martes, 25 de junio de 2019

Una escuela para Clara



Nora Rotger



Clara tenía dos años cuando tuvimos su diagnóstico de autismo. Lo primero que indicó el neurólogo fue que asistiera a un jardín maternal con niños neurotípicos.

Así, fue por dos años a un jardín, donde con conductas de aislamiento y de intereses restringidos, pasó sin mayores problemas.

Al llegar a los cuatro años, la edad de jardín, no se me ocurrió otra cosa que inscribirla en la misma escuela donde habían concurrido sus tres hermanos mayores. Es una escuela privada, laica, muy reconocida de nuestra ciudad. Como yo siempre fui una buena “clienta”, que pagaba puntualmente las cuotas y las matrículas, no tuvieron ningún inconveniente en aceptarla, sin importar que no tenían ni idea de lo que era el autismo, la inclusión escolar ni las adaptaciones que ella necesitaría.

Clara empezó su jardín y, a la semana, me citaron a una reunión urgente, donde todo era quejas: “No responde consignas”, “no hace caso”, “no habla”, “no se relaciona”. ¿No sé qué parte de que Clara tiene autismo no habían entendido? Me pidieron una acompañante terapéutica de tiempo completo y así terminó el año.

Al momento de renovar la inscripción, por supuesto, me dijeron la ya consabida frase: “No estamos preparados para contener a Clara”. Me sugirieron para mi hija una escuela especial, contra la opinión de todos sus terapeutas.

Así fue como me encontré en el mes de noviembre, expulsada de esa gran familia de la escuela, que durante tantos años me supieron vender y ahora, que los necesitaba, me cerraban las puertas.

Recuerdo que salía por las mañanas, tal cual joven que busca un empleo, con un listado de escuelas y una carpeta con fotocopias con todos los informes terapéuticos de Clara. Visitaba colegios públicos, privados, laicos, religiosos, cercanos o lejanos, nada me importaba, yo solo quería una escuela para mi hija.

Se dieron hechos curiosos, como por ejemplo en un mismo día pasar por una escuela católica, una ortodoxa, y hasta una manejada por una iglesia evangélica, tal era mi desesperación, que yo no tenía otra pretensión que mi hija pudiera empezar su primer grado.

A todo esto, Clara ya sabía leer y escribir, estaba perfectamente alfabetizada, cosa que logró sola, con su computadora y su asombrosa memoria visual. A los tres años, leía y escribía perfectamente y así fue siempre, porque su problema es de conducta, no de aprendizaje. No encaja en los ámbitos considerados normales, llámese a esto, quedarse sentada demasiado tiempo, hacer o dejar de hacer actividades que no sean de su interés, y mucho menos seguir reglas de cortesía, como saludar o pedir permiso.

Yo entraba a las entrevistas, dejaba toda la documentación y salía con la promesa de un llamado que nunca llegaba.

Así lo seguí intentando hasta que un día ocurrió. Se abría un nuevo turno en una escuela y como había poca matrícula, se acordaron de mí, que por supuesto acepté inmediatamente; y así fue como mi hija, con amor, paciencia, pero sobre todo con empatía, terminó su séptimo grado, en una escuela común, rodeada de niños que la aceptaron tal cual es y la ayudaron a crecer como una más, feliz y rodeada de afecto, lo que sin duda se convirtió en su mejor medicina.

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