso se trata este relato, de un momento feliz vivido junto a mi papá, hace hoy, 2 de junio, exactamente 50 años.

Mi papá era un hombre apasionado por el futbol y encausaba su pasión en un equipo de la ciudad. Sus herederos, mi hermano, sus hijos, mis hijos, todos seguimos con esa identificación con el futbol que vamos transmitiendo con los años.

Hace 50 años, en el llamado torneo Metropolitano de aquel entonces los dos equipos de la ciudad llegaban a la última fecha del mismo con posibilidades de ser campeón, uno con el empate se coronaba, el otro necesitaba ganar el partido, había una mínima ventaja, pero ventaja al fin para uno de los dos contendientes.

Ese domingo 2 de junio, amaneció frio, nublado, el partido se desarrollaría como era costumbre de la época a la tarde y, por sorteo, había salido favorecido con la localía el equipo que necesitaba ganar para hacerse del torneo.

Por aquel entonces, tenía yo doce años, próximo a cumplir trece. A mi papá no le entusiasmaba mucho la idea de llevarme, porque lamentablemente siempre rondaba la posibilidad de disturbios, pero mi insistencia logró sus frutos y decidió que lo acompañe. Así que almorzamos livianito, nos subimos al Renault Gordini de mi viejo y partimos a la cancha.

Yo estaba tan contento de ir, y lo miraba a mi papa manejando y sabía que él también estaba contento de llevarme, pero preocupado como todo padre por si las cosas no salían bien, no digo solo deportivamente si no por los mencionados disturbios pos partido.

Este relato no tiene como eje contar tanto lo deportivo, si lo emocional, por eso reflejo escuetamente la parte futbolística. Arrancó ganando el local, y faltando escasos minutos llego el empate de los visitantes, que como habíamos dicho con el empate les alcanzaba para ser campeones. Como era de esperar, ahí comenzó un desbande importante, hinchas visitantes que invadieron el campo de juego para festejar con su equipo, hinchas locales que querían “comérselos” literalmente, la Policía que iba y venía.

Mi viejo me agarró y casi me llevaba flameando por las galerías del estadio buscando la salida, pero en la calle no eran todas rosas: la Policía montada, “escuadrones”, repartía palazos sin distinguir camisetas, edad, sexo, ni religión…

Así como pudimos, ligando varias “caricias” de los muchachos encargados del orden, llegamos hasta donde habíamos dejado el auto, en un pasaje a varias cuadras del estadio y, así, pudimos salir.

Recién ahí nos relajamos un poco después de un rato y pudimos festejar. Éramos hinchas del equipo campeón, nunca pero nunca me voy a olvidar las lágrimas de mi papá, mezcla de tensión por los momentos vividos y de alegría por compartir conmigo, su hijo mayor, el campeonato de nuestro equipo.

Así salimos de la caravana de autos que volvían del estadio, y antes de ir a casa, pasamos por el bar “Blanco” de avenida Pellegrini y Alem, donde tomamos un refrigerio, mientras veíamos el ir y venir de autos por la avenida embanderados con los colores del ganador.

Ya en casa, mi mamá y mi hermano en ese momento de tres años nos esperaban, fue una noche feliz, feliz por lo deportivo y feliz de compartir con mi papá esa jornada. 

Este domingo pasado se cumplieron 50 años de aquel momento, todo el día recordé valga la redundancia aquel día, y saben lo que más recordé, no fue la vuelta olímpica de mi equipo, ni el gol sobre el final que dio el titulo… recordé y tuve presente, como si la hubiese tenido adelante, la cara de mi viejo manejando con lágrimas en sus ojos. Dicen que el cerebro atesora en la memoria cosas que han sido trascendentes. Seguramente, si viviera 50 años cosa que obviamente no ocurrirá, ese recuerdo estoy seguro seguiría latente.

San Juan entre Alem y 1° de mayo

Enrique Pesson

 

Tengo 68 años, nací en el 56, según la sociología pertenezco al período del Baby boom, o sea a los nacidos después de la Segunda Guerra Mundial, entre 1946 y 1963, cuando nuestros jóvenes padres querían olvidar toda la angustia de la guerra y repoblar la humanidad.

Los primeros recuerdos de mi infancia me llevan a San Juan 438, allí nací, soy el tercero de tres varones. El caserón alquilado, con mucho sacrificio mantenido por un solo bolsillo, el de mi padre, y mi madre haciendo malabares para mantener con todo lo primordial a una joven familia de cinco. Es una típica casa “chorizo”, y digo “es” porque todavía subsiste, sin hacerle caso a las demoliciones que atacaron al barrio para llegar a ser hoy el Barrio Martin.

En ese entorno de caserones y conventillos, muy cerca de las barrancas sobre calle Alem, con la yerbatera Martin y el recién inaugurado Monumento a la Bandera como emblemas del barrio, viví una infancia feliz. No teníamos mucho en cuanto a lo material pero sí mucha amistad y solidaridad. Con Carlitos, Pepín y Jorge nos tirábamos cual Fangio en un karting de madera con rulemanes fabricado por mi viejo, éramos el terror de las vecinas y no le temíamos a la barranca. Tampoco le teníamos miedo al tranvía que pasaba por San Juan del oeste al este en esa época. La inconsciencia infantil convivía con el tranvía, el carro lechero y el carro verdulero.

Un poco más adelante en el tiempo comencé la escuela primaria en el “Bernardino Rivadavia”, escuela de barrio trabajador, pública y laica, donde todos convivíamos sin tener en cuenta credo o religión, no existía el bullying, las cargadas no nos afectaban y eran parte de la diversión. Con muchos de aquellos niños y niñas me sigo viendo y compartiendo algún encuentro, incluso nuestra querida maestra de primer grado participa de los mismos. Recuerdo las kermeses, el taller de carpintería, las visitas a los cines “El Nilo” y “Apolo”, la fábrica de leche Cotar.

El fútbol siempre ocupó un lugar importante en mi niñez, hablo de fútbol de potrero, de canchitas de tierra, como la que tenía frente a mi casa y pertenecía al colegio “La Salle”. Los hermanos lasallanos nos permitían a todos los del barrio jugar allí, volvíamos a casa todos embarrados, con las rodillas raspadas, pero sintiéndonos Pelé.

¡Cuántos cambios hubo desde esa época hasta hoy! Sin ir más lejos, pienso en el único teléfono que había en mi cuadra, el de la señora Rosita, mi vecina. Con un grito desde su casa en planta alta que daba a mi patio nos avisaba de una llamada y, allí, salía doña Yolanda, secándose las manos en el delantal para subir corriendo las escaleras y atender el teléfono. También había un solo televisor en la cuadra, el del panadero Don Martínez. Allí, compartíamos con sus niños tardes de series y merienda mirando Combate, Bonanza y el Super Agente 86.

A los diez años pude empezar a jugar al básquet y al fútbol en el viejo y querido club Uria, a dos cuadras de mi casa. Era a mediados de los 60. Dejamos las aventuras de la calle y, luego de los deberes escolares, íbamos al club, que nos alejó y nos contuvo de los peligros de esos años tumultuosos de dictadura. Hoy también tenemos un grupo formado por las distintas generaciones del 40, 50, 60 y 70. Con ellos nos juntamos en el bar Victorio a recordar viejos tiempos a metros del solar donde existió nuestro club.

Un cambio importante en mi vida fue el inicio de la escuela secundaria en el ex Colegio Nacional Nº 1, del 69 al 73. En esta época hubo importantes hechos a nivel mundial y nacional. Por ejemplo, en el 69 la llegada de hombre a la Luna, la formación de los primeros centros de estudiantes con sus luchas reivindicativas, el Rosariazo y el Cordobazo, primeros indicios subversivos y la recuperación de la democracia. Parte de ese cambio del que hablaba antes se debió gracias a los grandes profesores del colegio Nacional; recuerdo clases magistrales de Instrucción Cívica por parte del doctor Jorge Oliveri, Educación Democrática por parte del doctor René Balestra, reconocido abogado y dirigente político, Historia Argentina por parte de la señora Lidia Bielsa, madre de los hermanos Bielsa, y Anatomía por parte del doctor Domingo Costa. 

En el año 1979, mis hermanos ya se habían casado y dejado la casa. Quedábamos mis padres y yo. Gracias a la operatoria 1050 del banco Provincial de Santa Fe, pudimos comprar nuestra propia casa y dejamos el barrio para siempre. Hoy paso por allí cada vez que estoy por la zona, no lo puedo evitar. Me da nostalgia ver los cambios, solo quedan de aquella época mi casa y el colegio “La Salle”, ya sin la canchita. Las barrancas se reemplazaron por edificios, avenidas y parques, la yerbatera desapareció después del incendio de 1970. Aquel barrio ya no existe, tampoco su gente. 

sábado, 7 de septiembre de 2024

Recuerdos de mi padre

Raquel Arroyo


Recordar a mi padre me produce inmediatamente una sonrisa en el alma. Todo, absolutamente todo lo vivido con él me es grato...

Recuerdo nuestras excursiones a la laguna que se formaba atrás de la vía, para cazar ranas; o los días de pesca en el río o en el arroyo Saladillo. Está clarísimo que a mi padre le hubiese gustado tener un hijo varón y a falta de él, llevaba a su nena a esas actividades poco femeninas, pero que tan felices nos hacían. Los dos solos, con esa complicidad que nos unía cada vez que, volviendo de la jornada aventurera, limpiaba cuidadosamente mis manos, mi cara y mi calzado, para que mi mamá no le reprochara haber echado a perder la pulcritud de la niña.

Pero lo que más me gustaba eran los sábados de cine continuado en el cine Heraldo seguidos por los infaltables panqueques con dulce de leche y el remo. Repitiendo la porción hasta que dolía el estómago, lo que, sumado a los caramelos de goma y el praliné del cine, terminaban en una indigestión.

Mi viejo ferroviario... llevándome a la vieja estación del Belgrano, para mostrarles con orgullo a sus compañeros como la nena escribía en la antigua Remington, a pesar de su corta edad.

Mi viejo visitador médico... permitiéndome jugar con las botellitas de remedios, enseñándome las palabras difíciles de los componentes de cada uno y desafiándome a que lo dijera rápido y sin equivocarme. Y entonces yo respondía: “¡Sulfametocipiridacina!”. Y él lanzaba una carcajada de satisfacción que todavía resuena en mis oídos y en mi memoria.

Recuerdo los sábados a la tarde... Verlo prepararse para ir a alentar a su amado Central Córdoba, cuando era local o escuchando el partido tomando mate junto a la radio cuando jugaba de visitante. El Charrúa fue su pasión. Sábado por medio, en el Gabino Sosa, él tocaba el cielo con las manos y volvía a ser “el Negro” junto a los “muchachos” de Tablada. Compartía tribuna con su entrañable amigo Ángel y llenaba de caramelos a “El Gabi” que lo esperaba ansiosamente.

Recuerdos que despiertan mis sentidos... Huelo Lord Cheseline. Veo el brillo de sus zapatos lustrados obsesivamente. Siento en mis pies el calorcito de mis mocasines que él había calentado antes en la hornalla de la cocina. Escucho su risa contagiosa y sus silbidos agudos. Vuelvo a saborear las tostadas crujientes y el provolone a las brasas.

En mi adolescencia fue mi gran compañero, llevándome a los bailes del Club Italiano o yendo a las reuniones de la escuela, alardeando del promedio de su hija. Estaba tan orgulloso de “su” Raquelita. ¡Y yo de MI papá! Me acuerdo de aquella vez que recibí la única amonestación de mi vida, él la firmó en secreto y mi madre jamás se enteró. Una vez más nos unía la cándida complicidad.

Sus nietas y nietos fueron su orgullo y su razón de vida. La relación que tenían estaba fuera de todos los cánones. Tuve la suerte de darle dos nietos varones y lograr que la vida lo reivindique. Y, entonces, tuvo a quienes llevar a la cancha y contagiarles su pasión.

 Tenía la misma facilidad para entablar un diálogo tanto con un investigador científico como con un indigente. Poseía el encanto de atrapar con su sonrisa permanente y su calidez a todos los que lo conocían. Quien hablara una sola vez con él iba quedar prendado para siempre. Siempre lo recordamos con mi hermana y mis hijos como una de esas personas que dejan huellas, que no pasan por la vida solo por el hecho de haber existido. Sus nietos hablan de él cada día de sus vidas y, de esa manera, lograron que aquellos que no lo conocieron lo quieran y lo sientan parte de sus vidas.

 Mi padre, peronista y charrúa. Mi padre, boxeador y ciclista. Mi padre, novio eterno de mi madre. Mi padre, sobreprotector y abuelo cómplice. Mi padre, ético y moral, perteneció a esa rara estirpe en extinción, que piensa que “no todos tenemos un precio”.

 Definitivamente, cuando nació mi viejo se rompió el molde...

 ¡Lo quise tanto! ¡Lo quiero tanto! Y sé que en esta vida nadie, pero nadie, me quiso como él.

 Ningún mal recuerdo perturba su memoria. Solo puedo reprocharle algo... que me haya dejado tan pronto. Porque a mis treinta y cinco, sufrí la orfandad como una niña. Me sentí sola, desprotegida. Con él se fue una parte de mi vida. Todo cambió...  

Y sí... definitivamente tengo un “Electra” importante. Pero si quien lee esto, hubiese tenido la bendición de tener un padre como el mío, no estaría a salvo de padecer el complejo. Se los aseguro.