Nora Rotger
Era noviembre de 2001. Caos dentro y fuera de mi casa. Hacía algunos meses que había muerto mi madre, súbitamente, y yo no había tenido tiempo siquiera a imaginarme como sería mi vida sin ella. Hija única, a pesar de que me casé muy joven, tuvimos siempre una relación muy estrecha. Ella, una mujer de carácter fuerte y dominante, con dulzura, pero con firmeza, siempre marcó el ritmo de la casa y tuvo un marido que mansamente la acompañó en todas sus decisiones.
Cuando ella partió, quedé sin reacción, simplemente esperando y, por fin llegó, ese acontecimiento que me iba a sacar de mi letargo y mi dolor, que me iba a mantener activa de ahí hasta el fin de mis días.
Comienzo a sentirme mal, rara, cansada. Supuse que era parte del duelo. Después de mucha insistencia de mi familia, voy al médico y, tras breves estudios, la noticia, mejor dicho, la bomba: estoy embarazada. Sí, yo, a mis 43 años, con tres hijos grandes, los dos mayores 20 y 18 años, ya encaminados en sus carreras universitarias; el más chico, de 11 años, entrando en la adolescencia; y ahora, un bebé.
Primero asombro, después miedo, terror, incertidumbre ¿Qué pasaría? ¿cómo reaccionarían mis hijos ante la noticia? ¿lo aceptarían? Pensaba que los más grandes se querrían ir de casa, ¿tenía yo derecho a cambiarles la vida?
Pasaban los días y nadie lo sabía excepto mi esposo, no me animaba a decírselo a mis hijos, no sabía cómo.
Un día, en medio de un almuerzo familiar, se hizo público el secreto: mamá está embarazada. Muy lejos de lo que había imaginado, todo fue una fiesta, llamados a sus amigos y familiares para contar la novedad, peleas por la elección del nombre, querían participar en todo.
Mi hija de dieciocho años se convirtió en mi sombra, me cuidaba, me acompañó a cada consulta con el obstetra. Supimos el sexo el día de su cumpleaños y llegó a decir “es el mejor regalo que nunca soñé”. Era una nena, todo era perfecto, dos varones, dos nenas y un día, promediando el quinto mes de embarazo, ella le pregunta al médico si podía asistir al parto, a lo que el médico responde: “Si está todo bien y tu mamá no se opone, no hay problemas”. Y, de hecho, parí a los cuarenta y cuatro años, de parto natural, una hermosa bebé de más de tres kilos de peso, teniendo a mi esposo de un lado y a mi hija del otro en la cabecera de la camilla de la sala de partos. Recuerdo que, cuando nació, el médico en tono de broma preguntó: “¿A quién se la doy?”.
Clara fue creciendo hermosa y feliz, su padrino, el mejor amigo de mi hijo; su madrina, la mejor amiga de mi hija; y así mil anécdotas donde mi hija era la mamá y yo la abuela.
Clara seguía creciendo con todos los condimentos para ser la más caprichosa, consentida y malcriada de todos los niños, se convirtió no solo en la dueña de nuestros corazones, sino también de nuestra casa, nuestro tiempo y nuestras preocupaciones.
Como la perfección no existe y la felicidad total tampoco, algo empezó a andar mal. Otra vez raro, otra vez consultas médicas, me decían “no pasa nada”, pero mi instinto de madre y la experiencia de haber criado a otros tres me decía que algo no estaba bien y así fue, un día, parafraseando a Alberto Cortez, empecé a vivir la otra mitad de mi vida. En un simple papel encontré la respuesta a la pregunta que tantas veces me había hecho, el porqué de la llegada de Clara a mi vida, era el motivo por el cual yo, de ahí en más iba a levantarme de todos los dolores y contratiempos, lo que me obligaría a estar bien, a superarme día a día.
Clara me iba a necesitar siempre y yo tenía que honrar ese compromiso con la vida.
Clara tiene autismo.
Este seguramente va a ser argumento de futuros relatos...
Primero asombro, después miedo, terror, incertidumbre ¿Qué pasaría? ¿cómo reaccionarían mis hijos ante la noticia? ¿lo aceptarían? Pensaba que los más grandes se querrían ir de casa, ¿tenía yo derecho a cambiarles la vida?
Pasaban los días y nadie lo sabía excepto mi esposo, no me animaba a decírselo a mis hijos, no sabía cómo.
Un día, en medio de un almuerzo familiar, se hizo público el secreto: mamá está embarazada. Muy lejos de lo que había imaginado, todo fue una fiesta, llamados a sus amigos y familiares para contar la novedad, peleas por la elección del nombre, querían participar en todo.
Mi hija de dieciocho años se convirtió en mi sombra, me cuidaba, me acompañó a cada consulta con el obstetra. Supimos el sexo el día de su cumpleaños y llegó a decir “es el mejor regalo que nunca soñé”. Era una nena, todo era perfecto, dos varones, dos nenas y un día, promediando el quinto mes de embarazo, ella le pregunta al médico si podía asistir al parto, a lo que el médico responde: “Si está todo bien y tu mamá no se opone, no hay problemas”. Y, de hecho, parí a los cuarenta y cuatro años, de parto natural, una hermosa bebé de más de tres kilos de peso, teniendo a mi esposo de un lado y a mi hija del otro en la cabecera de la camilla de la sala de partos. Recuerdo que, cuando nació, el médico en tono de broma preguntó: “¿A quién se la doy?”.
Clara fue creciendo hermosa y feliz, su padrino, el mejor amigo de mi hijo; su madrina, la mejor amiga de mi hija; y así mil anécdotas donde mi hija era la mamá y yo la abuela.
Clara seguía creciendo con todos los condimentos para ser la más caprichosa, consentida y malcriada de todos los niños, se convirtió no solo en la dueña de nuestros corazones, sino también de nuestra casa, nuestro tiempo y nuestras preocupaciones.
Como la perfección no existe y la felicidad total tampoco, algo empezó a andar mal. Otra vez raro, otra vez consultas médicas, me decían “no pasa nada”, pero mi instinto de madre y la experiencia de haber criado a otros tres me decía que algo no estaba bien y así fue, un día, parafraseando a Alberto Cortez, empecé a vivir la otra mitad de mi vida. En un simple papel encontré la respuesta a la pregunta que tantas veces me había hecho, el porqué de la llegada de Clara a mi vida, era el motivo por el cual yo, de ahí en más iba a levantarme de todos los dolores y contratiempos, lo que me obligaría a estar bien, a superarme día a día.
Clara me iba a necesitar siempre y yo tenía que honrar ese compromiso con la vida.
Clara tiene autismo.
Este seguramente va a ser argumento de futuros relatos...
La vida nos sorprende a cada momento, mezclando la alegría y el drama, pero eso nos motiva a continuar y ser más fuertes no solo por nosotros sino por quienes nos rodean.
ResponderEliminarMe llegó tu relato.
Un abrazo.