Patricia Pérez
Los recuerdos de las vacaciones con mis padres son de los más lindos.
Cierro los ojos y veo el sol a través de las montañas y el atardecer que cae en
los bañados por la luna en las sierras de Córdoba.
Aquellas vacaciones tuvieron dos sucesos un poco tristes, pero aun así
las recuerdo como de las mejores.
Parábamos en Cosquín en una casa que habíamos alquilado.
Un día, decidimos irnos de excursión a Alta Gracia. El camino de las
sierras es sinuoso y peligroso. Pasamos un hermoso día en la orilla del arroyo
y nos empachamos de una jugosa y fresca sandía.
Mi hermana del medio comió demasiado y, desobedeciendo órdenes se fue al
sol, lo que trajo como resultado un terrible dolor de cabeza y vómitos.
Tuvimos que ir al dispensario y eso nos demoró de tal manera que se hizo
la noche; y algo que mi papá no quería era volver en la oscuridad de las
sierras. Pero había que hacerlo y emprendimos el regreso. Fueron curvas y
contra curvas, la soledad de las montañas, el misterio atrás de los árboles y,
luego, un ruido ensordecedor, que estremeció el Fiat 1100 que nos trasladaba.
Bajamos sin saber qué había pasado. Algo nos había golpeado, pero no
alcanzábamos a ver.
“Un hombre en bicicleta”, dijo asustada mi mamá.
Con una linterna iluminamos a unos metros y había una vaca tirada en el
camino, que por suerte se levantó enseguida. El que quedó maltrecho fue nuestro
auto con toda la trompa abollada.
Tuvimos que hacer la denuncia policial en un destacamento en la montaña
y mi llanto por lo ocurrido se transformó en risa, cuando en la comisaria
apareció un señor hablando como Zoilo p’adentro
y vestido de manera muy gauchesca, quien sacó agua del aljibe y me la dio. Era
tan rara su forma de hablar que me hizo olvidar el episodio de la vaca.
Pasado este momento, seguimos nuestro camino.
Llegamos a Cosquín y allí nos quedamos hasta que arreglaron el auto.
Después de lo ocurrido, disfrutamos todos los días del balneario de la
ciudad.
En esa época no había problemas de sequía y el río Cosquín te brindaba
un espectáculo aparte con el agua de la cascada golpeando las piedras.
En esas vacaciones me habían comprado un hermoso salvavidas en forma de
barco. Aún recuerdo su nombre: Kon Tiky. Para no tener que inflarlo todos los
días, mi papá lo ataba al portaequipaje y yo, con apenas seis años, disfrutaba
de mi crucero particular.
Un mediodía, con un sol que lastimaba nuestra piel, decidimos que no
íbamos a pasar el día en el balneario y nos fuimos a un restaurante cerca de
allí.
Aún tengo viva la imagen del comedor y el auto estacionado en la vereda.
Esperando la comida levanté la vista y mi transatlántico no estaba.
¿No tenía alas, no podía volar! Sin embargo, no estaba, se había
esfumado.
¡Qué impotencia, qué dolor!, reclamaban mis cortos años, mientras la voz
de mi padre me tranquilizaba diciéndome que buscarían otro.
A pesar de estos dos episodios en las vacaciones, los momentos vividos
en familia me llenaron de alegría. Fueron pocos los momentos compartidos entre
los cinco integrantes, a través de la vida.
El paisaje de las montañas, el ruido de las piedras, el agua de la
cascada… mis viejos, mis hermanas y yo.
El Valle de Punilla genera recuerdos que trascienden en el tiempo, doy fe de ellos. Más allá de la pobre vaca, una linda historia.
ResponderEliminarUn abrazo.