martes, 28 de mayo de 2019

Con o sin helado

Rogelio Lanese

No todo pasado fue mejor.
Fue una experiencia traumática.
Cuando en el seno familiar existía un profesional médico, todas y cada una de las consultas iban direccionadas hacia ese semidios con forma humana.
En nuestra estructura había dos profesionales médicos; uno otorrinolaringólogo y otro cardiólogo.
Con mis nueve años, al cardiólogo no había ido… todavía.
Sin embargo, por afecciones gripales, resfríos, faringitis, etcétera, era bastante seguida la concurrencia al otorrino.
Todo se resumía a consulta y medicación posterior.
Ahora bien, en una oportunidad se le ocurre al doctor dejar en la mente de mis padres la sugerencia de la operación de amígdalas.
A partir de allí comienza el trabajo de ablandamiento y sobre todo convencimiento hacia mi persona para que me realizara esa intervención.
¿Cuál era la ventaja comparativa?
Primer punto: era imprescindible extirpar las amígdalas y, además, por si eso fuera poco me iba a operar un profesional en el cual depositaban su entera confianza.
Segundo punto: daban por descontado que el señor dolor no se iba a hacer presente.
Tercer y último punto: como esa operación se iba a llevar a cabo en época estival, iba a poder comer mucho helado para que cicatrizara rápido, asumiendo que este mecanismo era lo suficientemente compensatorio.
La operación se realizó en forma normal.
Me dolió mucho; para ser más exacto, muchísimo.
El tipo de anestesia era muy rudimentaria y, por lo tanto, sentí todo el desgarro en mi garganta.
Del dolor que tenía me olvidé del helado, por la simple razón de que me costaba mucho tragar.
Según el profesional actuante todo salió de maravillas.
La cicatrización fue bastante rápida, aún sin helado.
Ahora bien, el tema lo vuelvo a retomar teniendo cuarenta años y el médico de la especialidad, que para tener en cuenta era mi tío, ya no se encontraba en este mundo.
Cuando hago una consulta por un proceso faríngeo que me molestaba, me revisa un otorrino muy amigo mío y, ¡oh, sorpresa!
—¿Quién te operó de amígdalas?
—Mi tío, ¿Por qué lo preguntas?
—Es que no entiendo por qué te dejo un pedazo de amígdalas.
—Ah, bueno.
Imagine quien está leyendo este relato mi cara. Raudamente mi mente se trasladó a aquellos nueve años, donde la referencia no fue de alabanza hacia aquella situación experimentada.
En definitiva, nunca supe si era necesaria la intervención, pero además de dolerme la garganta, me sentí traicionado, porque hicieron uso de los mandatos establecidos con una promesa tan básica como el consumo de helado, que tampoco pude disfrutar. 
En el pasado, por lo menos en el mío, los mandatos familiares tenían una forma absolutamente vertical, sin posibilidades ciertas de apelar o negociar siquiera.

1 comentario:

  1. Tu relato me remite a mi niñez cuando un facultativo consideró que debían operarme, por suerte no sucedió y hoy a tantos años parece que se equivocó. Suerte para mí aunque me perdí el helado.
    Como dices con nuestros mayores no se podía negociar.
    Un abrazo.

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