Ana María Rugari
Era una hermosa mañana, soleada y de mucho calor cuando llegamos a La
Cumbre, en las sierras de Córdoba. Eran las primeras vacaciones sin mamá y
fuimos con mis tíos. Ellos eran personas mayores, o yo, con mis diez y seis
años, los veía viejos como soy yo ahora. Supongo que ellos pensaron hacerse
cargo de nosotras, por lo menos en las vacaciones.
Por suerte, cuando llegamos a la hostería nos dijeron que había solo dos
habitaciones, una en el primer piso y la otra en planta baja. Por supuesto, mi
hermana y yo nos quedamos con la de planta baja. La pared que daba al jardín
era casi toda vidriada con una puerta. Además, había otra puerta que salía a un
pasillo que comunicaba con el comedor. Para nosotras era genial ya que solo
veríamos a nuestros tíos para las comidas. Debo decir algo de los tíos, él era
el hermano de papá, era completamente sordo y cuando uno le hablaba debía
gritar y él hacía lo mismo, casi no se podía mantener una conversación, porque
todos los de alrededor se enteraban y mi tía no sé si era sorda o se hacía. No
había una buena relación con ellos, ya que como dije antes, eran mayores y no
entendían a los adolescentes ni nosotros a ellos. Ellos conversaban en el
dialecto de Calabria, que nosotros no entendíamos y cuando hablaban en
castellano lo hacían para hablar del tiempo, de lo lejos que estaba el arroyo y
que debíamos llevar un pullovercito,
por si acaso. El Chorrito era una vertiente que bajaba de la montaña y llenaba
una pileta natural y, luego, seguía su curso por los arroyuelos llenos de
piedras resbaladizas. A los costados crecía el berro y nos entreteníamos
cortándolo para comerlo en ensalada. Mis tíos iban con sombreros de paja y
sombrillas para no insolarse.
A la tarde cuando volvíamos del río mi hermana se acostaba y yo visitaba
a la señora Rusznak, sobreviviente de los campos de concentración alemanes, que
me contaba sus recuerdos; mientras tomábamos el té en su departamento privado
en el subsuelo. Ella era la dueña original de la hostería y la alquilaba. El
ambiente tenía forma de triángulo y estaba arreglada con mucho gusto. Tenía
pequeñas mesitas con recuerdos y fotos. Un sofá, que supongo era su cama, y
varios sillones pequeños preciosamente tapizados y almohadones tejidos al
crochet para acomodarse bien. Recuerdo una lámpara de bronce que colgaba del
techo y varios quinqués diseminados en las mesitas. Una biblioteca y varias
alfombras también tejidas. Me gustaba visitarla, porque aún con los años que
tenía, supongo que tendría cerca de ochenta o quizás menos, se podía hablar de
cualquier cosa. Un día me contó que había podido escapar de los alemanes, pero
sus padres no; que ella salía por las noches a buscar comida en la basura y lo
que más encontraba eran cáscaras de papas y, así crudas, las comía. Pasó mucho
frío y hambre, pero pudo sobrevivir y llegar a América. Estuvo en los Estados
Unidos, donde se casó y después de algunos años viajo con su esposo a la
Argentina. Me mostró fotos del esposo, pero no tuvieron hijos. También me
mostró el número que tenía en su brazo izquierdo.
Querida Señora Rusznak: siempre la recordaré y aún me parece verla,
bajita con la cabeza blanca, siempre sonriente y con una palabra de aliento,
que me daba cuando nos poníamos a charlar.
Que lindo recuerdo. Imagino las vivencias de esa mujer.
ResponderEliminarMuy buen relato.
Un abrazo.