Carmen Gastaldi
“Cultivo una rosa blanca
en junio como en enero”
José Martí
En un relato
anterior comenté que habían acudido a mí varios recuerdos, haciendo solo
mención de ellos y mi reflexión fue que había mucho para contar de cada uno de
los personajes que allí mencioné, dejando entrever que lo haría, pero más
adelante.
Entre esos recuerdos asoma la figura de Elena,
amiga de mamá, que trabajaba en Picardo, una fábrica de cigarrillos, a una
cuadra de casa. Su presencia entre nosotros era bastante asidua, por supuesto,
para charlar con mi madre, pero también por un hermano de ella del cual estaba
muy enamorada. Creo que él nunca “la vio”, a pesar de que Elena no pasaba
desapercibida, pues era una bella muchacha, alta, de buen porte, de tez morena
clara, ojos oscuros, muy bellos, pelo negro y una boca roja muy sensual y
siempre sonriente. Pero para mi tío tenía un gran inconveniente: era judía.
En mi casa de
Pichincha teníamos dos patios y tres parras. En el primero, dos de ellas y una
tercera en el patio de atrás. Una era de uvas rojas y grandes, otra de uva
chinche y una de moscatel. Cuando comenzaba la inflorescencia, las hojas se
mostraban de un verde claro, suaves al tacto, tiernas, grandes y aromáticas.
Cuando sucedía eso,
Elena, haciendo gala de su origen, se paraba debajo de las parras,
observándolas, seleccionando las hojas más grandes y tiernas, las cortaba y se
llevaba gran cantidad de ellas. Estas eran utilizadas para hacer “niños
envueltos en hojas de parra”, comida judía muy tradicional, que ellos llamaban
“Yaprake”. En oportunidades traía varias bandejitas para que comiéramos en
casa. Mi tío jamás tomó uno ¿tendría miedo que le pusiera algún gualicho o solo
lo hacía de odioso que era, nomás?
La casa de Elena estaba
por la misma calle que la nuestra, a unas ocho cuadras aproximadamente. A veces
íbamos con mamá y ella, seguía pasando siempre.
Mi tío se casó y se fue de casa, pero Elena
siguió viniendo y llevándose hojas de parra.
Un día sentí una
conversación de mi madre con mi abuela. Ambas preocupadas por la salud de
Elena. Dejó su trabajo en la tabacalera. Nosotros nos mudamos lejos, a una casa
sin parras. Se espaciaron las visitas. La extrañábamos y siempre la
recordábamos con sus anécdotas.
Elena siguió
visitándonos. Se la veía desmejorada y bastante más delgada. Una tarde, como
tantas otras la acompañamos hasta el ómnibus… no volví a verla.
Teníamos una foto
encuadernada. A mí me encantaba verla, por lo bella que estaba, con un traje
chaqueta color bordó, sentada en un alto taburete, una pierna estirada tocando
el suelo, la otra recogida, la chaqueta abierta mostraba una delicada camisa
blanca, su mano izquierda apoyada en la cintura y su cara desafiante y dulce a
la vez.
En la contratapa de
puño y letra una dedicatoria: “Julita, siempre seremos las mejores amigas… Elena”.
Al poco tiempo
mamá, tal vez, ¡fue a encontrarse con ella!
Querida amiga; primero nos atrapas con un título tan sugerente, luego la historia idílica de una soñadora, cuyo corazón se desvivía por tu tio para luego llevarnos por el camino triste del recuerdo. Solo faltó que tus uvas se convirtieran en vino para brindar por tan bella historia.
ResponderEliminarUn abrazo.