lunes, 3 de junio de 2019

La gran noticia


Nora Rotger

Era noviembre de 2001. Caos dentro y fuera de mi casa. Hacía algunos meses que había muerto mi madre, súbitamente, y yo no había tenido tiempo siquiera a imaginarme como sería mi vida sin ella. Hija única, a pesar de que me casé muy joven, tuvimos siempre una relación muy estrecha. Ella, una mujer de carácter fuerte y dominante, con dulzura, pero con firmeza, siempre marcó el ritmo de la casa y tuvo un marido que mansamente la acompañó en todas sus decisiones.

Cuando ella partió, quedé sin reacción, simplemente esperando y, por fin llegó, ese acontecimiento que me iba a sacar de mi letargo y mi dolor, que me iba a mantener activa de ahí hasta el fin de mis días.

Comienzo a sentirme mal, rara, cansada. Supuse que era parte del duelo. Después de mucha insistencia de mi familia, voy al médico y, tras breves estudios, la noticia, mejor dicho, la bomba: estoy embarazada. Sí, yo, a mis 43 años, con tres hijos grandes, los dos mayores 20 y 18 años, ya encaminados en sus carreras universitarias; el más chico, de 11 años, entrando en la adolescencia; y ahora, un bebé.

Primero asombro, después miedo, terror, incertidumbre ¿Qué pasaría? ¿cómo reaccionarían mis hijos ante la noticia? ¿lo aceptarían? Pensaba que los más grandes se querrían ir de casa, ¿tenía yo derecho a cambiarles la vida?

Pasaban los días y nadie lo sabía excepto mi esposo, no me animaba a decírselo a mis hijos, no sabía cómo.

Un día, en medio de un almuerzo familiar, se hizo público el secreto: mamá está embarazada. Muy lejos de lo que había imaginado, todo fue una fiesta, llamados a sus amigos y familiares para contar la novedad, peleas por la elección del nombre, querían participar en todo.

Mi hija de dieciocho años se convirtió en mi sombra, me cuidaba, me acompañó a cada consulta con el obstetra. Supimos el sexo el día de su cumpleaños y llegó a decir “es el mejor regalo que nunca soñé”. Era una nena, todo era perfecto, dos varones, dos nenas y un día, promediando el quinto mes de embarazo, ella le pregunta al médico si podía asistir al parto, a lo que el médico responde: “Si está todo bien y tu mamá no se opone, no hay problemas”. Y, de hecho, parí a los cuarenta y cuatro años, de parto natural, una hermosa bebé de más de tres kilos de peso, teniendo a mi esposo de un lado y a mi hija del otro en la cabecera de la camilla de la sala de partos. Recuerdo que, cuando nació, el médico en tono de broma preguntó: “¿A quién se la doy?”.

Clara fue creciendo hermosa y feliz, su padrino, el mejor amigo de mi hijo; su madrina, la mejor amiga de mi hija; y así mil anécdotas donde mi hija era la mamá y yo la abuela.

Clara seguía creciendo con todos los condimentos para ser la más caprichosa, consentida y malcriada de todos los niños, se convirtió no solo en la dueña de nuestros corazones, sino también de nuestra casa, nuestro tiempo y nuestras preocupaciones.

Como la perfección no existe y la felicidad total tampoco, algo empezó a andar mal. Otra vez raro, otra vez consultas médicas, me decían “no pasa nada”, pero mi instinto de madre y la experiencia de haber criado a otros tres me decía que algo no estaba bien y así fue, un día, parafraseando a Alberto Cortez, empecé a vivir la otra mitad de mi vida. En un simple papel encontré la respuesta a la pregunta que tantas veces me había hecho, el porqué de la llegada de Clara a mi vida, era el motivo por el cual yo, de ahí en más iba a levantarme de todos los dolores y contratiempos, lo que me obligaría a estar bien, a superarme día a día.

Clara me iba a necesitar siempre y yo tenía que honrar ese compromiso con la vida.

Clara tiene autismo.


Este seguramente va a ser argumento de futuros relatos...

1 comentario:

  1. La vida nos sorprende a cada momento, mezclando la alegría y el drama, pero eso nos motiva a continuar y ser más fuertes no solo por nosotros sino por quienes nos rodean.
    Me llegó tu relato.
    Un abrazo.

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