Juegos de niños
Alberto Nicolorich
Recuerdo con nostalgia los años de la niñez en mi querido
San Lorenzo. Tenía ocho o diez años y al lado de mi casa había un terreno
baldío, que nos servía para nuestros juegos con una barrita de amigos. Nos
encontrábamos después del almuerzo y la sobremesa, que siempre se hacía en casa
y donde se comentaba lo sucedido en la escuela.
Cerca de las dos de la tarde nos reuníamos a jugar a los
autitos, el trompo, la pelota o preparar un barrilete para el sábado ir a
remontarlo.
Los trompos
Para jugar al trompo teníamos que hacer un circulo en la
tierra con algún palito, que nunca faltaba. Los trompos tenían varias formas.
Yo tenía la chanchita, regordeta y petisa, a la que le había hecho, con el
torno de papá (era dentista), agujeros en la parte más gorda para que al girar
zumbara con un sonido especial, lo que la hacía distinta de las demás. Además a
la pinta, que era de un clavo sin cabeza que previamente lo calentaba al rojo y
lo enfriaba en aceite para templarlo, lo afinaba y le pulía la púa, para que
con buena puntería clavara el trompo de otro. También la pintaba con sobras de
pintura, que siempre encontraba en el garaje de casa. La zanahoria era alta y
fina, muy difícil de poder dejar dentro del círculo, pues cuando perdía
velocidad se caía y rodaba casi siempre fuera del círculo.
Para tirar los trompos, previamente los envolvíamos en soga
muy fina de arriba hacia abajo lo que producía que, al tirarlo, girara
velozmente y al parar tenía que quedar en el circulo.
El barrilete
La primera era la más sencilla, pues se hacía con dos cañas
que se cortaban en cuatro y se tomaban dos partes y se unían en cruz con hilo
de algodón. Se hacían unas muescas en las cañas, cerca de las puntas para que
el hilo no se saliera; con papel de diario se encolaba; se le colocaban las
riendas y una cola formada con retazos de tela, que siempre me proveía el
costurero de mamá; y a volar.
Las otras dos formas de barrilete, el mundo, la estrella o medio
mundo, eran más complejas, pues había que unir tres cañas más largas, depende
del tamaño que quisiéramos y bien cortadas, porque al ser más grande, el viento
hacia más fuerza. Tenían papel de barrilete, que es más fino y liviano, y la
cola era más larga.
El cajón sí que era complicado. Había que cortar cañas
tacuara muy finas y pelarlas, luego hacer cuatro cruces bien atadas con hilo de
algodón. Había que elegir cuatro cañas de más o menos un metro, de acuerdo al
tamaño que le queríamos dar, y realizarles unas caladuras para que el hilo no
se corriera; unir todo para formar el cajón; cruzarle unos hilos uniendo los
extremos y el medio, para darle más rigidez a la estructura y además para poder
colocar el papel de barrilete; y, de esta forma, terminar con la obra, que
muchas veces nos llevaba varios días concluir; poner los vientos y a volar,
cosa que a veces no ocurría y teníamos que volver a casa para modificar lo que
estaba mal . Luego sí, al Campo de la Gloria, esperar un lindo viento y, ahí
sí, a disfrutar de nuestra obra, con papá al lado para alentarme. Terminaba el
día con la satisfacción de haber logrado, con algo de ayuda y supervisión, pero
con paciencia, la dicha de que el cajón desplegara su prestancia en los cielos
pegados al majestuoso Paraná.
Que buen relato, pensar que nunca pude hacer un buen barrilete y el cajón quedo pendiente para mi.
ResponderEliminarUn abrazo.
no conocía el cajón. Pero yo- a pesar de ser mujer- hacía cometas ¡y las remontaba!.Me encantó tu relato...
ResponderEliminarSusana Olivera