domingo, 19 de mayo de 2019

Mi barrio, mi infancia


Estela Ceñera

De niña vivía a dos cuadras de la plaza Bélgica y a cuatro cuadras del parque Urquiza.
Las calles de mi barrio eran empedradas, circulaban muy pocos autos, o sea, que teníamos todo el espacio del mundo para transitarlas cómodamente. Las casas eran bajas no había ningún edificio en la cuadra y los vecinos eran casi nuestros parientes. Allí, transcurrió mi infancia.
Los varones, entre ellos mi hermano, jugaban a las carreras con autitos de plástico rellenos con plastilina y le colocaban ballenitas de los cuellos de las camisas para facilitar la suspensión. También las figuritas formaban parte de la diversión, pero era un poco peligroso porque tumbaban las figuritas con una tuerca grande y terminaban recibiendo un baldazo de agua desde las ventanas, porque rompían los frentes de las casas.
El juego preferido era la pelota, que siempre caía en la casa de una vecina, quien las guardaba en un baúl y quedaban en caución. El problema era que, cuando se terminaba el dinero para comprar nuevas, me llamaban para socorrerlos, porque yo era muy amiga de esa señora. Por lo tanto, me iba a tomar el té con ella y en “el mientras tanto” los chicos saltaban el tapial y recuperaban el tesoro, por milagro de Dios.
Nosotras, las nenas cazábamos mariposas con una red, jugábamos a la rayuela, a saltar la soga, un poco a las muñecas y cuando una amiga nos prestaba la bici la usábamos. Yo le tenía mucha rabia a esa amiga porque su papá era adinerado (banquero de quiniela) y tenía sulky, monopatín y la mejor muñeca, motivo por el cual cuando no me prestaba la bici y la hacía caer. En la adolescencia fue mi amiga del alma.
Reconozco que yo era terrible. Desaparecía de mi casa como por arte de magia. Un día me subí al carro del lechero, quien me encontró entre los tachos dos cuadras después y como corresponde me devolvió a mi casa. Ni contar la réplica de mi madre.
También era la defensora oficial de mi hermano; a pesar de que era cinco años mayor que yo, ejercía justicia. Cuando sus amigos lo molestaban, usaba los tomates feos que tiraba el verdulero en la calle para arrojárselos sobre las blancas e impecables camisas.
Una vez, fui en busca de una pata enorme de una mesa de madera desarmada que había en mi casa para defender a mi hermano en una pelea. El amigo salió corriendo pidiéndole auxilio a mi mamá y otra vez vino la réplica de mi madre.
Al final de la tarde, todos juntos nenas y varones terminábamos merendando en el pasillo de mi casa, que era el lugar de picnic y campamentos. Eso sí, sin rencores. Éramos un grupo maravilloso.
Así, transcurrió mi infancia muy, muy feliz hasta los doce o trece años, cuando me di cuenta y pude ver o tomé conciencia de que tenía un padre alcohólico y mi vida cambió para siempre. A lo mejor en algún momento puedo escribir sobre él.



2 comentarios:

  1. Bellisima estampa de un tiempo de infancia feliz donde los juegos nos eran comunes y las reuniones a tomar la leche entre amigos eran infaltables. Lamento ese final triste, pero es la vida...
    Un abrazo y gracias por los lindos recuerdos.

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  2. Muy divertida tu historia, toda una transgresora !! Gracias por compartirla

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