martes, 23 de junio de 2015

Luciérnagas cautivas

Teresita Giuliano

Mis juegos de niña fueron compartidos con tres hermanos varones.
Jugábamos mucho en el patio de casa, en la vereda, en la calle, en la plaza de enfrente.
Jugábamos a los indios y vaqueros, donde yo cumplía el rol de la muchachita que debía ser rescatada.
También a los piratas: enterrábamos tesoros en pozos cavados en el patio y confeccionábamos los planos para llegar a ellos.
Trepábamos al peral de la nona que se convertía en fuerte, en atalaya, en casita, en escondrijo.
Hacíamos montañas con las hojas del otoño y las ramas de los árboles podados.
Nos pintábamos las manos, la cara y la ropa comiendo las moras que juntábamos de los árboles del callejón.
En el verano, nuestros cabellos se ponían amarillos por la exposición al sol y los juegos en la pileta que nos había construido el tío Bartolo en el patio.
Con mis hermanos aprendí a disparar el rifle de aire comprimido, a usar la gomera, a encarnar lombrices en los anzuelos de las cañas de pescar, a construir casitas en los árboles y chozas entre los tomatales, a andar a caballito sobre “Chiquita”, nuestra perra policía, a disfrutar aventuras y a callar travesuras, a compartir frutas robadas y a idear estrategias para no dormir la siesta.
Vi desde pequeña a mi perra parir sus cachorros, a mis hermanos destripar pescados, a mi nona haciendo a un lado con la mano los sapos mientras cortaba lechuga de la quinta.
Una vez en el arroyo llené una carterita con montones de luciérnagas, que cacé a la tardecita imaginando que, cuando las largara en mi habitación a oscuras, la iluminarían.
Fue un duro aprendizaje, cuando comprendí que estaban muertas.
En una ocasión, mamá estaba preocupada, porque sentía un olor desagradable dentro del ropero donde estaba la ropa de mis hermanos.
Investigando halló la causa: en el bolsillo de un gamulán que usaba mi hermano mayor encontró ¡un puñado de lombrices en avanzado estado de descomposición!
Así, aprendíamos el ciclo de la vida, viviendo lo dulce y lo amargo, lo efímero y lo permanente, en ese interactuar con la naturaleza, sin dramas innecesarios, palpando la realidad.
Y el regreso a casa para tomar la leche, siempre con algún invitado, como si fuéramos pocos.
Ahora, pienso que todo el pueblo fue el “patio de casa”, porque nos movíamos en él con la seguridad que da lo conocido y lo propio.
Aún hoy, cuando vuelvo a mi pueblo y camino por sus calles, siento dentro de mí esa sensación de seguridad, de que allí no puede pasarme nada malo, de que detrás de cada puerta puedo encontrar un rostro conocido… una sonrisa amiga. 

1 comentario:

  1. Todos fuimos esos rapaces que vivimos como verdaderos niños donde la naturaleza era nuestro mundo.
    Hermoso recuerdo.
    Un abrazo

    ResponderEliminar