Norma Azucena Cofré
Recuerdos de una infancia feliz.
Nostalgia por esos momentos en que
el tiempo era solamente mío.
Los deseos se hacían realidad en mi
imaginación. ¿El mejor juguete? Era llevar a la práctica y desarrollar las
fantasías que habitaban mi mente… no las adquiridas por el avance de la
tecnología, que atraen la atención de los niños, entregando todo creado,
anulando esa capacidad propia del ser humano, desde que el mundo es mundo, de
crear su propio mundo.
Puedo narrar con alegría y
felicidad los juegos que acompañaron mi niñez. La vida quiso que naciera más
cerca de la cordillera que de la ciudad, donde si por casualidad tenía un
juguete comprado, seguro era en tiempos de elecciones y los mandaba el
“partido”, igual que los guardapolvos, con un sello que decía “Evita Perón”.
Jugaba sola. En ese momento éramos
tres hermanas y un bebe varón. Mis hermanas más grandes, por un lado, tal vez
ayudando a mamá, yo… jugando al sol, con mi juguete regalado y haciendo casitas
de arena, mientras dialogaba con un amigo invisible.
Nació otro varón, yo cumplía seis
añitos. En esa época era muy chiquitas de mente; pero lo suficientemente
diestra como para cuidar del bebé. Era mi hermanito y, a su vez, mi juguete, lo
cuidaba como una mamá, le hablaba, le enseñaba cómo debía portarse y a hacer
las cosas que la mamá le mandaba. A tal punto era la mamá, que estando casada y
con mi primera hija sentía que mi hermano me pertenecía como hijo.
En la escuela primaria, hacíamos
juegos grupales: la payana, la rayuela, saltar a la soga, la mancha, la
escondida, la hamaca. Siempre incorporábamos a cada juego una dificultad para
competir en destrezas. Pasábamos los recreos jugando.
En mi casa, había gallinas, pavos,
patos, gansos, chanchos, perros y, una chivita que encontramos lejos del rebaño.
Me divertía molestando a las gallinas cuando comían el maíz; o entran al
gallinero a juntar los huevos, revisando la canasta de la gallina que
empollaba, para ver si los pollitos habían comenzado a cascar el huevo para nacer,
siguiendo a los patos en su carrera.
Los chanchos tenían su chiquero.
Era cuestión de acercarme y tirarles algo para que se agruparan y empujaran
para comer lo que les tiraba; a veces era solo una varilla, que ellos creían
que era comida.
Los años pasaban y los juegos
cambiaban. Siempre fui muy inquieta, mi tiempo tenía que estar ocupado, algo
tenía que inventar.
Una mañana, mi madre había salido
tras un arriero a comprar un chivo para que papá lo hiciera a la estaca,
aproveché la ocasión de esa libertad en la cocina y comencé a elaborar una
pizza, como la hacía mamá, con harina leudante y soda, (hoy hago la masa con
levadura), así fui aprendiendo a cocinar y me encanta.
Papá, siempre que encontraba una
novedad para que desarrollemos destreza física y el intelecto, la fabricaba o la
compraba y nos la traía de regalo. Una vez, apareció con unos caños e hizo una
hamaca en el patio de casa. Siempre hacía que compitiéramos o nos ganáramos las
cosas. Nos mostró lo que había fabricado y nos instó a trepar por el caño,
cruzarlo y bajar. De las tres, fui la única que llegó a la cima.
Un día apareció con el cerebro
mágico, nos hacía demostrarle que sabíamos tanto que la lamparita se encendía
con la respuesta.
En otra oportunidad llegó con una
máquina de escribir “Remington”. La puso sobre la mesa y nos llamó. “Aquí dejo esta
máquina (ya había fabricado la caja que cubría el teclado) -nos dijo-, la que
aprenda a escribir al tacto, es dueña de la máquina, mi paciencia para aprender
a escribir sin mirar el teclado terminó enseguida. No era para mí, mis
intereses pasaban por inventar o leer historietas.
Hoy, que han pasado los años y soy
abuela, sigo siendo inquieta, desafío mi capacidad en cada oportunidad que me
ofrece la vida. Asisto a la UNR para Adultos Mayores, al taller “Contame una
Historia”. Escribir y recordar la historia que me formó, me da mucha felicidad
y alegría: descubrir que cada momento que viví fue el momento que tenía que
vivir, para ser quién soy y ser inmensamente feliz”.
El desafío de la vida que nos tocó en su momento nos abrió un vasto panorama al que nos debimos adaptar.Tuvimos la suerte de no tener todo servido y por ende no aburrirnos, conocimos la felicidad de las cosas simples.
ResponderEliminarUn abrazo. Hermoso tu recuerdo.
Se siente serenidad al leer tu relato; también mucho afecto por ese hermano menor- tu primer hijo- y por el papá que enseñaba a ganarse las cosas.
ResponderEliminarMe encantó.
Susana Olivera