viernes, 14 de junio de 2019

Vacaciones en Córdoba


Patricia Pérez

Los recuerdos de las vacaciones con mis padres son de los más lindos. Cierro los ojos y veo el sol a través de las montañas y el atardecer que cae en los bañados por la luna en las sierras de Córdoba.
Aquellas vacaciones tuvieron dos sucesos un poco tristes, pero aun así las recuerdo como de las mejores.
Parábamos en Cosquín en una casa que habíamos alquilado.
Un día, decidimos irnos de excursión a Alta Gracia. El camino de las sierras es sinuoso y peligroso. Pasamos un hermoso día en la orilla del arroyo y nos empachamos de una jugosa y fresca sandía.
Mi hermana del medio comió demasiado y, desobedeciendo órdenes se fue al sol, lo que trajo como resultado un terrible dolor de cabeza y vómitos.
Tuvimos que ir al dispensario y eso nos demoró de tal manera que se hizo la noche; y algo que mi papá no quería era volver en la oscuridad de las sierras. Pero había que hacerlo y emprendimos el regreso. Fueron curvas y contra curvas, la soledad de las montañas, el misterio atrás de los árboles y, luego, un ruido ensordecedor, que estremeció el Fiat 1100 que nos trasladaba.
Bajamos sin saber qué había pasado. Algo nos había golpeado, pero no alcanzábamos a ver.
“Un hombre en bicicleta”, dijo asustada mi mamá.
Con una linterna iluminamos a unos metros y había una vaca tirada en el camino, que por suerte se levantó enseguida. El que quedó maltrecho fue nuestro auto con toda la trompa abollada.
Tuvimos que hacer la denuncia policial en un destacamento en la montaña y mi llanto por lo ocurrido se transformó en risa, cuando en la comisaria apareció un señor hablando como Zoilo p’adentro y vestido de manera muy gauchesca, quien sacó agua del aljibe y me la dio. Era tan rara su forma de hablar que me hizo olvidar el episodio de la vaca.
Pasado este momento, seguimos nuestro camino.
Llegamos a Cosquín y allí nos quedamos hasta que arreglaron el auto.
Después de lo ocurrido, disfrutamos todos los días del balneario de la ciudad.
En esa época no había problemas de sequía y el río Cosquín te brindaba un espectáculo aparte con el agua de la cascada golpeando las piedras.
En esas vacaciones me habían comprado un hermoso salvavidas en forma de barco. Aún recuerdo su nombre: Kon Tiky. Para no tener que inflarlo todos los días, mi papá lo ataba al portaequipaje y yo, con apenas seis años, disfrutaba de mi crucero particular.
Un mediodía, con un sol que lastimaba nuestra piel, decidimos que no íbamos a pasar el día en el balneario y nos fuimos a un restaurante cerca de allí.
Aún tengo viva la imagen del comedor y el auto estacionado en la vereda. Esperando la comida levanté la vista y mi transatlántico no estaba.
¿No tenía alas, no podía volar! Sin embargo, no estaba, se había esfumado.
¡Qué impotencia, qué dolor!, reclamaban mis cortos años, mientras la voz de mi padre me tranquilizaba diciéndome que buscarían otro.
A pesar de estos dos episodios en las vacaciones, los momentos vividos en familia me llenaron de alegría. Fueron pocos los momentos compartidos entre los cinco integrantes, a través de la vida.
El paisaje de las montañas, el ruido de las piedras, el agua de la cascada… mis viejos, mis hermanas y yo.









1 comentario:

  1. El Valle de Punilla genera recuerdos que trascienden en el tiempo, doy fe de ellos. Más allá de la pobre vaca, una linda historia.
    Un abrazo.

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