martes, 4 de junio de 2019

Recuerdos de vacaciones


Ana María Rugari

Era una hermosa mañana, soleada y de mucho calor cuando llegamos a La Cumbre, en las sierras de Córdoba. Eran las primeras vacaciones sin mamá y fuimos con mis tíos. Ellos eran personas mayores, o yo, con mis diez y seis años, los veía viejos como soy yo ahora. Supongo que ellos pensaron hacerse cargo de nosotras, por lo menos en las vacaciones.
Por suerte, cuando llegamos a la hostería nos dijeron que había solo dos habitaciones, una en el primer piso y la otra en planta baja. Por supuesto, mi hermana y yo nos quedamos con la de planta baja. La pared que daba al jardín era casi toda vidriada con una puerta. Además, había otra puerta que salía a un pasillo que comunicaba con el comedor. Para nosotras era genial ya que solo veríamos a nuestros tíos para las comidas. Debo decir algo de los tíos, él era el hermano de papá, era completamente sordo y cuando uno le hablaba debía gritar y él hacía lo mismo, casi no se podía mantener una conversación, porque todos los de alrededor se enteraban y mi tía no sé si era sorda o se hacía. No había una buena relación con ellos, ya que como dije antes, eran mayores y no entendían a los adolescentes ni nosotros a ellos. Ellos conversaban en el dialecto de Calabria, que nosotros no entendíamos y cuando hablaban en castellano lo hacían para hablar del tiempo, de lo lejos que estaba el arroyo y que debíamos llevar un pullovercito, por si acaso. El Chorrito era una vertiente que bajaba de la montaña y llenaba una pileta natural y, luego, seguía su curso por los arroyuelos llenos de piedras resbaladizas. A los costados crecía el berro y nos entreteníamos cortándolo para comerlo en ensalada. Mis tíos iban con sombreros de paja y sombrillas para no insolarse.
A la tarde cuando volvíamos del río mi hermana se acostaba y yo visitaba a la señora Rusznak, sobreviviente de los campos de concentración alemanes, que me contaba sus recuerdos; mientras tomábamos el té en su departamento privado en el subsuelo. Ella era la dueña original de la hostería y la alquilaba. El ambiente tenía forma de triángulo y estaba arreglada con mucho gusto. Tenía pequeñas mesitas con recuerdos y fotos. Un sofá, que supongo era su cama, y varios sillones pequeños preciosamente tapizados y almohadones tejidos al crochet para acomodarse bien. Recuerdo una lámpara de bronce que colgaba del techo y varios quinqués diseminados en las mesitas. Una biblioteca y varias alfombras también tejidas. Me gustaba visitarla, porque aún con los años que tenía, supongo que tendría cerca de ochenta o quizás menos, se podía hablar de cualquier cosa. Un día me contó que había podido escapar de los alemanes, pero sus padres no; que ella salía por las noches a buscar comida en la basura y lo que más encontraba eran cáscaras de papas y, así crudas, las comía. Pasó mucho frío y hambre, pero pudo sobrevivir y llegar a América. Estuvo en los Estados Unidos, donde se casó y después de algunos años viajo con su esposo a la Argentina. Me mostró fotos del esposo, pero no tuvieron hijos. También me mostró el número que tenía en su brazo izquierdo.
Querida Señora Rusznak: siempre la recordaré y aún me parece verla, bajita con la cabeza blanca, siempre sonriente y con una palabra de aliento, que me daba cuando nos poníamos a charlar.


1 comentario:

  1. Que lindo recuerdo. Imagino las vivencias de esa mujer.
    Muy buen relato.
    Un abrazo.

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