Por María Rosa Fraerman
Ya pasaron muchos años desde que
no vivo en mi casa natal, y cuando cierro mis ojos las imágenes y olores se van
sucediendo una tras otra y siento que la extraño cada día más.
Cuando se toman decisiones
apresuradas las cosas no salen del todo bien y así fue como mi padre, de un día
para el otro, decide que nos mudemos. Era mucha la angustia que sentía al
partir mi abuela. Los días eran vacíos sin su presencia y el dolor por su
ausencia se hacía insostenible.
Mi casa era bella, un jardín de
rosas blancas y un limonero perfumado nos daban la bienvenida. La ventana de la
cocina daba a la calle lo que me permitía estar atenta cuando alguna de mis
amigas me llamaba para salir. En el patio había una pequeña huerta de ensalada
fresca y zapallos para la sopa caliente, que mi mamá todos los días preparaba.
El momento había llegado. El
camión de la mudanza esperaba en la calle. Al costado, los muebles desarmados,
canastos repletos de cosas; y yo, empacando uno a uno los recuerdos que durante
treinta años permanecieron guardados en algún sitio del ropero. Viejas muñecas,
compañeras de juegos que alguna vez con mucho amor abracé. Pilas de cuadernos
con algunos insuficientes y notas sobre mi mal comportamiento. Los discos que
coleccionaba mi hermano que mucho significaron en mi adolescencia; y la ropa,
esa usé durante toda mi vida y que mi mamá jamás se animó a tirar.
Cada cosa que guardaba me hizo
revivir felices momentos de mi niñez.
Solo yo aún permanecía adentro de
mi casa.
No podía irme sin despedirme de
cada rincón.
Llorando abracé mi almohada de
plumas como lo hacía en los momentos en que me sentía angustiada o cuando,
despierta, soñaba con ser grande y que fue testigo de lo vivido y de lo que me
faltó por vivir.
Acaricié las paredes, apagué la
luz y sin mirar atrás me fui.
A veces, cuando regreso al barrio
paso por la puerta de la casa que aún siento mía y me busco en el aroma de las
glicinas, en el olor a tierra mojada, en el solcito de los amaneceres y las
tostadas de la mañana.
Siento que el alma se me escapa
en cada suspiro, aunque el tiempo no se detenga y no tenga sentido, me busco y
voy tras las huellas para que me salpique de ternura y descubro que no me fui
nunca.
María Rosa, cuando yo me fuí de mi casa, de muchos que éramos no quedó nadie. Yo pasaba a una manzana de por medio y sentía que esa casa, la de mi familia, me llamaba. Mis ojos no me dejaban ver y mi corazón aturdía mis oídos. Te entiendo, no sabés cuanto! Aún hoy... CARMEN G.
ResponderEliminarEn la casa está impregnada nuestra alma y los olores que jamás se olvidan.
ResponderEliminarCarmen , gracias por tu comentario.
Maria Rosa Fraerman
No sé si el comentario anterior te llegó, pero te decía que me encantó tu relato, con palabras tan simples hiciste una descripción perfecta del lugar y los sentimientos. Estuve con vos cuando apagabas la luz. Hermoso!
ResponderEliminarQuerida poetiza, como nos impregnas con los aromas de esa casa, cuando la humedad de mis ojos no me permiten seguir leyendo. Hermoso. Gracias por compartir.
ResponderEliminarLuis gracias por tu sensibilidad
EliminarSencillamente, me encantó!
ResponderEliminarMaria Elena, gracias , me alegra que te encante
Eliminarjamás nos vamos totalmente, los lugares y los recuerdos son nuestros.
ResponderEliminarLUCIA, que linda sorpresa verte !!, es verdad nunca nos vamos de esos sitios que alguna vez fueron nuestros.
ResponderEliminarGracias por comentar
Maria Rosa Fraerman
"Uno siempre vuelve a los viejos sitios donde amó la vida" dice la canción. Yo también volví a mi vieja casa , a tocar sus paredes, ver nuestras iniciales grabadas en ella...me gustó mucho tu relato María Rosa. Ví tus glicinas, sentí su aroma y compartí tus añoranzas
ResponderEliminarElena
"y entonces comprende
ResponderEliminarcomo estan de ausentes
las cosas queridas" ...
Gracias Elena por tu sensibilidad
Maria Rosa Fraerman