miércoles, 3 de junio de 2015

Una rica paella

Paquita Pascual

Qué contenta llegó mi madre de la calle aquel medio día, blandiendo en sus mano las benditas solicitudes firmadas y autorizadas con sus respectivos sellos, al mismo tiempo que gritaba: “Lo conseguí, lo conseguí“.
Hacía treinta días que se traía el mismo trajín de todos los años.
Idas y venidas por todas las delegaciones e instituciones, incluido el mismo Ministerio de Educación, y siempre venía con el mismo desencanto.
¡A los hijos de republicanos les está vedado el ingreso a colegios de Protección Social!
Pero ese año sí, ¡a mi luchadora madre se le había enquistado que todos los niños teníamos el mismo derecho! Así que ese año iríamos
a un colegio de lujo, “Ave María”. Así se llamaba. Encima comeríamos todos los días, porque ese era el mayor motivo.
Estábamos sobreviviendo una posguerra cruel, el racionamiento no nos alcanzaba y muchos días debíamos pasarlo sin comer. No me quiero acordar de los llantos de mi herma menor cuando pedía pan y no había, porque ya se lo había comido a la mañana.
Se terminaba el otoño y pronosticaban un invierno muy crudo, por lo tanto mamá y la tía Pepa empezaron a alistar las ropas con las cuales mitigaríamos el frío; pero claro había pasado un año y habíamos crecido.
Todo nos quedaba chico, comprar era imposible; por lo tanto, habría que agrandar, teñir, remendar…
Lo mío fue fácil, la tía Pepa era menudita, así que cargué con el gabán de ella y a mi hermana le harían una chaqueta de paño rojo que pertenecía al capote de mi abuelo, que había estado en la Guerra de Cuba, y que llevaba guardado con vestigios de esa guerra en un baúl casi veinte años. Por lo tanto, hubo que sortear visitas de polillas y algún que otro insecto. O sea que la chaqueta quedó ajustadita…
Pero qué guapa estaba mi hermanita, aquella mañana cuando juntas y tomaditas de la mano partimos al colegio.
Ella con su chaquetita roja con botones dorados y sus anteojitos, que usaba desde los seis años; y yo, hermana mayor, con el gabán de la tía que me colgaba de todos lados; “pero el año que viene te va a quedar bien”, dijo la tía.
 Era el primer día por lo tanto llegamos a horario, más bien temprano.
Espacio que aproveché para inspeccionar y establecer diferencias con el colegio al que siempre habíamos asistido.
El doctor Joaquín Matamala, maestro de barrio al que por ser de ideas republicanas habían dejado fuera del sistema, nos daba clases privadas en un local pequeño, al que a través de una pequeña cuota mensual concurríamos todos los chicos que pertenecíamos a la clase perdedora. La enseñanza era buena, pero ahí no nos daban de comer, que era lo que mi madre quería.
Fuimos separadas con mi hermana y, como compartíamos el morral, le di sus pertenencias incluidos su plato y cubiertos, primordial…
Pasó la mañana y al toque de campana salimos todas al patio, munidas de los elementos previstos para el almuerzo. No sabía nada de mi hermana, pero al pasar a mi lado me susurró: “Hay paella”.
Me acomodé en la fila que me correspondía de acuerdo a mi grado y supuse que mi hermana había hecho lo mismo.
Llegaron las señoritas de Auxilio Social perfectamente uniformadas.
Grandes paelleras fueron depositadas en el piso de mosaicos, una por cada grado.
Las encargadas de repartir, con un cucharon en la mano, a medida que llegaba nuestro turno, nos llenaban el plato del dicho manjar.
Una vez servida me retiré a un espacio donde daba el sol para disfrutar del exquisito plato, supuse que mi hermana había hecho lo mismo.
Alguien dijo que había habido un problema con una avalancha en una fila, yo me desentendí del caso. Estaba disfrutando del solcito y disfrutando la rica paella.
Una visión borrosa se me apareció de repente. Era mi hermana con su chaquetita roja y sus anteojitos cubiertos de arroz, parecía la bandera española.
Llorando y con su plato a medio llenar me dijo: “Mira que poquito me dieron”.
La maldita avalancha se había formado justo en la fila de su grado y justamente cuando le estaban sirviendo a ella. No solamente arruinó su ropa si no que sufrió quemaduras en sus piernas pues cayó enterita en la paellera.

2 comentarios:

  1. Paquita tus relatos me dan placer escucharlos pero por otro lado tristeza por lo que te toco vivir. Me permite reflexionar que a veces uno se queja de tanto que tiene. Por suerte hoy se te ve bien y feliz. Bendiciones.

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  2. Las tuya son historias de vida, duras como la época que te tocó vivir. Es un placer inmenso leerte.
    Gracias.

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