Hugo
Romano
En la reunión de días pasados, se mencionó la situación del
contraste entre lo urbano y lo rural, sea que viviste y te desarrollaste en un
predio rural y te mudaste a la ciudad o viceversa.
Traté de recordar si viví, aunque haya sido por un tiempo,
esa situación.
Rápidamente me vino a mi memoria unas vacaciones disfrutada
en mi preadolescencia.
Tenía un tío que era jefe de Estación de los ferrocarriles,
que ahora muchos chicos y no tan chicos no conocen, pero que en esos tiempos y
con anterioridad permitieron el desarrollo de más de un pueblo.
Lo que no recuerdo es si mis padres me llevaban o me venían
a buscar, lo que sí recuerdo es que pasaba un mes en esa ciudad querida llamada
El Trébol.
Tendría para ese entonces, entre diez a doce años.
Las estaciones del Ferrocarril albergaban, por lo menos en
los pueblos, la casa del jefe, que era espaciosa, generosa en todos sus
ambientes.
Y del otro lado, la estación del Ferrocarril, propiamente
dicha. La oficina principal, la sala del jefe, las salas de espera, los baños, una
sala donde se guardaba equipaje, y el andén donde estaba una enorme campana que
anunciaba la llegada y partida de las formaciones. En la oficina principal
estaba el telégrafo, que con un golpe corto o dos, con uno largo o dos, y no sé
cuantas más combinaciones se comunicaban de una estación a la otra. Prestaba
mucha atención para entender cómo advertían que clase de golpe era para
mantener la conversación. Nunca lo pude descifrar.
El terreno era inmenso, todo arbolado a ambos lados y,
sobre un sector, estaba el gallinero, infaltable en casi todas las casas, sin
demarcar, de más de 100 metros. Durante mi estadía, me habían nombrado “jefe
del sector”, función que por supuesto tomé muy en serio. Era el encargado de
dar de comer a las gallinas, de recoger los huevos y revisar las tramperas para
las comadrejas, que se alimentaban de los mismos. También se alojaban algunos
patos. Si mal no recuerdo, eran alrededor de cuatrocientas gallinas, más los
pollitos y más las que estaban empollando. Todo eso era supervisado por este
novel jefe.
Recuerdo que, en una oportunidad, para agasajarme comimos
pato. Tomaron uno de los que allí alimentábamos y sobre un tronco de árbol, de
un solo golpe, le cortaron la cabeza. El animal, que tiene reflejos pos morten, se le escapó de las manos y
salió corriendo sin cabeza hasta que cayó. Todo presenciado por mí, que si bien
no había visto matar a ningún pato, sí era común en casa y creo que en todas
ver matar las gallinas o los pollos. Exagero si digo que hoy tildarían este
hecho de extremadamente nocivo para los chicos. Diría: “Contenido no apto para
menores”.
Mi tio me decía: “Gringo, controlá las tramperas bien,
porque debe andar una comadreja”; ya que yo le había avisado que había
encontrado varias cascaras de huevos. Y así fue. Un día vi una. Con la puerta
cerrada, golpeé y sentí que adentro se movía algo. Corrí a avisarle. Como no
venía ningún tren, llamó a dos empleados, que tomaron un bate de beisbol,
bueno, yo no conocía ese juego, en realidad eran dos garrotes. Y me dice: “Vení
con nosotros, vas a ver que esta no se come un huevo más”.
Bajamos del andén a las vías, me dio la función de elevar
la puerta, los dos con los garrotes preparados y el tío golpeando la trampera
para que salga.
No sé si había leído el horóscopo, pero sabía que ese era
su último día. Dudó en salir, pero lo hizo y a los garrotazos limpios quedó
tendida entre las vías.
—¿Y ahora que hacemos tío? - pregunté.
—Dejala ahí, que algún otro animal se la va a comer – me respondió.
Se ve que la actividad nocturna era habitual desde el
crepúsculo hasta el amanecer, porque al segundo día no existía rastro alguno de
la comadreja.
Esa estación era de cierta importancia, porque había varios
pares de vías y se realizaban maniobras permanentes con los trenes de carga.
Estos eran tirados por las tradicionales locomotoras a vapor y los de pasajeros,
con modernas diésel.
Los de pasajeros permanecían poco tiempo, bajaban y/o
subían, se avisaba por telégrafo para confirmar la vía libre y continuaban el
viaje; no así los de carga, que llegaban, hacían maniobras, dejaban vagones y
enganchaban otros.
El maquinista a cargo, en este último caso, bajaba, hablaba
con el jefe, que era mi tío, le indicaba cuáles había que enganchar y cuáles
debían dejar y comenzaban las maniobras.
En uno de esos días, “El Gran Jefe”, por lo menos para mí, le
dice al maquinista: “Llevame a este Gringo y cuídalo, mientras hacés las
maniobras”. Yo no entendía nada, pero por las dudas que se arrepintiera, corrí
y subí a la locomotora. No lo podía creer. Me sentía al comando de una nave espacial.
Yuri Gagarin se sentiría un poroto a mi lado. Era de las tradicionales. Abrían
la boca de la caldera, veía un infierno, según yo lo imaginaba y me pedían que arrojara
troncos, me hacían tocar la bocina, bajaba unas palancas que era de los frenos.
El paraíso, como también lo imaginaba, lo estaba disfrutando.
Hacía un calor que partía la tierra y pregunté: “¿No tienen
nada para tomar?”.
“Sí, hacelo de esta cantimplora colgada de una de las
manijas para subir a la locomotora”, me contestaron.
—Pero, no. Está al rayo del sol, debe estar hirviendo.
—Probala y después decime
La tomo y al mejor estilo gaita, un chorro de agua re
fresca inundaó mi boca.
—¿Pero cómo puede ser que esté fría? - pregunté.
—Viste, no me creías. Al ser de cuero blando y permeable,
al comienzo la mojamos y el viento, vayamos despacio o rápido evapora el agua y
esta evaporación produce frío que la transmite al agua que está adentro.
Nunca me voy a olvidar de cómo se puede obtener bebida
fresca sin heladera.
Otro recuerdo que tengo es sobre mis primos, dos mujeres y
un varón, el menor. Él salía de cacería de choclos. Así, le decían. Agarraba la
moto con un amigo, unas bolsas vacías de arpillera, se metían por los campos y
las traían llenas de choclos.
Se hervían en una olla grande y los saboreábamos sentados
al atardecer con su correspondiente rocío de sal.
Yo no tenía muchas cosas para hacer al caer el sol. Durante
la tarde, cruzaba la calle y me iba al club El Expreso y veía jugar al billar,
casín o carambolas.
Comúnmente, uno tiene como mascota un perro o un gato.
Bueno, en esa casa teníamos un sapo, que no era el Sapo Pepe actual sino un
sapo que no era de raza ni tenía nombre. Su dormitorio estaba en la cocina
debajo de la heladera. A la mañana al abrir las puertas salía de andanzas y
volvía al atardecer, cuando estábamos saboreando los choclos. Aprendí a
quererlo, pasaba, lo acariciaba, por supuesto no se detenía a agradecérmelo y
se metía en su dormitorio.
Como los quería a esos tíos y primos. Pasaba un mes rural,
nada urbano, aunque …
No todo era cordial.
Supongo que a los once o doce años alguna hormona o algunas
daban vueltas dentro de mí, era inevitable. Mi prima, la del medio, tenía novio
que la visitaba, como era la costumbre, los martes, jueves, sábados y domingos.
En un momento salían a la puerta y todo el resto se quedaba adentro. Era el
momento sublime de la franela y yo
saltaba la ventana y los espiaba. Por respuesta, recibía: ¡Mamá, mamá, decile
al Gringo que se vaya, no lo aguanto más, cuando se va este gringo de mierda! Me
metían adentro de una oreja y al próximo día de visita se repetía la escena. Qué
culpa tenía yo que mis hormonas salieran de paseo a interiorizarse de su
futuro, o ¿acaso las de ella estaban descansando?
Tantas veces escuché “mamá, mamá, decile que se vaya”, que
un día ese pedido desesperado se dio.
Chau, El Trébol, pueblo querido, cómo te disfruté, que bien
la pasaba en ese ambiente rural.
Buen relato, me encantó el sapo y tu intromición en el noviazgo de tu prima pero éramos chicos y todo era nuevo.
ResponderEliminarUn abrazo.