Por Carmen G.
Gran padre, te miro, pero no te veo;
te siento, pero no te tengo.
¡Ay… si! Es tu fortaleza la que no se fue con tu
cansado cuerpo. Ella está acá,
conmigo,
querido abuelo!
¡Qué difícil me resulta! Su
sencillez, su niñez sacrificada, su humildad, su generosidad, a veces su
indiferencia, su amor, su tremendo dolor. Tan sencillo y, a la vez, tan
polifacético.
Nació en la primavera de 1911. En
la familia ya estaba, con apenas un año, mi tía Celina. Después, llegaron
cuatro hermanos más, con la mala suerte de que con el último mi abuela se fuera
de esta vida. Mi tía contaba trece y él solo doce.
Mi abuelo se aferró al trabajo,
eran muchas bocas que alimentar. Jamás trajo otra mujer a la casa razón; por lo
que la tía Celina y Salvador (mi papá) tuvieron que acomodar sus horarios para
no abandonar la escuela y poder colaborar con la crianza de sus hermanos
menores.
Cuando los más chicos pudieron
defenderse solos, comenzó su vida de trabajo. Hizo cuanto le ofrecieron, no
importaba qué, siempre que fuera honesto. El objetivo era aliviar en algo el
esfuerzo de mi abuelo. De a poco, se fue arrimando al que lo acompañó hasta el
final de su camino: mi padre era “pintor de autos” y ¡qué pintor de autos!
Aprendió su oficio y se destacó al punto de que los clientes de los talleres en
que trabajó (hasta tener el suyo propio, con mi hermano) solicitaban al dueño
que el trabajo se los hiciera “el Salva”.
No sé cómo la conoció y ya nadie
queda para contármelo, pero sí sé que se amaron infinitamente. María Julia, mi
madre, tenía sus padres y seis hermanos. En la casa pasó a ser “el Flaco”, el
“hermano mayor” de sus cuñados, y un hijo más para mis abuelos, a quienes
acompañó por el resto de sus vidas.
Generoso hasta el punto de sacar
de sus bolsillos el dinero, que en casa no sobraba, para socorrer a sus
hermanos que, conociéndolo, se aprovechaban de él, y esto le valía un serio
disgusto con mi madre.
—Salva, usted sabe, tendría que pintar el triciclo del
nene…,
—Salva, a mi juego de jardín le está haciendo falta una
manito de pintura! A estos requerimientos y otros muchos por el estilo, mi
padre siempre respondía lo mismo: “Traémelo que apenas pueda, te lo hago”.
Jamás cobró un peso por esas changuitas, que según él solo le llevaban un
tiempito y le hacía un favor al vecino.
Así siguió su vida. Él era feliz
y nosotros también.
Cuando yo tenía doce años y
Norberto, mi hermanito, solo siete, se oscureció todo. Mamá cayó enferma. Luchó
con todas sus fuerzas, pero no pudo con su enfermedad y a los cuarenta y cuatro
años se fue de nuestra vida. ¡El no pudo con su tremendo dolor! Desapareció de
casa. Como su padre, se aferró al trabajo, partía muy temprano y cuando
regresaba ya dormíamos. Los domingos eran para el cementerio. Transitamos largo
tiempo sin su presencia. Mis abuelos, mis queridos abuelos se hicieron cargo.
Esa indiferencia nos lastimó
mucho. Norberto abandonó la escuela secundaria y yo seguí estudiando, alentada
desde mi interior por la voz de mi madre.
Se fue rehaciendo de a poco, pero
sentía culpa por ese abandono. Yo ya trabajaba, pero mi hermano no encontraba
su camino. Se aferró a él en el afán de ayudarlo. Lo logró. Yo pasé a ser la
fuerte de la familia, la que tenía todo resuelto y no necesitaba nada de nadie.
Nunca nada más lejos de mi realidad, pero tuve que asumir ese rol.
Fueron pasando los años. Mi
hermano y yo nos casamos, le dimos cinco nietos. Cuando comenzaron sus nanas, que no fueron muchas ¿quién
corría? Por supuesto, yo con alguna de mis hijas. En una de esas corridas,
mientras esperábamos la ambulancia y le cebábamos unos matecitos con mi hija
Ileana, murmuró con un dejo de sonrisa: “Ya les estoy dando demasiado trabajo”.
No nos gustó esa frase, sonaba a
cansancio y a despedida.
Leí tu historia y realmente me emocionó mucho. Yo creo que esa actitud de los hombres de aferrarse al trabajo es muy común en los momentos de crisis afectivas. El que hayas pasado a ser la fuerte, también lo comprendo, pero creo que es la realidad: Las mujeres somos más fuertes que los hombres frente a la adversidad. Nos vemos. Ana María.
ResponderEliminarHermoso relato, lleno de afecto. Es un amor muy grande el de la hija hacia el padre, yo lo sé bien. Qué hermoso el epígrafe... me encantó.
ResponderEliminarcariños
Susana Olivera
Susana, ese epígrafe lo escribió Nadina, mi hija mayor, al poco tiempo de haber fallecido mi papi, su abuelo. Gracias. CARMEN G.
ResponderEliminarAmiga, tu escribes sentimientos que calan muy hondo, cada relato tuyo conserva esa poesía y decir muy propio.
ResponderEliminarMe encantó...
Gracias Luis, a veces creo que tendría que ser un poco más divertida. Cariños CARMEN G.
ResponderEliminar¡Qué hermoso relato! Cálido, tierno, muy emotivo y lleno de comprensión.
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