martes, 25 de junio de 2019

La fiesta del 25 de mayo en mi escuela


Adriana Tommasi

Las fiestas escolares han sido siempre acontecimientos muy especiales, propios de las escuelas e institutos, que acontecen durante nuestra infancia. Luego, ya en la adolescencia, en la escuela secundaria dejan de tener ese particular encanto de brindar conocimiento y amor a la Patria. Digo esto, porque siempre las recuerdo y mis ojos deambulan buscando algún recodo de la memoria que logre recordarme alguna de ellas.
Sí, fue cuando tenía nueve años y festejábamos el 25 de mayo de 1810, fecha emblemática para nuestro país. En aquel momento, la señorita era una joven reemplazante y eso nos había dejado a la intemperie. Nuestra maestra titular, la señora María Teniente de Serrano, era severa, pero nosotros la queríamos y la respetábamos porque tenía un dejo de ternura hasta cuando nos retaba. Cada vez que pienso en ella recuerdo los boletines de calificaciones que rezaban así: “Adrianita, sos muy aplicada y has trabajado muy bien, sigue así, tu maestra. María Teniente”.
Cuando todos los fines de mes llegaba con el boletín para que mi padre lo firmara me decía con una sonrisa: “Sigue así, tu maestra, María Teniente”. Yo lo miraba con una gran sonrisa y me daba un abrazo y un beso.
Bueno, dicho esto vuelvo a aquel lejano 25 de mayo en el que habíamos preparado una escena ambientada en esa época. La reemplazante era muy creativa, pero tenía por delante un gran desafío puesto que nuestro grado era muy numeroso, mixto y con varones bastante revoltosos. Teníamos que representar una calle del Buenos Aires colonial, la sala del Cabildo y otra con gente donde se bailaba el minué y el pericón nacional.
A esa altura de mi vida debo admitir que la propuesta se presentaba muy interesante, pero demasiada ambiciosa para niños de tan corta edad. En esa mezcla de cosas lo mejor fueron los ensayos durante los cuales aprovechábamos para jugar. Provocábamos menudos escándalos, puesto que corríamos, jugábamos a las escondidas y hacíamos todo tipo de trapisondas. Pensar que todo pasó como los ríos que corren, pero que nunca vuelven a su origen. El tiempo se fue llevando muchas cosas, pero a mí me dejó lo mejor que los hombres pueden atesorar: los amigos y las complicidades. El tiempo cumplió su oficio, fue reloj de cristal tejiendo en la pródiga tierra de la memoria.
Bien, había llegado el día de la puesta en escena luego de tanto entrenamiento y estábamos excitados. Teníamos que vestirnos detrás de un precario decorado. A mí me había tocado representar a una señora de la época con un traje largo con miriñaque, peinetón y peluca con bucles. Estaba feliz luciendo ese vestido con puntillas y volados, me sentía una dama antigua abanicándome constantemente. La maestra de música me había indicado que tendría que dirigirme al rincón de la sala donde estaba el piano para que ella lo ejecutara y todo entonáramos las estrofas del Himno Nacional Argentino. Me creía Mariquita Sánchez de Thompson de tan posesionada que estaba. Los chicos vestidos con fracs, los vendedores ambulantes y la gente en general tendrían que gritar varias veces: “¡Viva la Patria!”.
En otro cuadro estaba la calle con sus vendedores ambulantes, el aguatero, el vendedor de velas y a mi amiga Alicia la habían pintado toda la cara de negro con un corcho quemado, porque ella era la negrita pastelera. Ella no quería representar ese papel y menos cuando se vio desfigurada con la pintura y más desfigurada aún de tanto llorar.
Ahora que pienso en esas escenas y me parecen un poco crueles, puesto que su ropaje era andrajoso y desprolijo. Los adultos no tomaban mucha conciencia de los hechos puesto que estaban construyendo una división social insoslayable.
También estaba el vendedor de velas, el escobero y el aguatero, es decir, todo aquello que convocaba a la sociedad porteña.
Habíamos constituido un típico cuadro colonial y antes de poner la obra en funcionamiento, de la cual estábamos orgullosos, hicimos un repaso no sin antes recordar algunos inconvenientes no deseados como por ejemplo el episodio de José Luis, que llevaba bidones de terracota y estos habían chocado con la pared en consecuencia inundó el piso y él se empapó. En otra oportunidad Jorge comenzó a correr con Oscar, alias Cotola, y este cayó desde el escenario, que era alto, al piso y se dio un porrazo fenomenal con chichones por todos lados y asistencia médica de por medio. Yo también tuve mis inconvenientes, puesto que los alambres del miriñaque se salieron de lugar y dos de ellos me pincharon la panza y la pierna derecha sin grandes consecuencias, pero con bastante dolor. Alicia se desquitó luego con los pasteles y empanadas, ya que antes de la fiesta se había comido la mitad de la canasta que portaba y solo quedaban dos pasteles y dos empanadas.
Un episodio que solía poner furiosa a la seño era cuando teníamos que entonar el Himno y los chicos chiflaban o silbaban y se producía un gran alboroto.
Lo cierto es que había llegado el día y el acto salió bastante bien. Estaban los familiares de los chicos que actuaban y que querían ubicarse en las primeras filas para sacar fotografías a sus hijos, sobrinos y nietos. Hubo un solo hecho desagradable y fue cuando dos de los participantes que oficiaban de patriotas salieron corriendo hacia el patio junto con una de las damas antiguas y se negaron a participar porque tenían vergüenza.
Hoy, veo aquello tan distante que se me sobrecoge el corazón, porque a pesar de nuestras pillerías queríamos a nuestra escuela y a nuestra Patria. Todo fue un juego sin que tuviéramos mucha idea de lo que ello significaba, pero con el compromiso grupal de que poníamos el cuerpo y el alma en un trabajo colectivo que nos obligó con la memoria y la imaginación a sentir un gran compromiso hacia nuestra tierra que aún perdura en nuestras vidas y ha dejado huellas significativas en nuestra personalidad.                 

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