Teresita
Giuliano
Jugábamos mucho en el patio de casa, en la
vereda, en la calle, en la plaza de enfrente.
Jugábamos a los indios y vaqueros, donde yo
cumplía el rol de la muchachita que debía ser rescatada.
También a los piratas: enterrábamos tesoros en
pozos cavados en el patio y confeccionábamos los planos para llegar a ellos.
Trepábamos al peral de la nona que se convertía
en fuerte, en atalaya, en casita, en escondrijo.
Hacíamos montañas con las hojas del otoño y las
ramas de los árboles podados.
Nos pintábamos las manos, la cara y la ropa
comiendo las moras que juntábamos de los árboles del callejón.
En el verano, nuestros cabellos se ponían
amarillos por la exposición al sol y los juegos en la pileta que nos había
construido el tío Bartolo en el patio.
Con mis hermanos aprendí a disparar el rifle de
aire comprimido, a usar la gomera, a encarnar lombrices en los anzuelos de las
cañas de pescar, a construir casitas en los árboles y chozas entre los
tomatales, a andar a caballito sobre “Chiquita”, nuestra perra policía, a
disfrutar aventuras y a callar travesuras, a compartir frutas robadas y a idear
estrategias para no dormir la siesta.
Vi desde pequeña a mi perra parir sus
cachorros, a mis hermanos destripar pescados, a mi nona haciendo a un lado con
la mano los sapos mientras cortaba lechuga de la quinta.
Una vez en el arroyo llené una carterita con
montones de luciérnagas, que cacé a la tardecita imaginando que, cuando las
largara en mi habitación a oscuras, la iluminarían.
Fue un duro aprendizaje, cuando comprendí que
estaban muertas.
En una ocasión, mamá estaba preocupada, porque
sentía un olor desagradable dentro del ropero donde estaba la ropa de mis
hermanos.
Investigando halló la causa: en el bolsillo de
un gamulán que usaba mi hermano mayor encontró ¡un puñado de lombrices en
avanzado estado de descomposición!
Así, aprendíamos el ciclo de la vida, viviendo
lo dulce y lo amargo, lo efímero y lo permanente, en ese interactuar con la naturaleza,
sin dramas innecesarios, palpando la realidad.
Y el regreso a casa para tomar la leche,
siempre con algún invitado, como si fuéramos pocos.
Ahora, pienso que todo el pueblo fue el “patio
de casa”, porque nos movíamos en él con la seguridad que da lo conocido y lo
propio.
Aún hoy, cuando vuelvo a mi pueblo y camino por sus
calles, siento dentro de mí esa sensación de seguridad, de que allí no puede
pasarme nada malo, de que detrás de cada puerta puedo encontrar un rostro
conocido… una sonrisa amiga.
Todos fuimos esos rapaces que vivimos como verdaderos niños donde la naturaleza era nuestro mundo.
ResponderEliminarHermoso recuerdo.
Un abrazo