“Memoria, nombre que damos a las grietas del obstinado olvido”, dice Borges. De eso trata “Contame una historia", un curso de la Universidad Abierta para Adultos Mayores, de la Universidad Nacional de Rosario. Cada martes, vamos reconstruyendo un tiempo que las jóvenes generaciones desconocen y merecen conocer, a partir de recuerdos, anécdotas, semblanzas. Ponemos en valor la experiencia de vida de los adultos mayores, como un aporte a la comprensión y a la convivencia. (Lic. José O. Dalonso)
sábado, 15 de junio de 2019
Mi abuela Rosa
Nora Rotger
El barrio era tranquilo, como todos los barrios en la época del año sesenta. A la tardecita, mi tía sacaba la mecedora a la vereda y justo debajo de un árbol se sentaba mi abuela Rosa.
No hacía calor ni frío. Era primavera, pero esas primaveras de antes, donde se olía en el ambiente el florecer de los árboles y se sentía el canto de los pájaros.
Pasaba, primero el churrero, con su corneta característica; luego, el heladero, en su moto con música, que llevaba solo tres o cuatro gustos, pero a nosotros nos alcanzaba para ser inmensamente dichosos.
Todos los vecinos se sentaban en la vereda hasta la hora de cenar, los adultos compartían mates y chismes del barrio. Los chicos andaban en bicicletas o triciclos, con la consigna de no llegar hasta la esquina o no ir cerca del cordón de la vereda; los adolescentes compartían charlas sentados en algún umbral alejado para que nadie escuchara sus aventuras secretas; y, entre todos, mi abuela.
La recuerdo siempre enferma, frágil, su cabello inmaculadamente blanco, sus anteojos redondos, su batón con bolsillos en los que siempre guardaba una golosina o una moneda para comprar el paquete de figuritas, que permitía ir completando el álbum del momento, sus pantuflas abrigadas. su quietud, su mansedumbre.
La abuela se quedaba horas en la vereda, mirando al vacío, recordando su vida dura, de haber quedado viuda con siete hijos chicos.
Vivió en la casa familiar con todos ellos, los que solo se iban cuando se casaban; y, así, de a uno, se fueron todos, todos menos la tía Elida. Ella tenía el mandato de cuidar a la abuela.
Era ella la que la atendía personalmente, hasta dormía con la abuela. Incluso, trabajaba de modista en la casa para no dejarla sola nunca. La tía Elida quedó soltera, solterona en esa época y, cuando la abuela murió, quedó sola.
El recuerdo de mi abuela no deja de conmoverme, porque cuando ella murió, tenía la misma edad que yo tengo ahora y en mi memoria guardo a una ancianita desvalida que no podía con sí misma, lo que me hace reflexionar que… no todo tiempo pasado fue mejor.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario