Carmen Gastaldi
Una foto ante mí. En ella la imagen de un hombre ya con algunos años, pero con la belleza de siempre, me sonríe desde la mesa de un bar, sosteniendo un vaso de cerveza con su mano derecha.
Sus cabellos casi blancos, su frente más amplia, sus ojos, sus bellos ojos rasgados, coronados por armoniosas cejas y, de un caprichoso color, como quien diría “del color del tiempo”. Los días nublados eran pardo claro y, cuando el sol iluminaba, la miel parecía instalarse en ellos y en su dulce mirada. Pocas veces los vi enfurecidos, siempre tranquilos, sonrientes, amigables.
Allá por fines de los sesenta se acostumbraba a organizar bailecitos, “asaltos”. Se festejaban los quince de las chicas y algunos dieciocho de los muchachos, siempre o la mayoría de las veces, en casas de familias.
Los concurrentes eran amigos y amigos de los amigos. Así, nos juntábamos unos cuantos y, picadita de por medio, papitas con mayonesa, pizza, empanadas, algo para tomar, ¡se armaba la fiesta!
Los clubes de barrio eran un lugar de encuentro. La mayoría tenía su cancha de básquet, que se convertía también en pista de baile y en verano se llenaban de mesas y sillas, que colocaba el dueño al bar, para que los vecinos se acercaran a tomar un vinito o una cervecita con ingredientes. La cancha para jugar a las bochas era infaltable. Siempre estaba ocupada.
El bar era el único sitio cerrado, por supuesto, con lugar para que los socios y a veces no socios, jugaran a distintos juegos de mesa. Por supuesto, que prevalecían los de cartas. Había alguna que otra mesa de billar, que para jugar había que anotarse y seguir riguroso turno.
En la puerta, los más jóvenes solían salir a mirar las chicas o a hablar sin tanto barullo alrededor.
El Club Júpiter, ubicado en Buenos Aires y Amenábar, cumplía con todas las de la ley.
Una tardecita de agosto paso por el lugar y uno de los chicos me saluda como si me conociera. El sábado de esa semana festejábamos el cumpleaños de quince de una amiga y allí lo volví a ver. Era el novio de Stella, a la que yo no conocía y su saludo se debió a que me confundió con la novia de un amigo que se llamaba Rodolfo. Era jugador del club Central Córdoba y estaba invitado a la fiesta.
Había muchos invitados, familia italiana, ¡mucha algarabía! Yo era muy joven y tenía “la mira” puesta en un chico, Juan, bastante más grande que yo. Cuando creí que se iba a animar a invitarme a bailar, se largó el “baile de la escoba”. Pochoco, que estaba parado a mi lado, me toma para bailar. Varios quedan fuera de la ronda, entre ellos Juan. ¿Te acordás que cada vez que caía la escoba había que cambiar de pareja?, bueno Pochoco no me soltaba. Se lo recriminé y él se reía. De pronto, me soltó justo para que me tomara alguien que estaba fuera y que no era Juan; pero no me molestó tanto, porque como se decía en aquél tiempo yo “ya lo había fichado” entre los muchachos.
Me había gustado su perfil, su presencia. Ahora, tenía su rostro frente a mí con una sonrisa pícara, que se reflejaba en sus hermosos ojos. Bailamos toda la noche. No se separó un momento de mí. Su nombre era Rodolfo.
Me acompañó hasta casa y quedamos en vernos, cosa que no sucedió; porque como era jugador de Central Córdoba todos mis amigos lo conocían y me anticiparon que hacía tiempo que estaba de novio, claro esa novia existía y era con la que me había confundido su amigo.
Si guardaba alguna esperanza con Juan, él se encargó de borrarla; ya que para verme venía casi todos los días, en su moto, a la casa de él. Los dos jugaban en el mismo club.
Pasó un tiempo. Yo estudiaba y una noche que volvía del Instituto, Stella, la amiga del cumpleaños, me esperaba en la puerta de su casa para invitarme a cenar. No me llamó la atención, porque era habitual entre nosotras. Lo que no me dijo fue que aparte de su novio había otro invitado: Rodolfo, por supuesto.
Cenamos la comida preparada por Jovita, la mamá de Stella, mientras escuchábamos música. De pronto, una mano, por debajo de la mesa comienza a acariciarme una rodilla (época de minifaldas). Varias veces le corrí la mano, pero a pesar de mi mirada furiosa, insistía. Me levanté del lugar y con la excusa de que tenía frío, me cambié de silla con Jovita.
Seguía de novio, pero comenzamos a salir un tiempo. No me gustaba para nada la situación. Yo era “la otra”. El cumplía con su novia y luego venía a verme a mí. Me harté y corté. Me fui de vacaciones, pero dolía. Descubrí que, aún en contra de mí misma, estaba enamorada.
Creo que a él le pasó lo mismo. Al poco tiempo de mi regreso retomamos la relación. Ya no había otra.
Mirarme en sus ojos me producía un placer inexplicable. Era como ver su alma, leer sus sentimientos, ver el amor.
Nos casamos profundamente enamorados. Por supuesto, que no fue todo lecho de rosas. Vivimos altibajos, pero jamás podía imaginarme la vida sin Rodolfo a mi lado.
Formamos una hermosa familia. Primero, llegó Nadina y al poco tiempo Ileana. Fueron pasando los años entre la crianza y el cuidado de nuestras niñas. El amor fue cambiando, madurando con nosotros, haciéndose más profundo y conocedor. En su mirada seguía leyendo lo mismo.
Cuatro nietos: Juan Ignacio, Augusto, Francisco y Eugenia. Los dos acompañando a las chicas en la crianza y formación de los niños, pero también teníamos tiempo papa nosotros. Nos jubilamos, disfrutamos de la familia, viajamos.
Nuestros vecinos nos decían que seguíamos pareciéndonos a los novios de otrora. Siempre juntos, siempre tomados de la mano. Cincuenta años son muchos, pero cuando se viven con amor, no son tantos.
Los nietos, más por mimos que por necesidad, siguen viniendo a almorzar dos veces por semana. Uno ya es universitario.
Al principio me costó mucho. Rolfi era mi gran ayuda y ahora no está, pero de a poco me fui acostumbrando. Los chicos me llenan de energía.
¡La soledad es dura e implacable!
Pero yo sé que estás ahí, en la luz de cada amanecer… en la brisa que me acaricia… en el susurro del viento…
En esta foto, desde la que me sonríe y me alienta con su mirada cada día.
Una foto ante mí. En ella la imagen de un hombre ya con algunos años, pero con la belleza de siempre, me sonríe desde la mesa de un bar, sosteniendo un vaso de cerveza con su mano derecha.
Sus cabellos casi blancos, su frente más amplia, sus ojos, sus bellos ojos rasgados, coronados por armoniosas cejas y, de un caprichoso color, como quien diría “del color del tiempo”. Los días nublados eran pardo claro y, cuando el sol iluminaba, la miel parecía instalarse en ellos y en su dulce mirada. Pocas veces los vi enfurecidos, siempre tranquilos, sonrientes, amigables.
Allá por fines de los sesenta se acostumbraba a organizar bailecitos, “asaltos”. Se festejaban los quince de las chicas y algunos dieciocho de los muchachos, siempre o la mayoría de las veces, en casas de familias.
Los concurrentes eran amigos y amigos de los amigos. Así, nos juntábamos unos cuantos y, picadita de por medio, papitas con mayonesa, pizza, empanadas, algo para tomar, ¡se armaba la fiesta!
Los clubes de barrio eran un lugar de encuentro. La mayoría tenía su cancha de básquet, que se convertía también en pista de baile y en verano se llenaban de mesas y sillas, que colocaba el dueño al bar, para que los vecinos se acercaran a tomar un vinito o una cervecita con ingredientes. La cancha para jugar a las bochas era infaltable. Siempre estaba ocupada.
El bar era el único sitio cerrado, por supuesto, con lugar para que los socios y a veces no socios, jugaran a distintos juegos de mesa. Por supuesto, que prevalecían los de cartas. Había alguna que otra mesa de billar, que para jugar había que anotarse y seguir riguroso turno.
En la puerta, los más jóvenes solían salir a mirar las chicas o a hablar sin tanto barullo alrededor.
El Club Júpiter, ubicado en Buenos Aires y Amenábar, cumplía con todas las de la ley.
Una tardecita de agosto paso por el lugar y uno de los chicos me saluda como si me conociera. El sábado de esa semana festejábamos el cumpleaños de quince de una amiga y allí lo volví a ver. Era el novio de Stella, a la que yo no conocía y su saludo se debió a que me confundió con la novia de un amigo que se llamaba Rodolfo. Era jugador del club Central Córdoba y estaba invitado a la fiesta.
Había muchos invitados, familia italiana, ¡mucha algarabía! Yo era muy joven y tenía “la mira” puesta en un chico, Juan, bastante más grande que yo. Cuando creí que se iba a animar a invitarme a bailar, se largó el “baile de la escoba”. Pochoco, que estaba parado a mi lado, me toma para bailar. Varios quedan fuera de la ronda, entre ellos Juan. ¿Te acordás que cada vez que caía la escoba había que cambiar de pareja?, bueno Pochoco no me soltaba. Se lo recriminé y él se reía. De pronto, me soltó justo para que me tomara alguien que estaba fuera y que no era Juan; pero no me molestó tanto, porque como se decía en aquél tiempo yo “ya lo había fichado” entre los muchachos.
Me había gustado su perfil, su presencia. Ahora, tenía su rostro frente a mí con una sonrisa pícara, que se reflejaba en sus hermosos ojos. Bailamos toda la noche. No se separó un momento de mí. Su nombre era Rodolfo.
Me acompañó hasta casa y quedamos en vernos, cosa que no sucedió; porque como era jugador de Central Córdoba todos mis amigos lo conocían y me anticiparon que hacía tiempo que estaba de novio, claro esa novia existía y era con la que me había confundido su amigo.
Si guardaba alguna esperanza con Juan, él se encargó de borrarla; ya que para verme venía casi todos los días, en su moto, a la casa de él. Los dos jugaban en el mismo club.
Pasó un tiempo. Yo estudiaba y una noche que volvía del Instituto, Stella, la amiga del cumpleaños, me esperaba en la puerta de su casa para invitarme a cenar. No me llamó la atención, porque era habitual entre nosotras. Lo que no me dijo fue que aparte de su novio había otro invitado: Rodolfo, por supuesto.
Cenamos la comida preparada por Jovita, la mamá de Stella, mientras escuchábamos música. De pronto, una mano, por debajo de la mesa comienza a acariciarme una rodilla (época de minifaldas). Varias veces le corrí la mano, pero a pesar de mi mirada furiosa, insistía. Me levanté del lugar y con la excusa de que tenía frío, me cambié de silla con Jovita.
Seguía de novio, pero comenzamos a salir un tiempo. No me gustaba para nada la situación. Yo era “la otra”. El cumplía con su novia y luego venía a verme a mí. Me harté y corté. Me fui de vacaciones, pero dolía. Descubrí que, aún en contra de mí misma, estaba enamorada.
Creo que a él le pasó lo mismo. Al poco tiempo de mi regreso retomamos la relación. Ya no había otra.
Mirarme en sus ojos me producía un placer inexplicable. Era como ver su alma, leer sus sentimientos, ver el amor.
Nos casamos profundamente enamorados. Por supuesto, que no fue todo lecho de rosas. Vivimos altibajos, pero jamás podía imaginarme la vida sin Rodolfo a mi lado.
Formamos una hermosa familia. Primero, llegó Nadina y al poco tiempo Ileana. Fueron pasando los años entre la crianza y el cuidado de nuestras niñas. El amor fue cambiando, madurando con nosotros, haciéndose más profundo y conocedor. En su mirada seguía leyendo lo mismo.
Cuatro nietos: Juan Ignacio, Augusto, Francisco y Eugenia. Los dos acompañando a las chicas en la crianza y formación de los niños, pero también teníamos tiempo papa nosotros. Nos jubilamos, disfrutamos de la familia, viajamos.
Nuestros vecinos nos decían que seguíamos pareciéndonos a los novios de otrora. Siempre juntos, siempre tomados de la mano. Cincuenta años son muchos, pero cuando se viven con amor, no son tantos.
Los nietos, más por mimos que por necesidad, siguen viniendo a almorzar dos veces por semana. Uno ya es universitario.
Al principio me costó mucho. Rolfi era mi gran ayuda y ahora no está, pero de a poco me fui acostumbrando. Los chicos me llenan de energía.
¡La soledad es dura e implacable!
Pero yo sé que estás ahí, en la luz de cada amanecer… en la brisa que me acaricia… en el susurro del viento…
En esta foto, desde la que me sonríe y me alienta con su mirada cada día.
¡Hermoso! No hay palabras para describir lo que me haz hecho sentir.
ResponderEliminarUn bello recuerdo de vida.
Un abrazo amiga.