miércoles, 3 de junio de 2015

La infancia divertida

Ana María Miquel

Juegos más comunes:

La payana. Carrera de autitos. Soldaditos de plomo. Las cuatro esquinas. Calienta manos. Veo veo. Estatuas. Don Pirulero. La carretilla. El baile de la silla. Las bolitas o canicas. Carrera de embolsados. Carrera con huevos duros. Piedra, papel o tijera. El gallito ciego. Escondidas. Barriletes. Zancos. El aro. El yo-yo. El elástico. Trompos y baleros. Policías y ladrones. Cinchada. Ta-te-ti. Los prisioneros. La rayuela. La soga.

Las rondas y sus canciones

Arroz con leche. Aserrín y aserrán. Que llueva. Mambrú se fue a la guerra. Sobre el Puente de Avignon. Tengo una muñeca vestida de azul. La farolera. Yo soy la viudita.

La creatividad colectiva o individual

El teatro, la casita de las muñecas, construir juguetes, costura y tejidos, invitaciones a tomar el té, disfraces, transformación en otros personajes, diseñar vestidos para muñecas de papel. Salir a vagar en bicicleta. Pescar gusarapos en las zanjas. Fabricar perfumes.

Juegos de mesa o de días especiales.

Lotería (Bingo), Ruleta. Mecano. Naipes: casita robada, escoba de quince, chinchón, truco, canasta, rumi, poker. Siete y medio. Pirinola. Rutas Argentinas. El estanciero.

Celebraciones en grupo

Mañana de Reyes. Carnaval. Buscar conejos de chocolate para Semana Santa. Fogata de San Pedro y San Pablo. Día del Estudiante. Día de la Primavera. Cumpleaños. Bautismos. Comuniones. Casamientos. Fechas Patrias. Visitas a la plaza de juegos.

Por aquellos años de mi infancia, científicamente se sostenía que los niños que más estaban al aire libre, más jugaban y más se divertían, en la adultez se transformarían en seres inteligentes, creativos, hábiles para el estudio o cualquier trabajo; además de lograr un buen desarrollo físico, evitar enfermedades, abrir el apetito, fortalecer la musculatura y el esqueleto. Asimismo, en el aspecto social se asimilaban reglas de convivencia, de respeto, de urbanismo y de buena conducta.
Sabíamos que estaba mal salir a jugar a la hora de la siesta en verano, sabíamos que no debíamos romper un vidrio de un pelotazo, sabíamos que al anochecer debíamos volver al hogar, sabíamos que debía existir respeto entre varones y mujeres, sabíamos que a una mujer no se le pegaba.
En una palabra, teníamos muy en claro cuáles eran nuestros deberes u obligaciones y cuáles eran nuestros derechos. Inclusive, a pesar de existir diferencias entre juegos de varones y mujeres, a veces nos mezclábamos, sin importar el rol.
Creo que otro tema muy importante a tener en cuenta, era que los amigos pertenecían a familias como la nuestra: papá, mamá, hermanos, tíos, abuelos y amigos. Con niveles económicos semejantes y costumbres similares. Por ejemplo, cuando era época de vacaciones, no recuerdo a ninguna familia de los alrededores que haya ido a algún lado de veraneo. En consecuencia, los chicos teníamos la oportunidad de disfrutar juntos todo el verano. Pero con las mismas obligaciones que emanaban de cada hogar: por las mañanas, tanto mujeres como varones debíamos ayudar en la casa, ya sea con la limpieza, mandados y cuidado de hermanos menores. Tampoco se nos permitía salir a la hora de la siesta, aunque más de uno se escapaba a robar fruta o a hacer alguna travesura. Otros se quedaban obedientes en la casa. Si no queríamos dormir, nos entreteníamos en leer.
Cuando llegaban las cinco de la tarde y habiéndonos dado un baño, tomado la leche, el pan con manteca y dulce casero, comenzaban a abrirse las puertas de la cuadra y a salir niños a la calle. Realmente éramos una bandada entre varones y mujeres y desde todos los hogares se escuchaba:
“¡Al anochecer los quiero acá!”.
“¡Que no los tenga que ir a buscar!”.
“¡Cuando oscurezca los quiero en casa!”.
Y, así, comenzaban una tras otra nuestras tardes de aventuras y juegos. Por lo general, en esas noches de verano los padres salían a sentarse en las veredas y los niños seguíamos nuestros juegos debajo del farol de la esquina. Vivíamos en un barrio rodeado de fincas o terrenos baldíos y los pocos autos que circulaban por sus calles lo hacían a paso de hombre. Los árboles de las calles eran moreras que llenaban las veredas siempre impecables, por el kerosene del lampazo, de diminutos lunares color vino. Había moras blancas y negras y era un deleite comerlas sin ensuciarnos porque después no salía el color o la mancha de la ropa. También nos gustaban los dátiles de las palmeras. Los racimos de uvas que cortábamos del parral que había en cada casa, ya fuera moscatel, Pedro Giménez, cerezas o huevo de gallo. Los duraznos o damascos también recién cortados. Las madres fabricaban grandes cantidades de dulces para el invierno con toda esa materia prima. Y el famoso arrope de uva, ya que era el más económico. Quedaba como una miel, pero con sabor a uvas y sin necesidad de azúcar.
En esa época, las niñas no usaban pantalones, siempre eran vestidos o soleras y los varones pantalones cortos. Pero el hecho de usar polleras no impedía que nos sentáramos en el suelo para jugar a la payana o saltar jugando a la pelota. Después recibíamos los retos de nuestras madres por los dobladillos de los vestidos percudidos por la mugre.
Esos dos juegos, creo que eran los que más me gustaban. Sin contar las muñecas y la fabricación de vestidos a muñecas de papel.
Con respecto a la payana, cada uno juntaba y buscaba las cinco piedritas que mejor vinieran o cupieran en sus manos y, por supuesto, que no fueran chatas. El juego empezaba así: sentados en el piso tres o cuatro participantes. Comenzaba a jugar el que lograba sostener en el dorso de la mano mayor cantidad de piedras. Y ¿cómo se lograba eso? Pues, haciendo un hueco con la palma de la mano, colocando las piedritas en ese pocito, tantear las piedritas con un sube y baja y de pronto tirarlas al aire, dar vuelta la mano inmediatamente y recibir en el dorso de la mano la mayor cantidad de piedras. Estos eran movimientos que se lograban con el tiempo y la práctica y por supuesto estimulaban la motricidad en todos sus aspectos.
Luego, seguía el juego que consistía en cuatro partes. En la primera se tiraban las cinco piedras al piso. Se tomaba una, se la tiraba hacia arriba y en el ínterin se debía levantar otra del piso y tener las dos juntas en la mano y así con el resto.
El segundo paso en vez de tomar de a una piedrita teníamos que tomar dos y dos. Al igual que en el tercero tres y una. La habilidad estaba en cómo tirarlas sobre el piso para poder hacer rápidamente la maniobra de recogerlas mientras una estaba en el aire.
El cuarto y último paso consistía en apoyar la mano izquierda en el piso, abriendo el dedo pulgar y colocando el mayor sobre el índice. De esta manera, quedaba formado un puente por el cual tenían que ir pasando las cuatro piedritas de a una, mientras otra se mantenía en el aire. 
Ese juego me fascinaba y siempre encontraba compañeros para jugar y si no lo hacía sola, porque era una manera de practicar. También me gustaba mucho jugar a los prisioneros, a la rayuela y el trapecio de la plaza. Ni hablar de trepar árboles. Siempre viví rodeada de hermanos, primos y amigos; y terminaban gustándome los juegos que los varones disfrutaban y sintiéndome muy cuidada y protegida por ellos. 

3 comentarios:

  1. Disfruto con tus relatos, ya que siempre tenes una historia que me sorprenderá mas que la otra. Adelante! Sigo esperando y gracias por lo que escribís.

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  2. Qué lindas palabras y qué estímulo! Gracias Norma. Cariños. Ana María.

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  3. Hermoso tu recuerdo sobre los juegos de la infancia. Qué alegría nos proporcionaban y con qué gusto íbamos a reunirnos con otros chicos. No se conocía la palabra "aburrido". Siempre estábamos sencillemente felices.
    Un abrazo
    Susana

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