jueves, 18 de junio de 2015

Vacaciones y juegos

Susana Olivera

¿A quién contarle?
¿A quién le importa
si las rosas se marchitan?
(Antonia Taleti)

El mes que más me gustaba cuando niña era diciembre, por un montón de razones. Una es que no había escuela, así que la plaza y los juegos no tenían horarios. Además, venían la Navidad, los regalos, las fiestas; pero, sobre todas las cosas, venían las vacaciones.
Las vacaciones. Tenían sabor de mudanza. Era un movimiento de cosas, de utensilios, de ropa. Se preparaban los colchones, que entonces eran rellenos de lana. Sobre ellos, mamá ponía ropa de cama, sábanas y frazadas, la ropa de toda la familia, ollas y sartenes, cubiertos, vajilla, nuestros juguetes. Después de largas discusiones, acordábamos llevar solamente los juegos: ludo, oca, naipes, damas. Mis hermanos, sus trompos, soldaditos, figuritas, pelotas. Y yo, mi osa de peluche de enormes ojos fijos, algunas de mis muñecas y el álbum de figuritas de Blancanieves.
 Además, antes de partir, se cubrían los muebles, los sillones y las arañas con sábanas viejas. Solo quedaba en pie la habitación de papá y mamá. Parecía que nos íbamos al fin del mundo.
Enrollaban el colchón –quedaban todas las cosas adentro– y lo cubrían con una lona. Papá la cosía como si fuera un paquete cilíndrico con piolín y una aguja curva enorme, de manera que quedaba todo protegido dentro del colchón. Los seis colchones se despachaban por tren.
 Las tías y la abuela en su casa hacían lo mismo. Íbamos con ellas.
Papá podía acompañarnos solamente quince días y algún fin de semana largo. Nosotros nos quedábamos los meses de vacaciones hasta marzo. Esa separación era lo único que me estrujaba un poquito la alegría, pero se escondía por la enorme expectativa, ya conocida pero no por eso menos disfrutada.
Alquilábamos una casa, siempre la misma, que quedaba frente al arroyo Vaquerías, en Casagrande, un poco antes de llegar a Valle Hermoso, en un recodo del sinuoso camino de montañas. En ese entonces, era un lugar agreste y solitario. Solo se veían chivos trepando por las laderas cubiertas de piedras y espinillos. La única vivienda cercana era una que estaba frente a la nuestra, cruzando el arroyo; era muy humilde, el baño era de chapas y estaba afuera de la casa. Pertenecía a una mujer que vivía sola –a veces la visitaba un señor con grandes bigotes negros y una escopeta– y criaba patos y gallinas. La llamábamos “La Patera”. Era muy lindo verla sacar los patos empujándolos con una rama y caminando todos en una fila blanca con un gran vaivén de caderas. Y las gallinas seguidas de sus pollitos que andaban por todas partes y hasta sabían cruzar el arroyo y meterse en nuestra casa.
Viajábamos en tren, debíamos trasbordar en Córdoba y continuar en coche motor después de recoger las cosas que habíamos enviado con anticipación. Y, finalmente, ¡la llegada a la casa!
Mientras los mayores acomodaban las camas y alistaban el almuerzo, nosotros íbamos a la cochera, lugar enorme lleno de cosas que nos fascinaban: parrillas de camas, cajones de madera, baúles cerrados con llave, herramientas para jardinería, frascos vacíos, otros más grandes con víboras y pájaros flotando en un líquido blanquecino, diarios y revistas viejas, gomas de auto en desuso. Eso era lo que de inmediato sacábamos y empezaban las carreras alrededor de la casa empujándolas con nuestras manos que quedaban negras de tierra. Ganaba el que llegaba primero y no se le había caído la goma ni una sola vez. No era fácil porque el jardín tenía muchas piedras y no era parejo.
Luego, la bajada al arroyo. La casa se encontraba bastante más arriba, probablemente para evitar las crecientes muy comunes en esa zona. Como el balneario “La Samaritana” se encontraba lejos, papá nos hacía un piletón en el arroyo: sacaba las piedras más grandes, las ponía en los extremos y con una pala hacía un poco más profundo el fondo. Todo era perfecto… nos molestaba que nos llamaran a comer, porque debíamos entrar y dejar lo que estábamos disfrutando…
Al atardecer, empezábamos a cazar sapos. Llevábamos linternas para alumbrarnos cuando caía el sol. Los levantábamos sujetándolos por la mitad del cuerpo y cuidábamos que no nos orinaran. Los llevábamos a la cochera, los metíamos en baldes con un poco de agua que habíamos sacado bombeando y los guardábamos hasta el día siguiente. Les dábamos de comer las moscas que habíamos cazado y guardado en los frascos de vidrio. Y, al día siguiente, empezaba el juego. Debíamos hacer todo en silencio, porque nos tenían prohibido jugar con los sapos y cazarlos; pero… la cochera estaba muy alejada, en el fondo del terreno.
Cada uno de nosotros tenía sus propios sapos que los distinguíamos por el color o el tamaño. Trazábamos con tiza una línea, los acomodábamos y ¡a correr carreras!
Otro juego era atarlos con un hilo y llevarlos a pasear como si fueran perros.
¿Cuándo se terminaba todo? Cuando algún adulto nos obligaba a soltar todos los sapos después de un buen reto. (Los recuperábamos la noche siguiente).
Creo por mi experiencia de infancia, y por los juegos de mis hijos, que lo que más placer causa es repetir y repetir siempre lo mismo: allí está el sentido del juego.
A la noche, Abuela sacaba una perinola y jugábamos todos con ese trompito con varias caras que tenían la leyenda: “Pon uno, pon dos, saca uno, saca dos, saca todo, todos ponen, deja todo”. Jugábamos con porotos. Si ganábamos, la abuela nos daba una moneda para comprar caramelos cuando fuéramos al pueblo… Y si no ganábamos, igual recibíamos la moneda que la Abuela nos alargaba con una sonrisa. La Abuela, cuánta ternura y cuánta gracia en su afecto…
Todas las noches repetíamos lo mismo y esperábamos impacientes la moneda que señalaba el final del juego y la hora de ir a la cama. Siempre demorábamos ese momento con juegos, corridas y risas como si nos diera pena terminar el día; mientras se escuchaban los imperiosos pedidos de silencio.
A veces, nos visitaban amigos de mis padres con sus hijos que tenían más o menos nuestras edades y con ellos compartíamos nuestros juegos preferidos. Éramos seis chicos; a veces, ocho, si estaban también nuestros primos.
Les dábamos a los pájaros migas de las meriendas que mamá nos había llevado al jardín. Poco a poco se iban acercando y picoteaban el pasto. Pronto eran toda una bandada.
Entusiasmados, desmigábamos panes enteros y los tirábamos al aire, parecían palomas. Levantábamos los brazos como si voláramos mientras cantábamos rondas infantiles… girábamos cada vez más rápido rodeados de pan, de alas y de pájaros, y formábamos un raro cortejo de niños-pájaro.
 Solíamos reírnos de las primas mayores, que no jugaban con nosotros, que nos llamaban “tontitos” y que olían asquerosamente a perfume. Además, todo el tiempo hablaban de sus novios sentadas a la sombra de los árboles moviendo sus cabezas como si dijeran “sí… sí... no… no…” Le tirábamos piedrecitas y nos corrían indignadas. También tratábamos de tocarlas con algún sapo, que manteníamos escondido y era tan gracioso escuchar sus gritos asqueados…
Un día, un día se terminó la ilusión del viaje a Casagrande. ¿Cuándo fue? Continuaron los viajes hasta que fuimos adolescentes en la escuela secundaria… murió la Abuela, hubo casamientos en la familia; pero ¿cuándo se terminó para mí?
Creo, me parece que fue en una oportunidad que mamá me dijo:
¿Vas a llevar las muñecas y la Osita? Estás demasiado grande para eso. Sos una señorita…
¿Una señorita yo? ¿Una señorita?
No más carreras, no más cacería, no más juguetes, no más rondas de pájaros. ¿No juegan las señoritas?

¿Una señorita yo?

4 comentarios:

  1. ¡Que belleza tu relato! Cuesta crecer y dejar lo simple de la alegría de vivir a pleno, pero la vida es así, cambiamos y son otras las emociones.
    Hemos vivido la época del Valle de Punilla en su esplendor, para mi fue La Falda, Huerta Grande y los campos de mi abuelo más al noroeste, casi lindando con La Rioja.
    Gracias por los gratos recuerdos.

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  2. Gracias a vos, Luis. Me encantan tus comentarios. Los espero siempre.
    Cariños
    Susana

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  3. Su, cuanto nos cuesta crecer y abandonar la infancia, llena de juegos. de picardías, de misterios...Tal vez será porque percibimos que el tiempo que nos aguarda se va llenando, de a poco, de responsanbilidades? Bellos tus recuerdos y para qué decir de lo bien contado!!!!! Cariños.

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  4. Gracias, Carmen por leer y comentar lo que escribo.
    Un abrazo
    Susana

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