miércoles, 24 de junio de 2015

La Nona Ángela

Enzo Burgos

Doña Ángela Giacomodonato de De Leonardi, oriunda de Campobaso, analfabeta pero con buen manejo de los números, especialmente los de la quiniela. Madre prolífica de nueve hijos, todos laburantes y ninguno prontuariado.
¿Y qué hacía esta doña Ángela? Simplemente, era la curandera del barrio. Ni bruja ni adivina con lechuza o azufre quemado. No, nada que ver. Mi abuela era curandera. Y de las buenas. La mejor.
Su domicilio estaba en Corrientes 2079, a metros de Corrientes y Cerrito, la esquina de mi vida.
Familia muy vieja del barrio, habían vivido antes en Independencia (hoy Presidente Roca) al 1900. Se casó con don Francisco en 1906 en Rosario, siendo ambos italianos.
 Era realmente famosa. Cierta vez una persona comentó que creía conocerme y no sabía de dónde. Entonces, mencioné mi dirección, la escuela primaria, el club Ben Hur del que fui presidente; pero el tipo no me sacaba. Le nombré el secundario, el café donde paraba, algunos amigos. Nada. Entonces, quemando las naves, comenté: “Yo soy nieto de doña Ángela”.
Y el curioso exclamo: “Pero hubiera empezado por ahí, hombre.. ¿Quién no conoce a doña Ángela?”.
La especialidad de la abuela era el empacho (con tirada de cuerito y masajes en la panza). Ahí nomás, venía el mal de ojos (con oraciones) y tenía doctorado en dolor de muela, pata de cabra, dolores musculares, huesos, etcétera, etcétera.
La casa era del tipo chorizo, con parra y gallinero en el fondo. Aclaremos que con tantos hijos jóvenes era un albergue de locos, bien divertidos y prestos a las bromas. La Nona atendía en su habitación, en una cama de bronce bajo un cuadro enorme del Ángel de la Guarda, quien sin dudas la protegía, porque la abuela era bastante jugada, aunque nunca tuvo un reclamo por mala praxis. Sin dudas en su oficio era muy buena. El resto de la habitación lo ocupaba una cama matrimonial de lustre obscuro con un Cristo sobre su cabecera, apretando una ramita de olivo reseca. Esta cama desde la muerte de su esposo solo era ocupada los días de festejo familiar por un montón de nietitos que dormían mezclados con tapados y sobretodos. También atendía “pacientes” en una precaria pieza con techo de chapas y la familia comentaba que ahí iban a parar los de la “Obra Social”.
Porque la nona no cobraba, pero aceptaba “lo que usted quiera”. Había que vivir, los años eran duros y mi abuela era buena pero no tanto.
 Al respecto, esta historia jocosa. Cierta vez un vecino estaba muy mal e internado en un hospital. Vinieron a buscar a doña Ángela, porque “La Chancha”, así le decían, se moría. El tipo había cenado lechón caliente con vino frío y, como postre, bombas de crema. ¡Una barbaridad! No sé cómo, pero le encontraron la vuelta para que entrara al nosocomio para tratar de curar al pobre tipo. La abuela con sus manos regordetas le entró a masajear la barriga y el hombre terminó vomitando todo. ¡Y se salvó! Un milagro, comentaron todos. Ya repuesto, el hombre fue a casa de mi abuela a agradecerle y le trajo como regalo un Cristo de yeso pintado en dorado y con unas piedrecitas rojas incrustadas, manifestando que había comprado ese obsequio tan caro, sabiendo que ella era muy católica. Mi abuela agradeció el gesto de “La Chancha”, pero cuando el hombre se retiró, comentó: “Ma, mecore me hubiera dado la plata a me (mejor me hubiera dado la plata a mí)”.
 Sí, mi abuela era una fábrica de anécdotas. Cierto día llega una señora con una chica de unos catorce años. Comentó la mujer que estaba preocupada porque su hija no andaba bien y tenía vómitos. Al rato de la charla, la Nona advirtió que la piba estaba embarazada, por ese sexto sentido que sin dudas, tenía.
Pero no dijo nada y la llevó a la cama para revisarla un poco. La madre angustiada la abrumaba con preguntas: “¡Ay!, ¿qué tendrá la nena? ¡Qué trabajo dan los hijos!, ¿verdad, doña? ¿No estará incubando alguna enfermedad?”.
La abuela no respondía, meditando la respuesta a darle a la atribulada mamá. Hasta que la mujer preguntó: “Doña Ángela, ¿no será algo que comió y le hizo mal?”.
Y la respuesta no se hizo esperar: “¡Sí, le ha fatto male lu chorizo! (Si, le hizo mal el chorizo)”.
 “Puchi” Garibaldi era el carnicero de la esquina. Cierta tarde le atacó un dolor de muelas impresionante. Le recomendaron que concurriese de doña Ángela, porque de noche se iba a volver loco. El buen hombre fue de la abuela y ésta “se la encantó”. Consistía en colocar el índice sobre el dolor y pronunciar una oración. Concluida su tarea le dijo al buen hombre que fuera tranquilo porque el dolor no volvería. Pero aquella vez la cura fracasó y el pobre carnicero pasó una noche terrible. En la mañana siguiente cuando recién abría, apareció doña Ángela llevando de la mano a uno de sus hijos más pequeños. A través del tejido mosquitero de la puerta vaivén, le dijo: “¡Eh, Puchi! Aguardame nu kilo de puchero, io me ne vado al ospedale perche al mio figlio le duele molto la muela. (Guardame un kilo de puchero, yo me voy al hospital porque a mi hijo le duele mucho la muela.)”.
 El tema de las oraciones es el siguiente: mientras curaba al paciente, decía una oración, más bien la mascullaba, porque no se entendía nada. La misma se debía aprender el día de Navidad, justo a medianoche.
Anécdotas como esta son tantas que no alcanzarían varias de estas Jornadas para hacerlas conocer.
Ahora quiero referirme a la “clientela”. Había de todo, desde la esposa del médico que traía a su chico para que le curase la pata de cabra hasta esposas de policías o jugadores de fútbol. Tanto podía atender a la chica de la farmacia de la esquina, el tipo que tenía mucha plata o el más seco del barrio. Todos, quien más quien menos, desfilaron con sus dolores a cuesta por la casa de mi abuela.
 Otra de las características notables de doña Ángela: era muy difícil entenderle cuando hablaba. Decía mi abuelo que no lo hacía en italiano, español o en su dialecto. No, ella mezclaba todo e inventaba palabras. Para ella yo siempre fui “Enzetieli”, su diminutivo de Enzo. Cuando novios le presenté a quien sería mi esposa. Descendiente de polacos no pescaba una palabra de lo que decía mi abuela y respondía a todo “Sí, Nona, sí”. Charlamos un rato con la abuela y toda la participación de mi novia se limitó al monótono “Sí, Nona, sí”. Cuando avisé de nuestro retiro, ella le dijo a Zulema: “Adame un bachio, figlia mia (Dame un beso, hija mia)”. Y la muchacha contestó: “Sí, Nona, sí”.
Insistió mi abuela: “Ma, dame un bachio, figlia mia”. Y tuvo la misma respuesta. Entonces tuve que intervenir: “Zulema, por favor dale un beso a la abuela, o no nos vamos más”.
 Aún a mi me desconcertaba, como un día que me dijo: “Meti disqui”. Pensando que deseaba escuchar música le pregunté: “¿Qué disco querés escuchar, Nona?”. Pero lo que ella pretendía era que me sirviera un whisky, porque algún paciente le había regalado una botella.
Increíblemente, la única vez que habló claro, tampoco la entendieron. Envió a uno de sus hijos a la farmacia a comprar tela adhesiva. El muchacho en el camino olvidó lo encargado y volvió con su madre. “Mamá, ¿qué tengo que comprar?”, preguntó y la correcta respuesta fue: “Tela adhesiva”. Y él dijo: “Sí, ya sé mamá, que me lo decías, pero ¿qué me decías?”. Y, así, hasta que se aclaró todo.
Doña Ángela era algo distinto en aquel barrio. Una vecina única. Recuerdo que por las tardes venía a toma mate doña Nuncia, la panadera vecina y cuando se retiraba, mi abuela comentaba: “Ma, cuesta viene a tomare lu mate e se mangia lo biscocho que io le compro a ella. (Pero, ésta viene a tomar mate y se come los bizcochos que yo le compro a ella)”. 
No tengo ninguna duda. Doña Ángela era el personaje del barrio y ahora la imagino en el Cielo en la cabecera de una mesa larga con mantel de hule y comiendo los tallarines cortados a cuchillo con aquella salsa matadora, por culpa de los picantes “mala palabra”, que crecían en una maceta del patio. Y está integrando el coro de familiares que destrozan “Oh Marí”; mientras Dios, que está sentado en la otra punta de la mesa, como no sabe la letra, acompaña marcando el compás con un tenedor sobre una copa. Entretanto, guiña un ojo a la abuela, perdonando todas las travesuras que esta tana tan querible le hizo sufrir.

3 comentarios:

  1. Jajaja! Todo un personaje tu nona, Enzo. La mía también era tan cruzada para hablar, que a su único hijo le puso de nombre Henry y toda la vida lo llamó "Engri"!!!. Cariños. Teresita

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  2. Una postal Enzo, no podrías haber pintado mejor a tu abuela y una época ya lejana con sus costumbres y personajes.
    Muy buen relato.
    Un abrazo

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  3. Soy GIACOMODONATo como tu abuela, recuerdo que de niña me llevaban a "curarme el empacho" a casa de una tía que le decían Anyulina o algo así. Luego de tirarme el cuerito venía el : osté ha comido chocolate...

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