martes, 9 de junio de 2015

Uno para todos y todos para uno

José Mario Lombardo

Éramos muy chicos, apenas teníamos unos diez a doce años. Aquella tarde nos habíamos reunido en el baldío de enfrente como de costumbre, en ese lugar donde jugábamos al futbol, a las escondidas y a un montón de juegos que nos inventábamos.
Aquella tarde teníamos una misión, que veníamos repitiendo todos los años siempre para la misma fecha. Entonces, cuando llegó el Jorge, nos fuimos para su casa y sacamos del galpón la rastra que usaban para preparar la quinta.
La rastra –para aquellos que no la conocen– es una plataforma de hierro muy pesada, que se apoya en largos punzones metálicos y que, al ser arrastrada por la tierra arada con la ayuda de uno a o dos caballos, rotura la tierra con su propio peso, cumpliendo la función de un enorme rastrillo, de allí, supongo, su nombre de “rastra”.
Bueno, digo que la sacamos, la dimos vuelta patas para arriba de manera que era mucho más fácil de mover y salimos por el barrio, los seis inseparables amigos, a recoger todo el pasto seco, los papeles y los trapos que encontrásemos tirados por la calle.
La mayor cantidad de pasto, la conseguimos frente a las vías del ferrocarril, en el alambrado que corría junto a la que todos denominábamos “zanja de la vía” y, así, amontonamos sobre nuestro vehículo de arrastre una gran montaña de pastos secos resecos, que pudimos desenredar de aquellos cuatro alambres que separaban la calle de las vías.
Cuando ya la rastra no admitía más carga, emprendimos el regreso hasta el patio del Jorge, un patio de grandes dimensiones donde guardaban el caballo de reparto de la sodería, tenían el galpón que ya mencioné, una hermosa quinta y disponían de un buen gallinero, quedando todavía un buen espacio libre para nuestras correrías.
No fue fácil mover la rastra con semejante carga. Estaba realmente pesada, pero como buenos mosqueteros, cuando nos proponíamos llevar a cabo nuestros planes resultábamos invencibles y por eso, con mucho esfuerzo y sudor, logramos llevar nuestra carga pastífera hasta el patio del Jorge.
Ya anochecía en aquella tarde de invierno. Ya escuchábamos gritos vecinos y nosotros preparamos todo para ensayar los nuestros.
Retiramos el pasto de la rastra para hacer la parva más alta del mundo, colocamos papeles en su base, colgamos el muñeco de arpillera que habíamos hecho el día anterior y creo que fue el Jorge el que se acercó con un fósforo, encendió los papeles de la base y la fogata apuntó al cielo y llegó hasta las estrellas. Las ramitas crepitaban, se encendían y parecían explotar. Algunas se elevaban con el calor y subían como luciérnagas danzando alrededor de las llamas centrales. Un humo negro salía del muñeco que tardó en arder mientras la fogata, al son de la brisa de la tarde, iluminaba el patio con una luz rojiza.
Y nosotros, los seis mosqueteros, orgullosos por la tarea cumplida, danzábamos alrededor del fuego gritando desaforadamente el canto compartido de siempre: ¡Viva San Juan y San Pedro! ¡Viva San Pedro y San Pablo!
Lo habíamos hecho. Una vez más lo habíamos logrado. Aquella alegría compartida saltaba en chispas que apuntaban a la luna llevando nuestro mensaje solidario, el de los mosqueteros: “Uno para todos y todos para uno”.

1 comentario:

  1. No recuerdas cuando solíamos robarles rama a los de la otra cuadra mientras ellos nos robaban las nuestras.
    Que linda época!

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