viernes, 17 de mayo de 2019

El Estrella del Norte


Mónica Mancini

En las nochecitas de verano, cuando cenábamos en el patio y escuchábamos la sirena y el ritmo del tren: chuc… chucu… chuc… piiiiii… chucu… chuc. Mi hermana decía que en él viajaba un tío nuestro al que nunca conocimos y que jamás se bajaba, la gracia consistía en gritar las dos juntas: “¡Chau, tío Pancho, trae regalos!”. Y se cerraba el juego con una sonora carcajada.
Seguir con nuestra imaginación el camino que seguía también era otro juego. Asociábamos su recorrido con lo que veíamos en las películas de Hollywood y, en ese ensueño, viajábamos en los camarotes y éramos protagonistas indiscutibles de situaciones cinematográficas. Eso formaba partes de uno de los tantos entretenimientos de la hora de la siesta, mágica, de la infancia durante la que hacíamos las peores travesuras.
El tren, con su música monótona, también aparecía en los juegos de la calle “Martín Pescador, ¿se puede pasar?”. “pasará, pasará, pero el último quedará”. Y, así, enlazados en una cadena de manos y manitos, recorríamos la calle, pasábamos por la puerta de “los melli”, por el kiosco de la Pirucha, dábamos la vuelta por la esquina, hasta que volvíamos a la barrera, que nos atrapaba y repetíamos la pregunta. Solo se descarrilaba cuando se oían los gritos de “¡a comer!” de las madres. Se mezclaban con los sonidos de las chicharras y las lucecitas intermitentes de los bichitos.
Ese tren de nuestra infancia, se transformó cuando en los años posteriores papá se fue a vivir a Tucumán e íbamos frecuentemente a visitarlo. Claro, no viajábamos en camarotes sino en la “clase única” del famoso “Estrella del Norte”. Los asientos eran como los de las plazas, con maderitas que después de un rato se te clavaban en el cuerpo y no había modo de conciliar el sueño. Pero ese viaje también era una aventura, porque lo hacía con mi hermana y ella tenía la capacidad de construirla.
Las noches eran largas y estaban invadidas por los soldados que volvían a sus casas. Los pobres tenían que viajar parados y se nos tiraban encima al sentarse en el apoya-brazos. Cuando atravesábamos los camarotes para ir al baño o al salón comedor, más de uno trataba de entablar una relación más cercana con nosotras, adolescentes algo voluptuosas que viajábamos solas; y era ahí cuando mi hermana revoleaba su cartera, en la que frecuentemente portaba cosméticos en frascos de vidrio. Los pobres soldados terminaban golpeados, pero nos abrían el paso, temerosos de la “cartera voladora”.
Viajábamos con la ventanilla abierta y el paisaje monótono pasaba como una película avanzada. El tren paraba en “La Banda”, una localidad de Santiago del Estero. Allí, se escuchaba el pregón de las mujeres que vendían “catas” y “rosquetes” con las “eses” muy marcadas. Algunos “colimbas” se bajaban allí y se perdían en la siesta norteña. También subían otros que recorrían solo el trayecto que faltaba para llegar a Tucumán.
 Innumerables personajes conocimos en esos viajes, especialmente en el “vagón comedor” en el que teníamos que compartir las mesas, ya que el espacio era reducido. Era la oportunidad para conversar y acortar el largo viaje. Fue así como conocimos a un suizo mochilero que recorría el mundo, toda una novedad para la época; a artistas amantes del folclore; a deportistas. Cada viaje nos dejaba un sabor a aventura.
Todo empezaba en Rosario Norte, era puro movimiento en la estación. Había bares, kioscos de revistas y vendedores ambulantes. En sus alrededores reinaban restaurantes familiares, y, paradójicamente, unos cuantos burdeles y muchos negocios de todos los rubros.
El día del viaje, nos parábamos en la plataforma y esperábamos al Estrella con gran ansiedad, venía de Buenos Aires. Cuando su rostro amarillo y negro se asomaba en la curva era como concretar un sueño…todo volvía a empezar y con muchas paradas mediante, nos daba la bienvenida la estación tucumana, bella y pintoresca.
Hoy, pienso frecuentemente en él y lo imagino vigoroso, apareciendo por la curva de Rosario Norte, con su locomotora espléndida, su vagón comedor, la clase única, la primera… De ninguna manera, deseo relacionarlo con esos hierros herrumbrados, que yacen abandonados en las vías a lo largo y a lo ancho de nuestro país.
El Estrella del norte no solo fue un tren en nuestra adolescencia. Protagonizó aventuras, emociones fuertes, enamoramientos, que de ninguna manera hubiesen sucedido sin su presencia.
Su nombre fue muy bien elegido: fue una verdadera estrella.

1 comentario:

  1. Para ti fue el Estrella del Norte, Para mí El Serrano que cada verano de mi niñez me llevaba a Córdoba para abordar el Cochemotor que nos dejaba en La Falda. Así fueron pasando veranos que dejaron su impronta de recuerdos que hoy desearía volver a vivir.
    Precioso relato, gracias por compartir.
    Un abrazo.

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