Héctor Carrozzo
Como era habitual en
todos los veranos, estábamos de vacaciones en Pascanas, en la casa de los tíos.
Quizás haya sido en el verano del 52-53, cuando nos anunciaron que el fin de
semana nos íbamos al campo de los Stieffel. Nos iban a mostrar el campo a los “blanquitos”
de la ciudad.
Los arreglos ya
estaban hechos. El señor Stieffel nos llevaría en su auto al campo el viernes
en la noche y nos traería de regreso el domingo a la tarde. El auto era un
Pontiac, creo, inmenso donde entraba un batallón de personas. Recuerdo que ya
estábamos listo para abordar el transatlántico dos horas antes de lo acordado.
El viaje no era
muy largo, quizás uno a dos horas en auto por aquellos caminos de tierra muy poceados y mal mantenidos porque la champion no pasaba rutinariamente. La tremenda
distancia sería de 20 a 30 kilómetros.
Salimos por el camino
de tierra que va Chazón y pasados unos kilómetros giramos a la izquierda.
Habríamos hecho unos kilómetros y nos encontramos con un gran escollo. Un vado
en el camino, lleno de agua, nos impedía continuar. Era profundo y por ello no
querían arriesgar. Pero, por suerte, apareció un tractor que nos ayudó a
sortear el escollo. Después, continuamos sin inconvenientes. Llegamos a la
casona que habitaban nuestros amigos y nos ubicaron en las habitaciones. Cena y
a dormir temprano, no había luz eléctrica y menos televisión.
La casona era
enorme con muchas habitaciones, área de servicio y un hall central. Me acuerdo
que en ese hall habían instalado una incubadora, que tenía huevos de pollos en
proceso. No puedo recordar cómo se mantenía calefaccionada, pero imagino que a
kerosene. De hecho, la iluminación era solo faroles a kerosene y velas. En el
hall central había una estufa a leña empotrada en uno de sus ángulos.
El edificio
principal era una construcción de mampostería y madera, techo a dos aguas. Se
ingresaba por una escalinata al hall central, que dividía la casa en dos partes,
una con las habitaciones que serían unas ocho o diez y del otro lado estaba el
área de servicio, cocina, comedor y demás dependencias. Afuera estaban el
molino de viento, y el tanque australiano para almacenar agua y como piscina. También
había una enorme huerta que proveía las principales verduras. Una gran arboleda
con ejemplares añosos y enormes rodeaba el gallinero, el chiquero y el corral
para la caballada de montar, que estaban un poco más alejados y orientados
vientos abajo, Había un par de galpones con herramientas de trabajo, la casa del
“encargado” y de algún ayudante para las tareas del hogar y la cocina.
Al otro día de
llegar, desayunamos temprano y salimos a pasear por los alrededores de la
casona, a visitar la huerta y los corrales de las aves siempre acompañados por
los hijos de don Stieffel. Por el predio cruzaba un arroyo, bueno arroyito o más
bien un hilo de agua, que en un sector tenía un diquecito para retener agua en
una especie de laguna, que servía como reserva de agua para los animales. Fue
allí donde mi hermano perdió pie en el borde y cayó a la laguna. Por suerte,
uno de los Stieffel estaba cerca y alcanzó a sacarlo.
Las actividades se
completaban con recorridas en sulky, caminatas varias, excursiones a caballo
por los alrededores de la casona, por los corrales de las vacas, campos recién
cosechados, etcétera.
Para nosotros era
todo mezcla de asombro y admiración. Era nuestra primera visita “al campo” y
ver los animales que nos habían mostrado en aquellos inmensos manuales de la
escuela. Fue una experiencia memorable que aún hoy añoro y recuerdo con cariño.
Me he imaginado algunas veces regresando esa casona, que seguramente no existe
más.
El campo siempre sorprende al citadino, más aún cuando es un niño. Son vivencias que quedan para siempre en nuestra memoria.
ResponderEliminarMe encantó tu relato.
Un abrazo.