Enzo Burgos
Doña Ángela Giacomodonato de De
Leonardi, oriunda de Campobaso, analfabeta pero con buen manejo de los números,
especialmente los de la quiniela. Madre prolífica de nueve hijos, todos
laburantes y ninguno prontuariado.
¿Y qué hacía esta doña Ángela?
Simplemente, era la curandera del barrio. Ni bruja ni adivina con lechuza o
azufre quemado. No, nada que ver. Mi abuela era curandera. Y de las buenas. La
mejor.
Su domicilio estaba en Corrientes
2079, a metros de Corrientes y Cerrito, la esquina de mi vida.
Familia muy vieja del barrio,
habían vivido antes en Independencia (hoy Presidente Roca) al 1900. Se casó con
don Francisco en 1906 en Rosario, siendo ambos italianos.
Era realmente famosa. Cierta vez una persona
comentó que creía conocerme y no sabía de dónde. Entonces, mencioné mi
dirección, la escuela primaria, el club Ben Hur del que fui presidente; pero el
tipo no me sacaba. Le nombré el secundario, el café donde paraba, algunos
amigos. Nada. Entonces, quemando las naves, comenté: “Yo soy nieto de doña
Ángela”.
Y el curioso exclamo: “Pero hubiera
empezado por ahí, hombre.. ¿Quién no conoce a doña Ángela?”.
La especialidad de la abuela era el
empacho (con tirada de cuerito y
masajes en la panza). Ahí nomás, venía el mal de ojos (con oraciones) y tenía
doctorado en dolor de muela, pata de cabra, dolores musculares, huesos, etcétera,
etcétera.
La casa era del tipo chorizo, con
parra y gallinero en el fondo. Aclaremos que con tantos hijos jóvenes era un
albergue de locos, bien divertidos y prestos a las bromas. La Nona atendía en
su habitación, en una cama de bronce bajo un cuadro enorme del Ángel de la
Guarda, quien sin dudas la protegía, porque la abuela era bastante jugada,
aunque nunca tuvo un reclamo por mala praxis. Sin dudas en su oficio era muy
buena. El resto de la habitación lo ocupaba una cama matrimonial de lustre
obscuro con un Cristo sobre su cabecera, apretando una ramita de olivo reseca.
Esta cama desde la muerte de su esposo solo era ocupada los días de festejo familiar
por un montón de nietitos que dormían mezclados con tapados y sobretodos.
También atendía “pacientes” en una precaria pieza con techo de chapas y la
familia comentaba que ahí iban a parar los de la “Obra Social”.
Porque la nona no cobraba, pero
aceptaba “lo que usted quiera”. Había que vivir, los años eran duros y mi
abuela era buena pero no tanto.
Al respecto, esta historia jocosa. Cierta vez
un vecino estaba muy mal e internado en un hospital. Vinieron a buscar a doña
Ángela, porque “La Chancha”, así le decían, se moría. El tipo había cenado
lechón caliente con vino frío y, como postre, bombas de crema. ¡Una barbaridad!
No sé cómo, pero le encontraron la vuelta para que entrara al nosocomio para
tratar de curar al pobre tipo. La abuela con sus manos regordetas le entró a
masajear la barriga y el hombre terminó vomitando todo. ¡Y se salvó! Un
milagro, comentaron todos. Ya repuesto, el hombre fue a casa de mi abuela a
agradecerle y le trajo como regalo un Cristo de yeso pintado en dorado y con
unas piedrecitas rojas incrustadas, manifestando que había comprado ese
obsequio tan caro, sabiendo que ella era muy católica. Mi abuela agradeció el
gesto de “La Chancha”, pero cuando el hombre se retiró, comentó: “Ma, mecore me
hubiera dado la plata a me (mejor me hubiera dado la plata a mí)”.
Sí, mi abuela era una fábrica de anécdotas.
Cierto día llega una señora con una chica de unos catorce años. Comentó la
mujer que estaba preocupada porque su hija no andaba bien y tenía vómitos. Al
rato de la charla, la Nona advirtió que la piba estaba embarazada, por ese
sexto sentido que sin dudas, tenía.
Pero no dijo nada y la llevó a la
cama para revisarla un poco. La madre angustiada la abrumaba con preguntas: “¡Ay!,
¿qué tendrá la nena? ¡Qué trabajo dan los hijos!, ¿verdad, doña? ¿No estará
incubando alguna enfermedad?”.
La abuela no respondía, meditando
la respuesta a darle a la atribulada mamá. Hasta que la mujer preguntó: “Doña
Ángela, ¿no será algo que comió y le hizo mal?”.
Y la respuesta no se hizo esperar: “¡Sí,
le ha fatto male lu chorizo! (Si, le hizo mal el chorizo)”.
“Puchi” Garibaldi era el carnicero de la
esquina. Cierta tarde le atacó un dolor de muelas impresionante. Le
recomendaron que concurriese de doña Ángela, porque de noche se iba a volver
loco. El buen hombre fue de la abuela y ésta “se la encantó”. Consistía en
colocar el índice sobre el dolor y pronunciar una oración. Concluida su tarea
le dijo al buen hombre que fuera tranquilo porque el dolor no volvería. Pero
aquella vez la cura fracasó y el pobre carnicero pasó una noche terrible. En la
mañana siguiente cuando recién abría, apareció doña Ángela llevando de la mano
a uno de sus hijos más pequeños. A través del tejido mosquitero de la puerta
vaivén, le dijo: “¡Eh, Puchi! Aguardame nu kilo de puchero, io me ne vado al
ospedale perche al mio figlio le duele molto la muela. (Guardame un kilo de
puchero, yo me voy al hospital porque a mi hijo le duele mucho la muela.)”.
El tema de las oraciones es el siguiente: mientras
curaba al paciente, decía una oración, más bien la mascullaba, porque no se
entendía nada. La misma se debía aprender el día de Navidad, justo a
medianoche.
Anécdotas como esta son tantas que
no alcanzarían varias de estas Jornadas para hacerlas conocer.
Ahora quiero referirme a la “clientela”.
Había de todo, desde la esposa del médico que traía a su chico para que le
curase la pata de cabra hasta esposas de policías o jugadores de fútbol. Tanto
podía atender a la chica de la farmacia de la esquina, el tipo que tenía mucha
plata o el más seco del barrio. Todos, quien más quien menos, desfilaron con
sus dolores a cuesta por la casa de mi abuela.
Otra de las características notables de doña
Ángela: era muy difícil entenderle cuando hablaba. Decía mi abuelo que no lo
hacía en italiano, español o en su dialecto. No, ella mezclaba todo e inventaba
palabras. Para ella yo siempre fui “Enzetieli”, su diminutivo de Enzo. Cuando
novios le presenté a quien sería mi esposa. Descendiente de polacos no pescaba
una palabra de lo que decía mi abuela y respondía a todo “Sí, Nona, sí”.
Charlamos un rato con la abuela y toda la participación de mi novia se limitó
al monótono “Sí, Nona, sí”. Cuando avisé de nuestro retiro, ella le dijo a
Zulema: “Adame un bachio, figlia mia (Dame un beso, hija mia)”. Y la muchacha
contestó: “Sí, Nona, sí”.
Insistió mi abuela: “Ma, dame un
bachio, figlia mia”. Y tuvo la misma respuesta. Entonces tuve que intervenir: “Zulema,
por favor dale un beso a la abuela, o no nos vamos más”.
Aún a mi me desconcertaba, como un día que me
dijo: “Meti disqui”. Pensando que deseaba escuchar música le pregunté: “¿Qué
disco querés escuchar, Nona?”. Pero lo que ella pretendía era que me sirviera
un whisky, porque algún paciente le había regalado una botella.
Increíblemente, la única vez que
habló claro, tampoco la entendieron. Envió a uno de sus hijos a la farmacia a
comprar tela adhesiva. El muchacho en el camino olvidó lo encargado y volvió
con su madre. “Mamá, ¿qué tengo que comprar?”, preguntó y la correcta respuesta
fue: “Tela adhesiva”. Y él dijo: “Sí, ya sé mamá, que me lo decías, pero ¿qué
me decías?”. Y, así, hasta que se aclaró todo.
Doña Ángela era algo distinto en
aquel barrio. Una vecina única. Recuerdo que por las tardes venía a toma mate
doña Nuncia, la panadera vecina y cuando se retiraba, mi abuela comentaba: “Ma,
cuesta viene a tomare lu mate e se mangia lo biscocho que io le compro a ella.
(Pero, ésta viene a tomar mate y se come los bizcochos que yo le compro a ella)”.
No
tengo ninguna duda. Doña Ángela era el personaje del barrio y ahora la imagino
en el Cielo en la cabecera de una mesa larga con mantel de hule y comiendo los
tallarines cortados a cuchillo con aquella salsa matadora, por culpa de los
picantes “mala palabra”, que crecían en una maceta del patio. Y está integrando
el coro de familiares que destrozan “Oh Marí”; mientras Dios, que está sentado
en la otra punta de la mesa, como no sabe la letra, acompaña marcando el compás
con un tenedor sobre una copa. Entretanto, guiña un ojo a la abuela, perdonando
todas las travesuras que esta tana tan querible le hizo sufrir.
Jajaja! Todo un personaje tu nona, Enzo. La mía también era tan cruzada para hablar, que a su único hijo le puso de nombre Henry y toda la vida lo llamó "Engri"!!!. Cariños. Teresita
ResponderEliminarUna postal Enzo, no podrías haber pintado mejor a tu abuela y una época ya lejana con sus costumbres y personajes.
ResponderEliminarMuy buen relato.
Un abrazo
Soy GIACOMODONATo como tu abuela, recuerdo que de niña me llevaban a "curarme el empacho" a casa de una tía que le decían Anyulina o algo así. Luego de tirarme el cuerito venía el : osté ha comido chocolate...
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