José Mario Lombardo
Éramos
muy chicos, apenas teníamos unos diez a doce años. Aquella tarde nos habíamos
reunido en el baldío de enfrente como de costumbre, en ese lugar donde
jugábamos al futbol, a las escondidas y a un montón de juegos que nos
inventábamos.
Aquella
tarde teníamos una misión, que veníamos repitiendo todos los años siempre para
la misma fecha. Entonces, cuando llegó el Jorge, nos fuimos para su casa y
sacamos del galpón la rastra que usaban para preparar la quinta.
La
rastra –para aquellos que no la conocen– es una plataforma de hierro muy
pesada, que se apoya en largos punzones metálicos y que, al ser arrastrada por
la tierra arada con la ayuda de uno a o dos caballos, rotura la tierra con su
propio peso, cumpliendo la función de un enorme rastrillo, de allí, supongo, su
nombre de “rastra”.
Bueno,
digo que la sacamos, la dimos vuelta patas para arriba de manera que era mucho
más fácil de mover y salimos por el barrio, los seis inseparables amigos, a
recoger todo el pasto seco, los papeles y los trapos que encontrásemos tirados
por la calle.
La
mayor cantidad de pasto, la conseguimos frente a las vías del ferrocarril, en
el alambrado que corría junto a la que todos denominábamos “zanja de la vía” y,
así, amontonamos sobre nuestro vehículo de arrastre una gran montaña de pastos
secos resecos, que pudimos desenredar de aquellos cuatro alambres que separaban
la calle de las vías.
Cuando
ya la rastra no admitía más carga, emprendimos el regreso hasta el patio del Jorge,
un patio de grandes dimensiones donde guardaban el caballo de reparto de la
sodería, tenían el galpón que ya mencioné, una hermosa quinta y disponían de un
buen gallinero, quedando todavía un buen espacio libre para nuestras correrías.
No
fue fácil mover la rastra con semejante carga. Estaba realmente pesada, pero
como buenos mosqueteros, cuando nos proponíamos llevar a cabo nuestros planes
resultábamos invencibles y por eso, con mucho esfuerzo y sudor, logramos llevar
nuestra carga pastífera hasta el patio del Jorge.
Ya
anochecía en aquella tarde de invierno. Ya escuchábamos gritos vecinos y
nosotros preparamos todo para ensayar los nuestros.
Retiramos
el pasto de la rastra para hacer la parva más alta del mundo, colocamos papeles
en su base, colgamos el muñeco de arpillera que habíamos hecho el día anterior
y creo que fue el Jorge el que se acercó con un fósforo, encendió los papeles
de la base y la fogata apuntó al cielo y llegó hasta las estrellas. Las ramitas
crepitaban, se encendían y parecían explotar. Algunas se elevaban con el calor
y subían como luciérnagas danzando alrededor de las llamas centrales. Un humo
negro salía del muñeco que tardó en arder mientras la fogata, al son de la
brisa de la tarde, iluminaba el patio con una luz rojiza.
Y
nosotros, los seis mosqueteros, orgullosos por la tarea cumplida, danzábamos
alrededor del fuego gritando desaforadamente el canto compartido de siempre: “¡Viva San Juan y San
Pedro! ¡Viva San Pedro y San Pablo!”
Lo habíamos hecho. Una vez más lo habíamos logrado. Aquella alegría
compartida saltaba en chispas que apuntaban a la luna llevando nuestro mensaje
solidario, el de los mosqueteros: “Uno para todos y todos para uno”.
No recuerdas cuando solíamos robarles rama a los de la otra cuadra mientras ellos nos robaban las nuestras.
ResponderEliminarQue linda época!