martes, 28 de mayo de 2019

La botella de sidra


Mónica Mancini

Era el treinta y uno de diciembre de mil novecientos noventa y ocho, estábamos esperando el noventa y nueve y era una situación muy particular.
Éramos siete mujeres, solo mujeres… tres generaciones, la abuela, dos hijas y las nietas, dos de cada una de sus vástagas.
La mesa era redonda y reinaba en el centro del comedor. Estaba preparada para pasar la fiesta. El menú era especial: la entrada de vitel toné, el pollo y la rusa como plato central, ensalada de frutas, el helado, las nueces, el Mantecol, protagonista infaltable del acontecimiento, y la botella de sidra.
Todas la rodeábamos. Cada una de nosotras vivía ese día de una forma muy particular.
La mayor, la nona, había perdido a su compañero y a muchos integrantes de su familia, lo que le ocasionaba el llanto compulsivo llegadas las doc. Se acurrucaba en su silla, tomaba el rolly sec y se aprontaba para derramar las tradicionales lágrimas, siempre vigentes, porque desde que en el cincuenta y ocho falleció su madre, esto se repetía como una película que se rebobinaba una y otra vez.
Mi hermana se había separado recientemente, después de más de veinte años de casada. Estaba debutando en la vida de “mujer sola”. Como era su costumbre intentaba disimular la desazón haciendo chistes y siendo la estrella del arte culinario, esforzándose en la preparación de la mesa, en los detalles del menú, en atender a cada una de las comensales como si fueran invitadas desconocidas. Ella brindaba la calidez del hogar, afianzaba la unión y fortalecía la esencia de la familia.
En cambio, yo llevaba muchos años de divorciada y me mantenía sola, manejaba muy bien esa situación. Si bien nunca me había abandonado el dolor por no poder ofrecerle una familia consolidada a mis hijas, era una maestra para disimular la angustia cuando cada año después de las doce las chicas salían a festejar con sus amigas y partía sola a mi casa con el deseo de que pasara rápido la noche y tranquilizarme cuando las niñas volvieran sanas y salvas al hogar. Poseo la particularidad de adaptarme con facilidad a las nuevas situaciones e intentaba hacerle creer a las otras las ventajas de pasar las fiestas sin hombres. Por ejemplo, nadie hablaría de fútbol, tampoco estarían pidiendo que le alcancen todo lo que se necesita para hacer un simple “pollo asado”, no habría quien criticara la ropa elegida por las chicas para la salida del año nuevo… la casa estaba mucho más ordenada, ya que no había ropa desparramada en la habitación…
En fin, llegadas las 23.45, todas estaban casi convencidas de que pasar las fiestas solas era una bendición y un buen presagio no solo para el año que se aproximaba, sino también para toda la década venidera.
Las chicas eran las que mejor la pasaban. Estaban más habituadas a las vicisitudes de sus madres y a las excentricidades de su abuela. Actuaban como resignadas a vivir lo que viniera y tenían su cabeza en la reunión con las amigas y/o novios y transitaban la fiesta como un trance que duraba poco, que precedía a la verdadera diversión. Esperaban ansiosas las doce, aguantaban unos minutos más para disimular la impaciencia de ponerse la ropa de salir, pintarse y empezar a hacer llamaditos para concretar los encuentros.
Todo transcurría normalmente. La escena era perfecta, porque teníamos la capacidad para disimular lo que estaba pasando por nuestro interior. Nos reíamos de la situación y asegurábamos que, a pesar de ser la primera vez que estábamos solas, era una oportunidad para demostrar que los hombres eran decorativos, entretenidos, pero de ninguna manera indispensables…Todo bien, todo era alegría, buen humor y clima de fiesta hasta que se hicieron las 23.55 y al unísono todas dijeron: “¡El brindis!¡el brindis!”. Fresca y transpirada la botella de sidra aguardaba en el freezer, esperando ser destapada y repartida en las copas, que también estaban correctamente distribuidas. Cuando se situó en el centro de la mesa, todas la miramos, nos miramos, suspiramos y apareció el interrogante que nadie quería ser la primera en expresarlo, hasta que se soltó una carcajada y un grito desesperado: “¡¿Quién la abre?!”. ¡Qué sentimiento de desolación! La abuela rompió en llanto: “¡Ay, por qué me habrá abandonado mi Carlos!”. Nosotras, las hijas miramos a un lado y a otro y comprobamos que ya no teníamos un compañero al que le ofreceríamos la botella, como un gesto que formaba parte de la rutina de la pareja. No vimos nadie. Las chicas hicieron su gesto habitual de “nosotras no sabemos”.
Yo, que llevaba más años experimentando esta situación de tener que resolver lo que se viene cuando no hay un masculino habilitado al lado, respiré hondo y tomé la botella, busqué un repasador grueso para no lastimarme las manos con los alambrecitos, la apreté entre mis piernas, la aferré por el cuello y en mi imaginación apareció la figura del que me había dejado sola en este brete, con fuerza e ímpetu, apreté y giré, apreté y giré; y, así, con una terrible presión, el corcho emprendió su vuelo, breve, triunfal, con un sonido liberador. Las copas se llenaron burbujeantes y todas con ansiedad las chocamos, pero esta vez, no fue “¡feliz Año Nuevo!” lo que dijimos, entre el sonido límpido de los cristales se escuchó un “¡Viva la emancipación femenina!”.


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