jueves, 2 de mayo de 2019

Salsipuedes

Silvia Gusmerini

Para los años que corrían, la distancia era muy grande. Córdoba significaba siete u ocho horas de auto, calor en la carretera, fastidio por llegar, paradas para disfrutar los sándwiches de mamá a la vera del camino y la ansiedad latente de los ocho, nueve, diez años bullendo dentro.
Las curvas y contracurvas de las sierras nunca me gustaron. Y ya al final del viaje enfrentarlas tornaba la situación en un evento casi intolerable.
Finalmente, la llegada al chalé. La llegada a Villa Tonia.
Villa Tonia querida de mi infancia. El rincón gestado, atesorado, amado por mis abuelos. Casa de familia surgida de la unión de esos hermanos y sus papás inmigrantes, quienes habían descubierto en esa provincia el solaz para la salud y la unión familiar. Antonio, Pedro, Matilde, Aurora y Delia movidos por sus mayores, a quienes ya no conocí, llevaron adelante este emprendimiento testigo de tantos maravillosos momentos pasados en familia. “El Chalé” como todos lo llamábamos estaba al pie de una sierra y tenía muchas habitaciones. Desde mis ocho a trece años me parecía inmenso…. Y lo era. La quinta con frutales, la huerta, el gran comedor, la cocina con horno a leña y la pileta formaron el marco que nos cobijó a mí y a mis primos gran parte de nuestra infancia.
Trabajaban los mayores a destajo, la generación que le seguía (la de mis padres) lo disfrutaba sobre todo y nosotros los niños éramos los protagonistas de cuanta aventura y travesura se suscitaba. Trepar a la higuera, refugiarnos bajo el tala a la hora de la siesta para probar los primeros cigarros hecho con chala y barba de choclo, robar de la parra los racimos cuando ya estaban pintones. El valor del disfrute de lo prohibido no tenía precio.
Algunos veranos los primos mayores organizaban una función de teatro. Nora y Ariel eran los encargados. En los ensayos, nosotros, los más chicos, siempre éramos relegados a papeles secundarios. Practicar, estudiar, ver dónde nos parábamos, cómo nos movíamos, en qué momento salíamos a escena, todo ello nos ocupaba tardes enteras. Y el día del estreno, ¡oh!, el día del estreno era el acontecimiento de la temporada. Se desplegaban sillas y reposeras frente al portón de entrada y allí sentados los mayores se desvivían en aplausos y vítores ante tan encumbrado elenco. Los saludos, las gracias y la satisfacción del éxito colmaban nuestros frágiles e impolutos corazones.
Las tardes de pileta y las carreras hundidos en las cámaras de camión negras, brillosas, rebozantes, aleteando por el primer puesto y gritando a más no poder, formaron parte de tantos otros momentos grabados a fuego entre las imágenes de niñez.
Llegaba la preadolescencia y los intereses empezaban a cambiar. Después de intensos día de agua y sol había que ponerse de punta en blanco y partir dos kilómetros a pie hasta el pueblo para tomar una Crush en el único bar al que acudían los más jóvenes. Mucha charla, muchas risas y miradas que anticipaban lo que vendría: ¡la tan temida adolescencia!
Y llegaron los doce, los trece, los catorce.Y así comenzamos a disgregarnos. Los intereses eran otros. Quedaba en cada ciudad natal un noviecito o noviecita que hacía suspirar y añorar cuando la distancia separaba. Los chicos nos hacíamos grandes y los grandes se hacían viejos. Los del medio, inmersos ya en preocupaciones no asumían el cuidado del chalé, su organización y mantenimiento como lo había hecho la generación fundadora.
Sucedió lo previsible e inevitable. Hubo resistencia, desacuerdos, idas y vueltas hasta que finalmente Villa Tonia se vendió.
¡Nos sentíamos corazones partidos que revoloteaban en un mar de recuerdos y no podían frenar el presente que se imponía! 
En cada uno de nosotros quedó un retazo de algún momento único que seguro vivimos como el mejor; y en todos, ese sabor dulce que guardamos entre los primeros inalterables recuerdos de vida, recuerdos de infancia.

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